La desaparición de Galíndez: Un caso abierto en la era Trump (II)
La investigación de la muerte del delegado del Gobierno vasco en Nueva York sufre las mismas trabas que la de la trama rusa que afecta al presidente de los Estados Unidos
david mota zurdo
Viernes, 2 de noviembre 2018, 00:17
En la entrega de ayer explicábamos algunas de las principales hipótesis que se han barajado en torno a la desaparición de Jesús Galíndez. De hecho, se acabó indicando que pudo ser víctima de la estrategia de Guerra Fría de Estados Unidos. Un daño colateral. En efecto, como se verá a lo largo de esta segunda parte, ha habido investigadores que se han decantado por esta opción y como tal han establecido sus teorías.
La vinculación de la desaparición de Galíndez a la geopolítica de Guerra Fría ha provocado la eclosión de hipótesis paralelas. Ha habido quien ha señalado que la desaparición del político nacionalista vasco en 1956 fue un daño colateral de la estrategia de la Administración Eisenhower, motivada por los perjuicios que causó el exiliado político vasco denunciando su política aliadófila anticomunista. Porque evidenció la baja catadura moral de Estados Unidos, que mantenía relaciones político-económicas con regímenes dictatoriales como el dominicano.
Según esta teoría, Trujillo colaboró con los norteamericanos por el mutuo interés de obtener acuerdos comerciales ventajosos en torno al negocio del azúcar, pero también porque pretendía ayudar a un grupo de resistentes nacionalistas cubanos –entre ellos Fidel Castro– para que alcanzaran el poder en Cuba, deponer a Fulgencio Batista y, aprovechando la mala concepción que los resistentes cubanos tenían del juego (he aquí el interés de Trujillo), trasladar a Santo Domingo los lucrativos casinos y burdeles de la Habana, propiedad de la Mafia italoamericana (de la que algunos congresistas y senadores estadounidenses recibían sustanciosos incentivos), y así obtener importantes beneficios. Según indican, gracias a la CIA, el Gobierno de Estados Unidos no solo conocía este apoyo de Trujillo a Castro, sino que lo permitió primando la geopolítica; es decir, el dictador dominicano era un interesante aliado y un útil instrumento para mantener la ley y el orden, y alejar a los comunistas del Caribe.
Estas hipótesis son sólo algunas de las explicaciones que se han venido dando hasta el momento. Sin embargo, ¿cuál fue el efecto mediático y político que tuvo la desaparición de Jesús Galíndez?
Varios investigadores han señalado que el caso tuvo una importante repercusión en los principales medios de comunicación estadounidenses en lengua española e inglesa. Las revistas 'Life' y 'Argosy', y los periódicos 'The New York Times', 'The New York Post', 'La Prensa' y 'El Diario de Nueva York' se hicieron eco de lo sucedido, dando rienda suelta a todo tipo de valoraciones. Pero, lo hicieron más de medio año después de que se produjera la desaparición.
De hecho, el asunto Galíndez no cobró suficiente relevancia hasta que las investigaciones policiales implicaron en él al piloto estadounidense Gerald L. Murphy, que se había encargado de trasladar al delegado del Gobierno vasco a la República Dominicana. Efectivamente, el asesinato de Murphy a manos de las autoridades trujillistas en diciembre de 1956 fue el acicate necesario para que la prensa estadounidense dedicara atención a la desaparición del delegado vasco. De no haber sido por el caso Murphy y la implicación en ella del exagente del FBI John Joseph Frank, del detective Horace W. Schmahl y del cónsul dominicano en Nueva York Arturo Espaillat, la trama Galíndez-Trujillo no habría alcanzado la trascendencia que acabó adquiriendo, ni habría sido investigada con tanta profundidad por las autoridades federales.
Silencio gubernamental
Pese a que la prensa dedicó largos reportajes al caso Galíndez, la Administración Eisenhower se mantuvo en silencio. Incluso no respondió a las cartas y telegramas que enviaron diferentes personalidades republicanas españolas y norteamericanas, que solicitaban algún tipo de declaración ante lo sucedido. Así lo hizo José Asensio, delegado del Gobierno republicano en Nueva York, el mismo mes en que desapareció Galíndez, pidiendo al Departamento de Estado la apertura de una investigación que ayudara a resolver una intriga internacional ajena a la lucha antifranquista.
