Los mapuches y los vascos compartimos historias
Javier Sagastiberri
Martes, 30 de julio 2024, 00:45
Por la tarde inicio la visita turística. Me gustan los elegantes jardines del cerro de Santa Lucía y también la Plaza de Armas, donde observo que los chilenos disfrutan de las terrazas de los cafés. En uno de los laterales se reúnen los aficionados al ajedrez para jugar una partida u observar con interés la habilidad de otros en el juego. Me detengo ante la estatua ecuestre de Pedro de Valdivia, el fundador de la ciudad. Me gusta más el otro monumento, de hechura más moderna, dedicado a la memoria de los pueblos indígenas.
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En la Plaza de la Constitución presento mis respetos a la estatua de Salvador Allende. Me detengo en la parte trasera de la Casa de la Moneda, residencia de los presidentes del país, y consulto mi plano. Se me aproxima el carabinero que custodia la entrada. Para entonces ya me he percatado de que hay más policías con aspecto militar que negocios de óptica en la ciudad: otro posible vestigio de la época pinochetista. Temo que me vaya a llamar la atención por algo; como soy vasco y mi educación sentimental data de la época en que Franco todavía dirigía los destinos de España, me produce una cierta ansiedad que se dirija hacia mí con determinación alguien con aspecto de guardia civil, pero mi recelo es infundado: el policía tiene ganas de hablar e inicia una historia cuando se entera de que provengo de España. Me narra con detalle la heroica resistencia del pueblo mapuche contra los conquistadores españoles. Me informa con orgullo de que jamás se rindieron al invasor. Aunque no sé nada del tema le sigo la corriente y le hablo de los vascos y nuestra resistencia a la romanización. Me dice que espere un instante; se aleja para abrir las verjas y que pueda salir un furgón policial y regresa con otro compañero también con pinta de mapuche. Les sonrío, pero comienzo la retirada, porque creo que para estar a la altura de un pueblo tan belicoso voy a tener que hablar del Athletic y no he venido hasta Sudamérica para eso.
Me documento en internet sobre la combatividad de estos indígenas: fueron los que frenaron la extensión hacia el sur del poderoso imperio inca. Me entero además de que ya conocía a estos nativos por otro nombre, pues son los héroes del más importante poema épico de nuestra lengua: «La Araucana», de Alonso de Ercilla.
Leo que el conflicto continúa: es el pueblo nativo que más combate por evitar la asimilación y está reclamando un estatuto de autonomía. Al final va a resultar que los mapuches y los vascos compartimos historias similares.
Al día siguiente subo al Cerro San Cristóbal combinando autobús y teleférico. La cumbre está a más de 800 metros sobre el nivel del mar y ofrece unas magníficas vistas de la capital, algo perjudicadas por la nube de polución causada por el intenso tráfico de la ciudad. Santiago es enorme, pues residen allí la tercera parte de los chilenos. Desde el cerro se observan los vivos contrastes: modernos rascacielos y anchas avenidas en el centro, pero también enormes barrios de chabolas apiñadas.
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A la espalda, los Andes, pero esta visión me decepciona: debido a la nube de smog se ve la cordillera de forma borrosa y sin rastro de nieve en las cumbres cercanas.
¿Y qué decir del imponente monumento a la Inmaculada Concepción que preside el cerro? Que me conduce a recuerdos de monumentos que también imponían su presencia y que visité cuando era niño con los curas.
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Para culminar tan empalagosa visita se me ocurre pedir un refresco típico, el mote con huesillos. Soy goloso, pero no puedo ya con tanta dulzura.
Abandono el cerro y voy paseando hacia el centro por los parques que bordean al río Mapocho. El cauce está seco, no baja ni un hilo de agua. Más de una persona me advierte de que tenga cuidado con la cámara y el celular. No tuve ningún encuentro peligroso.
Por la tarde paseé por el centro y acabé cenando en un restaurante cercano al mercado. Esta vez lo intenté con la carne, pero tampoco tuve suerte. En cambio, el ambiente me encantó: parecía como si todo Santiago estuviera en la calle disfrutando del buen tiempo, de los puestos ambulantes, las tiendas y los bares. Me llevo buen recuerdo de la capital: gente amable y dispuesta a ayudar al forastero. Eso sí, una recomendación para el viajero: si desea probar el mote con huesillos, pida al mismo tiempo un pisco chileno para sobrevivir a la experiencia.
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Duermo profundamente, ha sido un día intenso. Por la mañana pido un taxi para que me acerque al puerto de San Antonio, a más de cien kilómetros de la capital. Allí comenzará mi verdadera aventura, ese crucero pijo hacia la Antártida.
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