La iniciativa Gernika Palestina invadió un tramo de la Gran Vía de Bilbao al paso de la Vuelta ciclista por la capital vizcaína en protesta por la participación del equipo Israel Premier Tech. EFE

Yo no soy pacifista

Domingo, 7 de septiembre 2025, 00:36

«Vos seguro que sos pacifista», me lanzó Sara. Sara había hecho la revolución. Era una veterana sandinista, una mujer menuda que conservaba en el ... armario sus viejos uniformes verde oliva y las distinciones que le habían dado los comandantes por ser arrecha y salvaje. «Por supuesto», le respondí con mis 23 añitos cascabeleando. «Casi todos los cheles que vienen a Nicaragua son pacifistas», dijo. «Qué suerte tienen ustedes de poder ser pacifistas», añadió. Sonreía Sara con el vaso de ron Flor de Caña en la mano y tenía un gesto de mujer de mundo, de sosegada veteranía, que me hizo sentir un ingenuo, un bobalán, un empanado, un niñato. Ella no era pacifista. Había estado en la guerra aquella, en un país de esclavos desnutridos y analfabetos que se volvieron valientes por purita necesidad y que se revolvieron contra los cuatro gatos que eran dueños de todo, también de ellos mismos y de sus mujeres y de sus hijos y de sus vidas en general, y de todo ello disponían los señoritos de forma implacable e impune. Cómo iba a ser ella pacifista, con lo pardísimas que las había liado en la revolución. De eso no le gustaba hablar.

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Lo que no terminaba de entender Sara era a quienes no eran pacifistas en la civilizada Europa, donde la gente votaba y leía y comía con regularidad. No ser pacifista pudiendo serlo le parecía de babosos, que es como allí llaman a los gilipollas. Es que en estas condiciones de bienestar y relax de las que disfrutamos en la parte saciada del planeta la violencia siempre es ridícula. Normalmente no vale para solucionar nada, solo para separar, para dividir, para fabricar enemigos donde no los hay y para dar triste contenido a un puñado de vidas insípidas.

En la Nicaragua de finales de los años 90 de vez en cuando aparecía algún vasco que no se sabía muy bien de qué vivía ni si tenía oficio ni beneficio ni qué pintaba por allí. Eran perfiles claramente sospechosos. Le llamaba mucho la atención esta gente a Sara, y Sara era para ellos una diosa guerrillera, un ídolo indígena, un modelo frío y distante, porque ella no les daba mucha bola. Le daban un poco de repelús y los veía como unos elevados con ínfulas.

Aquellos tipos de barbas tan esquivos, que se relacionaban tan poco, lograban ser silenciosos y pesadísimos al mismo tiempo. En la Universidad Centroamericana teníamos un grupo que se llamaba humildemente Comité Internacional de Solidaridad con Chiapas. Eran los tiempos del subcomandante Marcos y todo aquello. Nos reuníamos cada tantito para hacer manifiestos, para organizar movidas y para cambiar el mundo en general con el éxito acostumbrado. Y cada vez que se hacía un panfletillo o un comunicado en favor de los zapatistas, aparecía alguno de los misteriosos aquellos para añadir al final que también nuestro apoyo para el Movimiento de Liberación Nacional Vasco. Ahí empezaba el lío. Que qué pintaba el terrorismo de Euskadi en todo esto, que si no era terrorismo sino revolución, que si apoyo para todos los revolucionarios, que pon también a los irlandeses, y a Sendero Luminoso, y venga la burra al trigo, y así terminaba la cosa con esos pelmas reventándolo todo con sus obsesiones expansivas y su imperialismo ideológico. Al final dejamos de ir a aquel Comité de Solidaridad con Chiapas porque se convirtió en eso, en una chapa y en una tufarrada de tanto que la contaminaron. Qué mecanismo disruptivo, qué fuerza transformadora perdió el mundo aquel día.

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Vete tú a saber por qué me acordé de todo esto el miércoles con el jaleo de la Vuelta ciclista en Bilbao. Cuando una protesta bonita, justa y bastante impresionante por multitudinaria contra el genocidio de Gaza acabó con un puñadito de aspirantes a revolucionarios 'light' agitando vallas y poniéndose bravos frente a unos que iban en bici con ropa ceñida. Menuda revolución. Bastante gente que había ido ahí a protestar por la incomprensible presencia en el pelotón de un equipo promocional de Israel se piró cuando vio el panorama. Porque una cosa es plantarse frente al mundo con la autoridad de las causas justas, y otra montar el circo y hacer el tolai.

Serían pacifistas, estos que se fueron. Lo malo es que igual no vuelven. Porque unos iban con niños, otros tenían la cadera jodida y otros simplemente pasan de movidas chungas. Y así, lo que era un clamor casi unánime se debilita y se fragmenta entre los impetuosos que quieren tirar vallas y los que no.

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