El estadounidense Louise Crane, muy relacionado con los círculos intelectuales latinoamericanos de Nueva York, con los que Galíndez tenía relación, hizo lo mismo y manifestó su descontento ante el Fiscal General del Estado de Nueva York, por la ausencia de investigaciones sobre su desaparición. La respuesta norteamericana fue contundente: no había ningún tipo de evidencia que permitiera a la creación de una comisión Federal para aprobar una investigación diferente a la ya iniciada por la policía de Nueva York. Es más, añadió, «esta desaparición no es de interés prioritario para el Gobierno de Washington».
Aparte de las multitudinarias denuncias que aparecieron en los medios de comunicación del exilio vasco sobre el caso, cabe destacar la reacción de las plataformas políticas estadounidenses cercanas a Galíndez. La Inter-American Association for Democracy and Freedom (IADF) de Frances Grant bombardeó con denuncias a las instituciones estadounidenses, organizó actos demandando una investigación y convocó mítines en recuerdo del delegado vasco, a los que asistieron todo tipo de personalidades políticas y de exiliados españoles, como Norman Thomas, Sabi Nehama y Victoria Kent. De hecho, constituyeron un Comité Pro-Galíndez para presionar al Congreso de Estados Unidos para que se realizara una investigación exhaustiva, se proveyera de leyes federales que garantizaran la seguridad y la protección de los refugiados políticos en Estados Unidos y se esforzara por controlar las actividades de las dictaduras latinoamericanas en territorio estadounidense.
También denunciaron ante los medios de comunicación los artículos difamatorios contra Galíndez que el periodista pro-trujillista Stanley Ross publicó en el 'Diario de Nueva York' y en 'The New York Times', en los que afirmaba que el delegado había desaparecido con medio millón de dólares del Gobierno vasco en el exilio. Pero, pese a la mala prensa, apenas un año después de su desaparición, Galíndez se convirtió en un símbolo, en un mártir «de la libertad vasca y de la lucha contra las dictaduras» no solo del nacionalismo vasco, sino también de asociaciones como la mencionada IADF.
Los problemas y el desenlace
En el entorno institucional vasco, el caso Galíndez tuvo otro tipo de consecuencias, aparte de la indignación moral, el desaliento y la desesperación. El mismo día de la desaparición, la delegación vasca de Nueva York quedó vacía y su archivo requisado por las autoridades policiales. Durante los meses posteriores quedó inoperativa: faltaba una persona encargada de normalizar su funcionamiento y de iniciar los contactos con las autoridades judiciales estadounidenses para recuperar el archivo. El lehendakari Aguirre pensó entonces en Pedro Beitia, que se encontraba en Estados Unidos trabajando para la UNESCO, pero este rechazó la propuesta por incompatibilidad, así que recurrió a Irala, que tardó más de la cuenta por diferentes problemas diplomáticos.
Aguirre nombró entonces a Jon Argiarro y Alberto Uriarte, del Centro Vasco-Americano de Nueva York, como representantes del Gobierno vasco en todo lo relacionado con Galíndez y la delegación. Ambos se ocuparon de que nadie entrara a buscar información en la oficina, ya que había archivos de interés político, y de que se pagara la renta de la delegación, cuyo contrato de arrendamiento estaba aún a nombre de Manuel de la Sota –exdelegado vasco en Nueva York–, un buen argumento con el que justificar en los juzgados la devolución del local. Temeroso de que hubiera una filtración de información, Aguirre instó a sus representantes a que con urgencia se encargaran de recuperar la documentación de la delegación –contratando un abogado que se encargara de los trámites–, para evitar posibles injerencias de la familia de Galíndez y, por ende, de las autoridades españolas.
Pronto, hubo problemas con el testamento, porque no cumplía con la normativa que exigía la ley de sucesiones del Estado de Nueva York, lo que impedía a los delegados interinos tanto abrir el testamento como hacer efectivas las últimas voluntades de Galíndez. Para evitar dificultades a la hora de presentar una petición formal al Tribunal de Herencias, que ya de por sí era complicada al tratarse de una persona que había desaparecido pero que judicialmente no había sido clasificada como fallecida, el presidente vasco solicitó la máxima colaboración entre los exiliados de Euskadi residentes en Nueva York.
