bea crespo

¿Qué nos merecemos?

El foco ·

Pienso en el previsible repunte de los contagios de cara a enero y no entiendo que la mayor preocupación de estos días sea por cuánto tiempo y cómo se pueden suspender las medidas restrictivas para celebrar la Navidad

Domingo, 20 de diciembre 2020, 02:15

Hay muchas formas de procesar la muerte de un ser querido, de afrontar la sensación de vacío, pérdida, angustia y extrañeza que genera su desaparición. ... Hay muchas formas de cumplir los rituales del duelo, ese proceso por el cual superamos paulatinamente, y cada cual en mayor o menor grado, el sumidero emocional que provoca la muerte. No hay una receta mágica pero sí -y esto ocurre en todas las culturas- una necesidad de llevar a cabo ciertos actos colectivos y privados. El pasado 12 de abril hablé de esos rituales en este mismo espacio. Era cuando nuestros seres queridos morían aislados y solos, cuando no podíamos despedirnos de ellos, ni en el momento de la muerte ni después, cuando se prohibían los funerales y no se permitía llorar en compañía de otros deudos. En el momento en el que escribía aquel texto era incapaz de imaginarme qué nos deparaba el futuro.

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Y casi mejor así, porque hoy, 20 de diciembre, diez meses después, me espanto por nuestra impasibilidad y falta de empatía frente a las cifras de fallecidos diarios, ya sean 537 un día de noviembre o 325 un día de diciembre. ¿Cómo podemos haber normalizado tan rápidamente tanta pérdida y tanto dolor? ¿Cómo podemos preocuparnos más por la cantidad de comensales que pueden sentarse a nuestra mesa en la cena de Nochebuena que por las decenas de miles de personas afectadas por la pandemia? Me refiero con ello a familiares y amigos de fallecidos, rotos por la pérdida, al personal sanitario que sigue exponiendo su vida cada día en nuestros hospitales, a las personas que ahora mismo tienen a enfermos de covid-19 y otras patologías ingresados en UCI, a las familias en estado económico precario intentando sobrevivir. Mientras escribo estas palabras, pienso en los cientos que morirán cada día durante el periodo navideño y en el previsible repunte de los contagios de cara a enero, y no entiendo, sinceramente les digo que no entiendo, que la mayor preocupación de estos días sea por cuánto tiempo y cómo se pueden suspender las medidas restrictivas.

Pero mi intención no es aleccionar a nadie sobre sus decisiones en estas fechas, no porque crea eso de «que cada palo aguante su vela», sino porque sé que nada de lo que yo exprese aquí va a cambiar este siniestro panorama. Solamente pretendo incordiarles por un momento, apelar a su empatía, como apeló a la mía una pieza teatral que he visto recientemente en Madrid y que creo que debería programarse en todo el país. Se trata de 'I'm a survivor', un drama en un acto de la dramaturga y actriz María San Miguel. Llevó al escenario, dentro del Festival de Otoño de Madrid, esta pieza testimonial sobre la enfermedad y muerte de su padre y sobre el proceso de duelo que ella y su madre, María José Santos, que la acompaña en escena, están llevando a cabo. Bernardo murió el 29 de mayo de 2020. Llevaba enfermo de cáncer, con sus altos y bajos, dieciséis años. Había sobrevivido a tres cánceres. En abril había estado ingresado por coronavirus. Contra todo pronóstico, sobrevivió a la enfermedad, pero semanas después murió de una trombosis intestinal, generada por las secuelas de la covid-19.

San Miguel había presentado el proyecto 'I'm a survivor' a la convocatoria 'Confín' del Festival de Otoño cuando su padre todavía vivía e iba a ser una historia de supervivencia en la que él mismo participaría, de ahí el título. La muerte desbarató esta idea inicial, pero tal y como San Miguel transformó el proyecto, la idea de supervivencia sigue siendo fundamental: Bernardo se nos presenta como un superviviente infatigable y empecinado; su mujer y su hija lo son también a su manera. Las dos mujeres ocupan la escena, Bernardo lo hace a través de ellas, que lo invocan continuamente. Mediante los diálogos entre madre e hija nos asomamos a una larga historia de amor y cuidados, a esta pequeña familia de tres con un sentido del humor un poco negro y unas personalidades peleonas y obstinadas. Acompañamos a madre e hija en sus recuerdos joviales, sonreímos con ellas, y también nos angustiamos y sentimos su miedo: la llamada de María José a su hija para decirle que el padre está ingresado por coronavirus, el aislamiento durante semanas, la progresiva debilidad de Bernardo, la desesperación, la narración de la muerte. Asistimos así en directo al trabajo de duelo de las dos mujeres: el ritual del recuerdo y del dolor compartido, expresado con sus propias palabras, no con palabras prestadas, externalizado en el movimiento de sus cuerpos, en el espacio entre ellas que se acorta con un abrazo apretado, que se amplía con un pequeño desencuentro, que se vuelve a acortar compartiendo un vino.

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Hay un momento en el que María deja de ser la hija de Bernardo y María José. Casi al final de la obra, comienza a hablar en primera persona sobre qué significa trabajar en un hospital, día y noche, asistiendo a enfermos de covid-19. Al mismo tiempo, María José va vistiéndola con un EPI, la complicada impedimenta que una enfermera usa, si tiene suerte de contar con uno, durante todo su turno: el buzo, los guantes, la doble mascarilla, las gafas protectoras. María, ahora convertida en enfermera, monologa sin resuello sobre su vocación y las dificultades a las que se enfrenta, y en un momento nos achaca nuestra falta de empatía ante lo que ellas ven día sí, día también.

Ese proceso lento, delicado, de convertirse en enfermera, entraña un mensaje que no puede pasarnos desapercibido. María San Miguel se viste con la piel de la enfermera, se convierte en una de las muchas que cuidaron a su padre no sólo en sus últimos meses, también durante los dieciséis años de enfermedad. Con su desesperación y con su ternura la enfermera nos interpela y nos conmueve, hace que no nos olvidemos de ella, ni de Bernardo, ni de la hija que hay debajo del EPI, ni de la madre que la viste con sus manos cuidadosas.

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'I'm a survivor' es una obra delicada y de extraordinaria belleza, universal por su tratamiento del amor, de la muerte y del duelo, pero que al mismo tiempo nos ancla en el momento actual y nos recuerda la dimensión humana de los números que seguimos acumulando día tras día. Detrás de cada número hay un Bernardo y detrás de cada Bernardo hay una María y una María José. Si somos incapaces de sentir una mínima punzada de dolor al ver las cifras diarias de esta pandemia, si somos incapaces de imaginar el sufrimiento que hay detrás de cada número, no sé qué nos merecemos pero, indudablemente, nada bueno.

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