El mal en nosotros
Los involucrados en guerras o genocidios no causan daño sólo como individuos sino como parte de una sociedad que ha permitido un proceso de degradación y deshumanización
En el ensayo 'Prisioneros de la historia' (Galaxia Gutenberg, 2021), el historiador Keith Lowe describe las atrocidades que la división Das Reich de las Waffen- ... SS cometió en el pueblo francés de Oradour-sur-Glane el 10 de junio de 1944. Las tropas de las SS congregaron a todo el pueblo en la plaza y separaron a los hombres de las mujeres y niños. A ellos los ametrallaron, remataron, cubrieron con paja y combustible y quemaron. Eran más de doscientos hombres. A las mujeres y los niños los encerraron en la iglesia del pueblo. Después de asegurarse de que todos los hombres estaban muertos, los soldados fueron a la iglesia y colocaron en el altar una caja de explosivos, salieron del edificio, sellaron las puertas y la hicieron explotar. Después, entraron para rematar a las mujeres y niños que habían quedado vivos. Durante las horas siguientes recorrieron el pueblo saqueándolo, buscando posibles supervivientes y quemando edificios. Este es el recuento de la destrucción: «Para cuando terminaron, las Waffen-SS habían incendiado 123 casas, cuatro escuelas, 22 almacenes, 26 talleres, 19 garajes, 40 graneros, 35 cobertizos agrícolas, 58 hangares y una estación de tranvía. Estas son las ruinas que quedan en la desierta localidad de Oradour-sur-Glane hoy en día. Amontonados sobre estas ruinas, tanto individualmente como en grandes grupos, estuvieron los cuerpos de 642 personas».
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Lowe narra estos acontecimientos y otros horrores de la Segunda Guerra Mundial con el propósito de analizar los monumentos que se erigieron después para conmemorar a los mártires, héroes, incluso en algunos casos perpetradores, o para asentar los principios de paz y no repetición. Las autoridades francesas decidieron dejar las ruinas de Oradour-sur-Glane tal cual quedaron tras la masacre de 1944, un recordatorio siniestro y sobrecogedor de la capacidad destructiva de la guerra y, más concretamente, del nazismo. Aunque Lowe también señala que hubo franceses colaboracionistas que contribuyeron a ese horror y esa destrucción, por mucho que a Francia le cueste reconocerlo. El análisis histórico de Lowe señala que ninguna nación tiene una visión objetiva sobre su pasado y, como defendía también Tzvetan Todorov, se tiende a ensalzar aquellas partes de la historia que destacan las virtudes propias y las faltas ajenas, dejando en segundo plano o haciendo desaparecer lo que nos hace menos loables.
Lowe no discute -no es el objetivo del ensayo- cómo se llegaron a cometer las atrocidades a las que se refiere, desde la masacre de Oradour-sur-Glane a Auschwitz, pasando por bombardeos devastadores como el de Hamburgo, las miles de mujeres convertidas en esclavas sexuales por las tropas japonesas en Corea o la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki. Tomando el ejemplo de Oradour-sur-Glane, ¿cómo entender la orden de colocar una caja llena de explosivos en el altar de una iglesia llena de mujeres y niños? ¿Podemos ponernos en la piel del soldado que pasa horas y horas asesinando a hombres indefensos? Es más fácil para nuestra conciencia ponernos en la piel de las víctimas porque imaginar ese nivel de maldad en nosotros mismos resulta inasumible. Y, sin embargo, cuando se reproducen estos ciclos de violencia extrema nos volvemos a hacer la misma pregunta: ¿cómo ha sido posible? Hannah Arendt lo intentó explicar a través del concepto de «banalidad del mal»: ese mal que no se piensa, que simplemente se ejecuta. El mal encarnado en el fiel cumplidor de la ley que no cuestiona. Podemos entender el análisis lúcido de Hannah Arendt. Y, sin embargo, ante las atrocidades que relata Lowe, que han relatado tantos y tantas antes, sigo musitando una palabra: inconcebible.
Para salir de la parálisis que produce esta palabra -inconcebible- me remito a otro ensayo, también publicado este otoño en Galaxia Gutenberg, 'Decir el mal', de Ana Carrasco Conde. Donde Lowe se asoma, Carrasco Conde bucea a pleno pulmón. La filósofa escribe en contra del tópico de que el mal es «indecible» o «inimaginable». Porque el mal, como demostró el engrasado aparato de destrucción nazi en los campos de concentración, se puede imaginar, planear, describir con palabras, y llevar a la acción, consumar. «No por impensable es imposible», señala la autora. Carrasco Conde hace un repaso exhaustivo de la tradición filosófica que ha tratado en profundidad el mal, desde Platón y Aristóteles hasta Hannah Arendt y Rita Segato. Con lucidez y claridad, dialoga con las tradiciones que han explicado el mal como esencia contraria al bien, como ignorancia o como obediencia, como disrupción de un orden superior o perfecto, como naturaleza oscura, como inevitable manifestación del egoísmo humano, como goce ante el sometimiento del otro. Y en este diálogo señala las limitaciones de cada explicación, unas limitaciones que se hacen más evidentes cuando se ponen ante el escrutinio de la víctima. ¿Va a aceptar la madre que ha visto cómo arrancaban de sus brazos a su hijo y lo introducían en una cámara de gas que el soldado simplemente cumplía órdenes, que no sabía, que la culpa la tiene una esencia que como humanos compartimos, que tal vez lo hizo por placer o por miedo? ¿Explica algo de esto el proceso que llevó a ese soldado a introducir a un bebé en una cámara de gas?
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Para Ana Carrasco Conde, la respuesta es buscar el mal no en las esencias o las explicaciones puntuales, sino en las dinámicas intersubjetivas que creamos en nuestras relaciones cotidianas. Quien da la orden de matar, quien imagina las formas de hacerlo, quien las lleva a cabo actúa dentro de una dinámica que no emerge de la nada. «Bien y mal no son puntos de partida. No son esencias trascendentes». En vez de pensar que el ser humano es malo por naturaleza o que es la sociedad la que nos empujar a obrar mal, Carrasco Conde propone pensar en «cómo está constituido el mundo para generar no sólo la posibilidad del mal, sino el ejercicio normalizado del mismo». Y aquí está la clave de este gran ensayo, en la llamada de atención sobre nuestros actos cotidianos y cómo normalizamos los que generan daño innecesario. Los agentes involucrados en las guerras, el genocidio, las violaciones masivas o el exilio forzado de comunidades no hacen el mal sólo como individuos sino como parte de una sociedad que ha permitido un proceso de degradación y deshumanización de sus futuras víctimas. En ese proceso entramos todos: los que señalamos, los que usamos las palabras que degradan, los que miramos hacia otro lado, los que ponemos nuestra imaginación e inteligencia al servicio del mal. Si observamos detenidamente nuestro presente veremos claros ejemplos de ello.
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