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Ilustración: Alicia Caboblanco
Es hora de sacar el científico que llevamos dentro

Es hora de sacar el científico que llevamos dentro

Cultivo de fresas para comprobar la contaminación del aire, 'apps' para identificar mosquitos tigre... Las iniciativas de ciencia ciudadana y comunitaria abren la investigación a la sociedad y permiten «aprovechar el talento»

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Viernes, 21 de mayo 2021, 00:02

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Ricardo Mutuberria suele decir que él es «biólogo desde pequeño». Y recuerda, por ejemplo, una vez que llegó la hora de comer y él no había vuelto a casa, aunque estaba lloviendo a cántaros: la familia salió a buscarlo y lo encontraron al otro lado de las vías del tren, empapado y absorto en la contemplación de una araña. Aquella curiosidad insaciable, que todos hemos compartido en alguna medida durante la infancia y de la que a veces nos hemos olvidado en la vida adulta, tiene mucho que ver con las vocaciones científicas y con la esencia misma de la ciencia. Ricardo estudió Biología, cómo no, para entender con más profundidad esa naturaleza que le fascinaba, pero el sistema le decepcionó, ya que en cierto sentido le mantenía alejado de lo que le interesaba: «No tuve oportunidad de entrar a un laboratorio hasta los 21 años –recuerda–. ¿Cómo vamos a fomentar las carreras científicas si nadie puede hacer ciencia? Imaginemos un futbolista que no puede dar una patada al balón, o un músico al que no se le permite tocar ningún instrumento: la ciencia es una manera de entender la vida, el universo, lo que ocurre a nuestro alrededor y dentro de nosotros, a través de la experimentación. ¡Es experiencia!», argumenta este vizcaíno, que hoy está al frente de Biook, una asociación que persigue la democratización de la ciencia y organiza el festival BBK Open Science.

Ya graduado, su trayectoria profesional le puso en contacto con iniciativas como el Genspace neoyorquino, el primer laboratorio comunitario de biología. Allí había chavales de 14 o 15 años que dedicaban el verano entero a sacar adelante proyectos para un concurso, o creadores inmersos en proyectos de bioarte que empleaban, por ejemplo, organismos bioluminiscentes, o un programa que analizaba las bacterias de un espacio contaminado para ver cuáles metabolizaban los tóxicos y acelerar su reproducción. También pasó por el Waag de Ámsterdam, en pleno barrio rojo, otro espacio donde la ciencia se abrazaba con las disciplinas más variadas: recuerda, por ejemplo, a una estudiante de la escuela de moda que quería dedicar su proyecto de fin de carrera a la utilización de piel de pescado para fabricar prendas y a los tintes orgánicos producidos por bacterias. Detrás de todas esas iniciativas latía la misma mezcla de aprendizaje y juego que hoy sigue hallando en sus talleres con escolares: «El otro día, empecé preguntando si alguno quería ser científico, y ninguno respondió. Acabamos el taller con nuestros microscopios autofabricables y estaban entusiasmados: de pronto todos querían ser científicos. Tú sacas uno de estos microscopios de 15 euros en un parque y se te forma un corro de niños que quieren ver hojas, pelos, flores, agua, hormigas...».

La ciencia ciudadana y comunitaria, un movimiento en auge en los últimos años, aspira a que todo el mundo pueda hacer ciencia, si es que le interesa. «En realidad ha existido siempre. Basta pensar en la astronomía amateur, por ejemplo, o en la micología, que tienen gente muy válida. Y también va a seguir existiendo siempre. Lo que ha ocurrido ahora es que internet brinda la posibilidad de movilizar a más personas y de comunicarse con gente que hace proyectos parecidos, y eso ha dado lugar a una explosión», aclara Francisco Sanz, director ejecutivo de Ibercivis, una fundación de Zaragoza que trabaja en impulsar la ciencia ciudadana. Sanz cita proyectos de la entidad como Make It Special, que pone en contacto al movimiento 'maker' (la aplicación de la filosofía 'hazlo tú mismo' a la fabricación de objetos de ingeniería, robótica, electrónica...) y a personas con necesidades especiales, para que los primeros diseñen y construyan los útiles adaptados que tanto precisan los segundos. O la iniciativa de una comunidad de vecinos del barrio zaragozano de La Almozara, llamado también 'barrio de La Química' por una vieja fábrica de ácidos y abonos, para comprobar el grado de contaminación de sus suelos y su peligrosidad para los niños.

