Lo político y lo jurídico
El Constitucional no es parte del Poder Judicial aunque su importancia crucial y su función arbitral lo convierten en una instancia jurídica y, sobre todo, política
No son pocos los que parecen dar por hecho que el Tribunal Constitucional forma parte del Poder Judicial. Ciertamente, hay unos cuantos elementos que abonan ... esa interpretación: se trata de un órgano que 'juzga' y que emite 'sentencias'; sus componentes reciben el nombre de 'magistrados' - aunque no, a pesar de lo extendido que se encuentra tal uso, el de 'jueces'-; y la denominación de 'tribunal', por último, empuja inevitablemente hacia esa lectura. Pero se trata de un error.
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El máximo intérprete de la Constitución no es parte del Poder Judicial. Ni del Ejecutivo. Ni del Legislativo. De hecho, si cupiera hablar en tales términos, de alguna manera se coloca jerárquicamente por encima de los tres. Sus funciones -conocer sobre la constitucionalidad de las leyes, proteger los derechos fundamentales, lidiar en cuestiones de competencia entre las diferentes instituciones públicas, entre otras- le conceden una trascendencia indiscutible que lo convierte en una suerte de árbitro supremo por encima del cual no existe, en España, ninguna otra instancia a la que poder apelar. Pero es precisamente esa importancia crucial y esa situación arbitral la que lo convierte en una instancia no solo jurídica, que también, sino además, y sobre todo, política. Y no sé si esa naturaleza está del todo clara en los actuales parámetros del debate.
Algunos parecen escandalizarse de que sean los partidos políticos los que elijan a los miembros del Tribunal Constitucional. Pero ni desde el Derecho comparado ni, sobre todo, desde la reflexión política se hallará otra posibilidad más razonable. Con respecto a lo que se hace en otras latitudes, es conocido el ejemplo de EE UU, donde es el presidente el que nombra directamente a los jueces del Tribunal Supremo, que allí viene a ejercer de Tribunal Constitucional. Sobra decir que se trata de una elección política, como en 2020 demostró Trump, que escogió para el puesto a una jueza especialmente conservadora. En mayor o menor grado, siempre encontramos, en todas las democracias liberales, una decisión de claros tintes políticos, protagonizada en buena medida por las instituciones que se ocupan específicamente de lo político, esto es, los partidos.
Pero es desde la reflexión política desde donde todo esto debería ser más evidente. No cabe suponer un criterio meramente técnico para decidir la composición de un órgano así. El conocimiento jurídico y la especialización en derecho dibujan solo un requisito, por lo demás obvio, pero ni colman ni pueden colmar el verdadero sentido de la elección. Las cuestiones sobre las que decidirán los magistrados constitucionales no pueden solventarse por mera remisión a la ley escrita. Casi siempre han de enfrentarse no a normas concretas y específicas, sino a principios de corte político-moral de contornos vagos e imprecisos sobre los que reina el desacuerdo. Han de decidir, en suma, en el centro de aquello que Rawls denominaba «las circunstancias de la política». Su labor, a diferencia de la de los jueces ordinarios, no consiste en aplicar la ley, sino sobre todo en interpretarla dentro de los límites que la propia ley, en este caso la mismísima Constitución, dibuja.
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Existen, por lo demás, varias teorías sobre cuál ha de ser el modelo mediante el que interpretar la ley. Para unos se ha de atender a ciertos principios generales del derecho, que informan todo el entramado de lo jurídico. Para otros, a la intención del legislador en el momento en el que se redactó la ley. Para los de más allá, a cualquier lectura que la semántica y la gramática del lenguaje permitan para poder acomodar la letra de la ley al espíritu cambiante de los tiempos y a las nuevas necesidades sociales. Hay más teorías… pero parece evidente que tanto la propia pluralidad de teorías al respecto como el hecho incontestable de que ninguna pueda imponerse sobre las otras nos devuelven de nuevo a lo obvio: el terreno es el del desacuerdo y, por tanto, el de la política.
Así que, al menos a mi juicio, desbarran un poco todos aquellos opinadores que han puesto el grito en el cielo porque hayan sido los partidos políticos -esas creaciones con tan mala prensa, sin las que, con todo, la democracia no podría existir, un poco como en aquello de 'ni contigo ni sin ti'- los que se hayan ocupado de elegir a los cuatro nuevos magistrados del Constitucional. Si no son los partidos -que por muy malvados y sombríos que se consideren, no dejan de ser las únicas instituciones que se renuevan cada cuatro años, y lo hacen bajo nuestro mandato directo- ya me gustaría saber qué alternativas existen. Otra cosa es que se critique la concreta elección de unas u otras personas por parte de algunos partidos, o los motivos seguramente inconfesables que han guiado alguna que otra concreta decisión al respecto. Pero eso, me temo, ya es harina de otro costal…
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