El embrollo comenzó a solucionarse cuando Antón Irala llegó a Nueva York en septiembre de 1956. Se deshizo del abogado que habían contratado los vascos, porque su único interés era lucrarse con un caso rodeado por la polémica de una supuesta contabilidad en B que tenía Galíndez y que ascendía a medio millón de dólares. Acto seguido, Irala tomó las riendas de estas gestiones y se entrevistó con los responsables de la oficina del fiscal general y con las autoridades judiciales del Estado de Nueva York para reclamar el archivo de la delegación y se puso en contacto con el bufete de abogados Coudert Brothers para recuperar los papeles incautados.
También contactó con el FBI para solicitarles que desoyeran las posibles peticiones que hiciera Fermín Galíndez para recuperar los bienes de su hijo, porque una vez obtenidos serían puestos a disposición de las autoridades españolas, entre ellos, documentos que ponían tanto al Gobierno vasco como a Estados Unidos en una situación comprometida y que demostraban la colaboración entre los Servicios, el FBI y la OSS durante la II Guerra Mundial.
Reclamaciones vascas
La petición formal de recuperación de los archivos la realizó ante las autoridades judiciales Jon Oñatibia, el nuevo delegado del Gobierno vasco en Nueva York. En la misma se puso de manifiesto que el auténtico propietario de los documentos de la delegación era el Ejecutivo vasco y no Galíndez, a quien se le había confiado su custodia. Por lo tanto, las autoridades estadounidenses no podían seguir reteniéndolos y debían devolverlos a su dueño antes de que pasara el plazo que estipulaba la ley para poder abrir el testamento de una persona declarada como desaparecida.
El 11 de febrero de 1957, el Tribunal de Justicia de Nueva York aceptó las reclamaciones interpuestas por los vascos, que se hicieron con la potestad de los papeles y archivos encontrados en la sede. En septiembre de 1958, la administración de justicia del Estado de Nueva York dejó vía libre para que los documentos fueran devueltos a las instituciones vascas. Sin embargo, no fue hasta 1962 cuando se solucionaron los problemas testamentarios. Aquel año se abrió el testamento de Galíndez oficialmente y se comprobó que el delegado había primado su lealtad al Gobierno vasco por encima de su familia. La mayor parte de la documentación volvió a estar disponible para la delegación, pero, parte del archivo requisado en marzo de 1956 nunca fue recuperado.
¿Y ahora qué?
El hecho de que nunca apareciera el cuerpo de Galíndez y que el archivo fuera parcialmente requisado ha provocado que el caso continúe abierto. Según ha declarado Stuart McKeever, máximo especialista en el asunto, se suspendieron las investigaciones sin importar que hubiera indicios de secuestro y de traslado a la República Dominicana, donde el delegado vasco pudo haber sido asesinado. Tales indicios han provocado que Mckeever haya solicitado en diferentes ocasiones la divulgación del testimonio -aún clasificado- del tribunal federal que investigó la desaparición del delegado vasco.
Hasta el momento, el Departamento de Justicia se ha negado en rotundo, señalando tajantemente que los jueces no tienen «autoridad intrínseca» para revelar dicha información, a menos que lo solicite el Congreso expresamente o se encuentre bajo algún tipo de exención, y, debido a que tal situación no se ha producido, enfatizan, no se puede aplicar al caso Galíndez. Se trata de una maniobra lógica, ha afirmado McKeever, pues al Departamento de Justicia no le interesa que este tipo de cuestiones puedan sentar precedente, rompiendo barreras.
A expensas de lo que decida el Tribunal de Apelaciones de Washington DC en los próximos meses, no hay duda de que, 62 años después, el caso Galíndez levanta suspicacias, más, si cabe, cuando una de las trabas a las que está sometida su dilucidación queda vinculada a la investigación Trump-Rusia, cuyos agentes implicados están reaccionando con apoyos a las medidas judiciales de contención, sabedores de que su ruptura podría causar estragos al actual presidente estadounidense.
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