Un poco de decencia, por favor

Lunes, 26 de abril 2021, 23:51

Hubo un tiempo en el que la política funcionaba con un cierto decoro. Con unas básicas normas de decencia por las que si un representante ... público era objeto de amenazas o sufría un ataque contra su libertad o integridad física -no digamos ya un atentado- se desplegaba de forma inmediata una ola de solidaridad en torno a él sin distinción de siglas. Una vez sentado -con las excepciones por todos conocidas en el caso del terrorismo de ETA- que esa acción era intolerable y merecía la más enérgica de las condenas, se reanudaba las diatribas partidistas propias de una sociedad plural sin caer en bajezas como las que, a fuerza de repetidas en los últimos años, corren el riesgo de pasar por normales. Luego llegó la crispación -ahora ya cronificada y con una intensidad insufrible- y la natural confrontación de ideas derivó en un apestoso estercolero. Por si alguien creía que era imposible caer más bajo, el 4-M ha vuelto a demostrar que no.

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Hubo un tiempo en el que las amenazas de muerte remitidas en forma de cartas con balas o navajas ensangrentadas a los ministros del Interior e Industria, la directora de la Guardia Civil y Pablo Iglesias no habrían suscitado reproches más a que a los autores de esas prácticas mafiosas y a quienes, en su caso, las justificaran. Nadie, por muy en las antípodas ideológicas que estuviera de los afectados -de nuevo, con las excepciones conocidas-, habría osado cuestionar la verosimilitud de las misivas ni infravalorar su gravedad. El lamentable espectáculo propiciado por Vox no solo ha incendiado la campaña madrileña, sino que refleja hasta qué punto la demonización del rival y la excitación del odio a quienes son situados al otro lado de una metafórica barricada han generado un clima irrespirable que el final del bipartidismo no ha ayudado a mejorar.

«Ahora los políticos quieren tener enemigos a quienes destruir en vez de adversarios con quienes competir», explicaba la filósofa Adela Cortina el pasado domingo en este periódico. «El problema es que con mucha gente eso tiene éxito», añadía. En efecto, la confrontación de ideas ha sido sustituida por una guerra de trincheras en la que el mundo se divide en 'nosotros' y 'ellos', en blanco o negro, y en la que el objetivo no es convencer al rival en busca de un punto de encuentro, sino aplastarlo. Los acuerdos son presentados como signos de debilidad, como vergonzantes cesiones. Los argumentos se han visto reemplazados por eslóganes que apelan a las emociones, a los sentimientos, y no a la racionalidad.

«Comunismo o libertad» da a elegir Isabel Díaz Ayuso, a quien las estridencias ultramontanas con las que se ha quitado la careta Vox, su descontado socio para gobernar, hacen un flaco favor. «Fascismo o democracia» plantea ahora, en un desesperado intento de movilizar a su electorado, la misma izquierda que criticó esa simpleza populista de la baronesa, como si el Estado de Derecho estuviera en peligro en función de los resultados del 4-M. Excesos y más excesos.

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La ultraderecha es una compañía inquietante para el PP. No lo son menos para el PSOE los independentistas de ERC o EH Bildu, que sigue sin condenar el terrorismo de ETA; ni las bombas y los tiros en la nuca ni las amenazas en forma de cartas con balas en su interior. La política española necesita con urgencia un baño de cordura. Antes de que sea demasiado tarde.

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