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El cáncer infantil no llega solo. Con el alta médica, y muchas veces antes que ella, aparecen con frecuencia otros problemas de salud, incluso de gravedad. Unas veces, lo sufren los pacientes; otras, los familiares que les acompañan, sobre todo los padres.
El problema de las patologías asociadas a los tumores infantiles es de tal magnitud que el Instituto Murdoch para la investigación en niños, con sede en Australia, ha publicado las primeras guías internacionales para el manejo de las complicaciones cardiovasculares en críos sometidos a terapias oncológicas. Son las más frecuentes, pero no las únicas. Problemas de salud mental, especialmente en las familias y otros derivados de los propios tratamientos complican la lucha contra la enfermedad y los días posteriores.
Las que siguen son dos historias que hablan de los daños colaterales del cáncer infantil. Son dos relatos de superación en primera persona, dos testimonios que cuentan que también los niños pueden vencer el cáncer y que atenderlo requiere, además de fuerza y coraje, lágrimas. El llanto también cura.
Ane Bretón se batió contra un tumor medular con solo 3 años. Vencerlo le obligó a tener que luchar después contra una escoliosis endiablada, que ha condicionado radicalmente su vida, «sobre todo para bien». Noa Torres afrontó también con 3 años una leucemia linfoblástica a la que ganó el pulso. A su madre, Nagore Falque, cuidarla no le dejó el tiempo ni el espacio suficiente para llorar, y acabó pagándolo con una depresión, que también ha superado. «Es un proceso que muchos padres pasan. Me tocó y ya está». Con motivo del Día Internacional del Cáncer Infantil, que se conmemora hoy, las dos lo cuentan para ELCORREO.
Ane Bretón 23 años. Astrocitoma medular
Cuando el cáncer se coló en su vida, Ane Bretón, una vizcaína de Barakaldo de 23 años, era tan cría que apenas recuerda nada. Su historia sobre la enfermedad que cambió su destino con apenas 3 años se apoya en el relato de sus padres y su posterior experiencia personal contra las secuelas del astrocitoma medular que padeció. Con tan complicado nombre se conoce a un tipo de tumor que se forma en los astrocitos, las células que conectan el cerebro con la médula espinal.
Acceder al tumor de Ane para extirparlo obligaba a intervenir en la columna, con el riesgo de generar una tetraplejia. Pronto se supo que la operación no había ido bien. Por algún motivo, la herida abierta por la cirugía no acababa de cerrar. Lo impedían las gasas que los cirujanos se habían dejado en el interior del cuerpo de la paciente. «Salí del hospital en silla de ruedas. Los médicos decían que no volvería a andar, pero la rehabilitación me permitió volver a hacerlo un año después», cuenta la joven.
Como consecuencia de la cirugía, sus vértebras quedaron tocadas de tal manera que, al crecer, la complicación original acabó convertida en una escoliosis, una desviación grave de la columna. «Comencé a llevar corsés, pero en 2007, cuando tenía ya 8 años, descubrieron que no me estaban haciendo absolutamente nada. Solo resultan eficaces cuando la desviación es, como máximo, del 40%, pero la mía alcanzaba el 90%».
La familia decidió intervenirla en un centro de referencia de Barcelona, donde intentaron enderezarla con una estructura interna de titanio, que es la cirugía convencional. Todo se complicó. Una varilla se soltó, hubo que volver al quirófano, brotó una infección hospitalaria... Nueve años después, el centro ofreció a la joven una nueva cirugía, que debía ir precedida de la obligación de llevar durante dos meses un halo quirúrgico. Es una estructura que se sujeta a la cabeza con cuatro tornillos y lleva un contrapeso de 14 kilos colgado por la espalda, con el fin de que la fuerza ejercida enderezca la columna.
La solución obligó a la familia a residir durante dos meses en su casa del pueblo de Tudelilla, en La Rioja, porque la vivienda donde residen en Barakaldo no está adaptada para la silla de ruedas que volvió a necesitar entonces. Todo fue inútil. Sobre la mesa del quirófano, la chica perdió la sensibilidad en brazos y piernas y los médicos decidieron abortar la intervención. «La gente cree que cuando suena la campanita de que estás curada ya está todo resuelto, y no es así. Con frecuencia, cuando se borra el sonido de esa campana se borra con él todo lo demás», reflexiona.
En 2017, un año más tarde, la familia descubrió la existencia en Madrid de un pionero equipo que volvió a abrir a la joven adolescente las puertas de la esperanza. Había que someterse a una nueva cirugía, que requería previamente dos meses más de halo quirúrgico. Se intentó y, esta vez sí, fue un éxito.
«¡Claro que han sido peor las secuelas que el cáncer, pero me quedo con lo positivo!», afirma optimista la joven vizcaína. «El cáncer –explica– me ha hecho más sensible ante la injusticia, más solidaria con las causas sociales». Convencida del poder de los medios informativos, su compromiso social le llevó a estudiar Comunicación Audiovisual.
