Su dilatada vida permitió a Joseph Ratzinger ser testigo de los principales acontecimientos que han marcado la historia de Europa y de la Iglesia católica ... durante casi un siglo. Tomó el nombre de Benedicto en honor a San Benito, patrón de nuestro continente. Y como algo más de siete siglos atrás se propuso hacer precisamente un monje de carisma benedictino, Celestino V, también renunció al papado.
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Fue acusado de 'eurocentrismo', pero el Papa Joseph Ratzinger tuvo siempre el convencimiento de que el devenir cultural y la 'nueva evangelización' de la Humanidad se continuaban disputando, en buena medida, en el tablero de las encrucijadas del Viejo Continente. Además, insistía Ratzinger, la identidad europea se fue gestando en la cultura difundida hace mil años en los monasterios, que conservaron el legado grecolatino y generaron sinergias entre sus grandes sabios y la naciente civilización cristiana.
Su imagen de hombre duro e intransigente se fue diluyendo rápidamente cuando, tras la muerte de Juan Pablo II, se puso al frente de la Iglesia católica. No obstante, aquellos teólogos que fueron amonestados por él, durante los más de veinte años que estuvo al frente del ex Santo Oficio, también reconocieron que Ratzinger nunca abandonó su rigor intelectual a la hora de emitir sus juicios.
De la lectura detenida de sus instrucciones sobre la Teología de la Liberación, publicadas en 1984 y 1986, puede deducirse que, en realidad, básicamente solo se mostró crítico con la excesiva influencia que el marxismo tuvo sobre ella. Fue la caída del Muro de Berlín, y no el cardenal Ratzinger, la principal responsable de la decadencia de la Teología de la Liberación.
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Fue un entusiasta del 'espíritu de renovación' del Concilio Vaticano II (1962-1965), pero quedó horrorizado, al igual por ejemplo que algunos filósofos marxistas alemanes, con la revolución cultural de Mayo del 68 y los desmanes que produjo en la vida académica. Temió que la Iglesia, en su proceso de recepción e interpretación del Concilio, también quedara trastocada por corrientes ideológicas similares.
Nunca aspiró a suceder a su amigo Juan Pablo II, a pesar de lo que algunos quisieron hacer creer. Nada más ser elegido Papa, el teólogo español Olegario González de Cardedal divulgó una carta de Ratzinger, escrita unos meses antes de morir el polaco, en la que le confesaba su deseo de abandonar pronto y definitivamente la Curia vaticana; a fin de reestablecerse para siempre en Alemania y dedicarse de pleno a la investigación teológica.
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Estoy convencido de que en realidad Ratzinger nunca aspiró a ser más que un profesor de Teología. Por lo tanto, tuvo que disfrutar de verdad durante los últimos años de su vida, retirado de toda actividad pública casi como un monje y centrado únicamente en la oración y el estudio.
Puede ser que influenciado por la antropología pesimista de Agustín de Hipona, Ratzinger mantuvo una posición muy crítica respecto a la evolución de la cultura actual; sobre todo en la medida en que un mundo 'líquido' en valores podía quedar inexorablemente sometido a lo que él llamaba «dictadura del relativismo». Absolutizar el relativismo conduce sin remedio al «totalitarismo», advirtió una y otra vez.
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En línea con estos principios, en la discusión académica que sostuvo en 2004 con el filósofo Jürgen Habermas propugnaba el reconocimiento y la puesta en valor de principios «prepolíticos», inspirados en la ley natural, que protegieran la dignidad humana; ya que el aparato normativo y los mecanismos electorales de las democracias liberales no podían siempre garantizarla.
La prensa más anticlerical y laicista de Europa reconocía, por ejemplo, tras la lectura de su encíclica 'Deus caritas est', la potencia intelectual del Papa Ratzinger y su capacidad para tratar de tú a los grandes filósofos de la historia. Nadie ha dudado tampoco de su honestidad intelectual. Durante décadas, fue un puente necesario, veremos si irreemplazable, entre la civilización cristiana y el mundo moderno y, en particular, el ámbito académico. «No actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios», recordaba en su discurso en Ratisbona.
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He pasado algunas de las mejores horas de mi vida leyendo y profundizando en el pensamiento de Ratzinger. Justo en el momento de su muerte, yo releía en un autobús las páginas antológicas de la introducción a su libro 'Jesús de Nazaret', publicado en 2007. En ellas fijaba serios límites al método histórico-crítico y a las conclusiones que sobre él se han establecido, durante los últimos tiempos, en la investigación sobre el nazareno. Estos párrafos, como otros muchos de su ingente obra, han hecho correr regueros de tinta.
En 2011, en el contexto de la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ), tuve oportunidad de estrechar su mano en el monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Su mano rugosa me evocó en ese mismo instante las de mis parientes mayores. A ellos y a personajes ejemplares como Joseph Ratzinger debemos la transmisión de la fe.
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