ILUSTRACIÓN: LAURA LIEDO

Escucharlos todos

El foco ·

Es imposible e indeseable construir un relato unívoco sobre nuestro pasado, pero sí es necesario concretar un mínimo de verdad compartida. Esa verdad pasa por la deslegitimación absoluta de todas las violencias

Sábado, 23 de octubre 2021, 23:55

Estos días hemos conmemorado el décimo aniversario del cese definitivo de la actividad armada de ETA. Políticos de todo signo han hecho declaraciones en los ... medios, algunas más afortunadas que otras, algunas más dolorosas que otras. Se ha defendido la memoria frente al olvido, la verdad histórica frente a la manipulación, se ha librado, de nuevo, la batalla por 'el relato'. Quienes conocen mis escritos sobre la violencia en Euskadi sabrán ya mi postura ante esta batalla: es imposible e indeseable construir un relato unívoco sobre nuestro pasado, pero sí es necesario concretar un mínimo de verdad compartida. Esa verdad pasa por la deslegitimación absoluta de todas las violencias: la de ETA, la de la 'kale borroka', la de los GAL y otros grupos paramilitares, la violencia de las fuerzas de seguridad del Estado y la tortura. Sé que algún lector dirá que el número de víctimas de los GAL es anecdótico comparado con las de ETA, que la violencia no fue la misma, que además ETA contaba con apoyo social en el País Vasco. Sí, todo eso es cierto, y aun así no reduce un ápice la responsabilidad del Estado de sufragar con fondos reservados su propia actividad terrorista y su ataque al Estado de Derecho. La violencia brutal de ETA tampoco justifica el uso sistemático de torturas o la violencia policial contra la ciudadanía. La deslegitimación de toda violencia, repito, debe ser el punto de partida para construir ese relato al que llevamos dando vueltas desde el 20 de octubre de 2011.

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¿Cómo se construye un relato histórico y memorístico fiel a lo sucedido en el pasado? ¿Debemos escuchar solo a los historiadores o son las voces de las víctimas más importantes? ¿Se puede construir ese relato desde las artes? ¿Tiene la imaginación una función aquí? ¿Es la memoria un recurso fiable? ¿Existe eso que llamamos memoria colectiva? La respuesta es demasiado compleja como para resolverla en una página, pero permítanme una reflexión sobre todos los ingredientes necesarios para aproximarnos al pasado.

Los relatos individuales sobre la violencia son múltiples y algunos, irreconciliables

El testimonio, hecho que consiste en dar fe de un suceso vivido o del que se ha sido testigo, hace pública una memoria privada. Como explicó Paul Ricoeur, el testimonio «constituye la estructura transicional fundamental entre la memoria (individual) y la historia». Con «historia» me refiero a la disciplina académica que estudia y reconstruye el pasado siguiendo unos códigos de objetividad más o menos estrictos. La historia se nutre, entre otras muchas fuentes, del testimonio de los supervivientes, aunque siempre se tomen con recelo debido a la fragilidad de la memoria, sobre todo en contextos de violencia y trauma.

Por otro lado, la conmemoración toma un hecho concreto del pasado, lo institucionaliza y fija su interpretación. Así, la memoria individual o bien se ve reflejada en esa conmemoración porque coincide ideológicamente con su aparato discursivo, o bien queda marginada si no se reconoce en él. Cuando hablamos de «memoria colectiva», ese término al que se le han dado tantas vueltas desde que Maurice Halbwachs escribió su obra en 1940, nos referimos no tanto a un grupo de personas que comparten una memoria o una versión de los hechos pasados, sino a un grupo de personas que comparten un discurso sobre el pasado. En la mayoría de los casos, es un discurso institucional, un discurso que se esgrime para precisamente unificar el sentimiento colectivo. Esta llamada «memoria colectiva» también se relaciona con lo que se ha venido a llamar «memoria cultural», que se entiende como la actividad creativa o artística del presente por la cual se reelabora y modifica continuamente el pasado (aquí podríamos incluir la literatura y el cine que en los últimos años ha tratado el tema de la violencia en Euskadi).

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Todas estas estrategias para interpretar el pasado y narrarlo (testimonio, conmemoración, historia, memoria pública, colectiva, o artística y cultural) no son intrínsecamente positivas ni negativas. Depende del uso que se hace de ellas. El peligro radica en la monopolización del relato del pasado por parte de cualquiera de estos tipos de discurso: tanto una memoria individual de la víctima o del testigo que se suponga representante de la única verdad por considerarse «historia viva» o por el hecho de «haber sufrido», como una historia que no cuente con esos testimonios por considerarlos memorias subjetivas, como un aparato conmemorativo institucional que tome control del discurso sobre el pasado para servir a fines políticos en el presente, como una interpretación subjetiva y artística que se interprete erróneamente como verdad histórica, todas y cualquiera de estas formas de encarar el pasado, si se hacen en exclusiva, abren la puerta a la manipulación del mismo y, por tanto, a la falsificación y, así, a la injusticia.

Hay veces que aquellos que claman el olvido de algunas cosas reclaman la memoria para otras

Estos días se ha hablado mucho del «deber de la memoria». Estando totalmente de acuerdo con este deber, hay que tener en cuenta que puede haber un interés por parte de quien lo defiende. Y que hay veces que aquellos mismos que claman el olvido de algunas cosas, reclaman la memoria para otras. No se puede reclamar el deber de la memoria para las víctimas del PSOE y al mismo tiempo obviar la implicación de José Luis Corcuera en el terrorismo de Estado, como se ha hecho recientemente. No se puede reclamar el deber de la memoria para las víctimas de los GAL y al mismo tiempo señalar, como Maddalen Iriarte hizo, que el daño causado por ETA «depende de cada relato» (en este sentido, habrá que ver el calado, a largo plazo, de las declaraciones de Arnaldo Otegi lamentando el dolor causado por ETA). Cuando escuchamos algunos argumentos en contra del olvido y a favor de «la obligación de recordar» deberíamos darnos cuenta de que, como defendía Tzvetan Todorov, lo que se nos pide es «la defensa de una particular selección de hechos que permita a sus protagonistas mantener su estatus de héroes, víctimas o ejemplos de una lección moral en oposición a cualquier otra selección que pueda darles papeles menos gratificantes».

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Hace unos días el hermano de una víctima de tortura policial me contaba que, después de pasar por Intxaurrondo, no volvió a ser el mismo. Aquí, en un pequeño pueblo de la sierra de Gredos desde donde escribo esta página, una vecina me contó que el hijo de un antiguo vecino murió asesinado en un atentado de ETA en Madrid. Los relatos individuales sobre la violencia son múltiples y algunos son irreconciliables. Y creo que es necesario asumirlo y aceptarlo. Tal vez nuestra única y difícil tarea es, por el momento, empezar a escucharlos todos.

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