«Este movimiento tiene dos patas –desarrolla Sanz–. Por un lado, se aprovecha el talento de la sociedad, que cada vez está más formada. ¡Hay muchísimas personas con ganas de hacer ciencia! Por otro, el científico profesional puede adquirir una cantidad ingente de datos, cuenta con una fuerza humana increíble y, muchas veces, aborda problemas que interesan más a la gente».

Pájaros y superhéroes

Los conceptos de ciencia ciudadana y comunitaria se solapan a menudo, pero se suelen distinguir por su planteamiento de arriba abajo o de abajo arriba. En general, la ciencia ciudadana se refiere más a proyectos profesionales que incorporan la participación de voluntarios, muchas veces a través de 'apps' o incluso de juegos. Los ejemplos pioneros pueden ser los veteranísimos programas de observación de aves de Estados Unidos, pero hoy nos encontramos iniciativas de este tipo por todas partes y en disciplinas muy variadas: el cultivo doméstico de fresas para determinar la contaminación del aire en Vitoria, la Mosquito Alert barcelonesa (para detectar y controlar la expansión del mosquito tigre), el juego de superhéroes que ayuda a mapear el cerebro o las 'apps' que permiten a las ciencias sociales recopilar datos de manera inmediata, constante y masiva. El término de ciencia comunitaria, por su parte, se aplica a la gente que se reúne por su cuenta, consigue los equipos que necesita y se pone a hacer ciencia en una casa, un garaje, donde sea. Pero los dos conceptos acaban siendo a veces permeables, sobre todo en una sociedad como la actual, donde muchos de esos ciudadanos cuentan con formación científica: por ejemplo, la comunidad de La Almozara tiene al frente a un vecino que es geólogo.

El abaratamiento de los materiales y los procedimientos ha sido el otro impulso que necesitaba este movimiento. «Secuenciar el primer genoma humano costó millones de dólares. Hoy, secuenciar un genoma está en el orden de miles de dólares. Al igual que en ese ejemplo, los costes de los instrumentos y las técnicas se han reducido de manera significativa. Podríamos compararlo con la informática: a mediados del siglo XX, prácticamente nadie tenía acceso a un computador, que era un aparato enorme, y hoy todos llevamos en la palma de la mano un dispositivo más potente», comenta Mario Rodríguez Mestre, de OpenBioLab GRX, una iniciativa granadina para crear un laboratorio comunitario con materiales de bajo coste. «La gente curiosa se interesa por la ciencia –añade– porque nos acerca de la mejor forma posible a la realidad que nos rodea. En nuestros talleres vemos desde niños apasionados por los dinosaurios hasta ancianos que no pudieron estudiar y que, ahora que tienen tiempo, intentan mantenerse al tanto de todos los avances científicos».

Todos los implicados en este movimiento coinciden en destacar que la tradicional segregación de la ciencia y la sociedad equivale a un lamentable desperdicio de talento, un derroche que la sociedad no debería permitirse: «A los que estamos dentro, nos parece que todo el mundo conoce la ciencia ciudadana, pero no es así: queda mucho camino por recorrer y mucho talento por aprovechar», concluye Francisco Sanz. Y Ricardo Mutuberria, que conserva aquel entusiasmo de la niñez al mencionar los experimentos de sus talleres (desde comprobar cuántos microplásticos ingerimos hasta medir las ondas cerebrales de intérpretes de ukelele), hace hincapié en las consecuencias positivas que tiene una ciencia abierta y participativa: «Es la vía hacia una sociedad del conocimiento, con más conciencia medioambiental, más justa y conectada con la vida y también más crítica, de cara a plantear exigencias con criterio a los gobernantes».

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