Su «último proyecto» –con la colaboración de la asociación vizcaína Aspanovas contra el cáncer infantil y adolescente– es un cortometraje de tipo documental titulado 'Sonder', donde personas con muy distintas cicatrices hablan de la aceptación de sí mismos. Ha sido seleccionado para el próximo Brain Film Festival, un festival de cine internacional que gira en torno al cerebro y se celebra en Barcelona. El trabajo puede verse en la dirección de internet 'anebreton003.wixsite.com/sonder'. «El cáncer y todo lo que le siguió ha moldeado mi forma de ver el mundo».
Nagore Falque Madre de una niña con leucemia
San Sebastián, 4 de septiembre de 2020. Aquel día, la pequeña Noa tenía también 3 años, cuando se puso muy mala. Con una fiebre que por momentos superaba los 40 grados, sus padres, Nagore Falque y Yon Torres, decidieron llevarla a las urgencias del hospital Donostia. Acudió con ella la madre, mientras él se hacía cargo del otro hijo de la pareja, Danel, también de 3 años. «La bomba» llegó sobre las dos de la madrugada. La niña padecía un tipo de leucemia muy común en los críos, apellidada linfoblástica. «Al principio fue solo una sospecha, que dos días después se confirmó. Fue un jarro de agua fría brutal. Aquella noche, en casa esperaban mis noticias y yo no sabía qué hacer ni cómo decírselo».
El diagnóstico la impactó de manera «bestial». «Fue una sensación de caer al vacío, un vértigo brutal. Era como si me faltara el aire al caer, como si nada te sujeta. Aún me cuesta hablarlo», reconoce. Los médicos tranquilizaron a la pareja. Les explicaron que una grandísima mayoría de pacientes, en torno al 90%, la superan sin complicaciones y para siempre. Pero luchar contra el cáncer, sea cuál sea el final de la batalla, siempre resulta «duro, muy duro».
La pareja tuvo que organizarse. Cada 24 horas, uno de los dos pasaba el día completo en el hospital. El otro se ocupaba de Danel, que tuvo que dejar de asistir a clase para proteger a su hermana, baja de defensas como consecuencia de la quimioterapia. Cerraron también el negocio familiar, que ahora -pasado el tiempo- han vuelto a recuperar de manera 'online'.
La pandemia, en 2020, lo complicó todo un poco más, aunque tuvo su parte positiva. «Nadie podía acercarse a la niña sin protección. Cuando ya pudimos salir a la calle ocurrió que todo el mundo tenía que llevar mascarilla de forma permanente. Estuvo así completamente aislada, muchísimo más protegida de lo que hubiera sido normal».
Los tratamientos dejaron a la pequeña tan debilitada que cuando salió del hospital para continuar el tratamiento en casa, Noa tuvo que volver a aprender a caminar. «El hospital se le hizo muy duro. No entendía por qué estaba allí, porque como no se veía ninguna herida... Yo le explicaba que la pupa estaba por dentro y ella se tocaba la tripita». La última noche de Halloween la familia celebró el alta. Noa está curada. Para entonces, Nagore, también.
El primer año contra la leucemia le obligó a estar tan pendiente de la cría, que no se dio ni un minuto para sí misma. No tuvo «ni tiempo ni ganas». «Cuando estás con ella en el hospital no puedes estar llorando. Le quieres entretener. Pintas con ella, haces dibujos, juegas, le hablas. Cuando llegas a casa, tu otro hijo te está esperando».
«No había tiempo para caer», describe Nagore de forma muy gráfica. «Estábamos en primera línea de fuego y no podíamos detenernos ni para estar tristes, ni para nada, ni siquiera para pensar». Cuando la niña comenzó a mejorar, «la tristeza me invadió» hasta el punto de necesitar ayuda psicológica. «Estaba emocionalmente agotada y me rompí por dentro».
Nagore, como Noa, es una mujer fuerte. Pudo con la depresión, «gracias a mi marido, a mi familia y a la asociación de familias de Gipuzkoa Aspanogi, que se vuelca en el cuidado de los padres». «Te tranquiliza saber que no estás sola, que otros padres también han pasado por lo mismo que tú». Mira hacia atrás y solo tiene palabras de agradecimiento para el equipo médico que atendió a la cría y la psicóloga que cuidó de su madre. «De repente, el covid para nosotros desapareció de las noticias. El mundo se paró para cuidar de mi hija, que recibió del personal sanitario un trato superior al 100%». Lo tiene claro: «¡Por favor, que se siga invirtiendo en investigar el cáncer infantil», proclama. Lo sabe bien. Están curadas.
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Martin Ruiz Egaña y Javier Bienzobas (gráficos)
David S. Olabarri y Lidia Carvajal
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