A punto de cumplirse un mes de la explosión de grisú en la mina de la localidad asturiana de Degaña que mató a cinco operarios, ... la celebración hoy del Día de la Seguridad y Salud Laboral contribuye a situar en primer plano la persistencia de los accidentes en el trabajo. Una realidad que, en el peor de los casos, siega vidas y destroza familias. Y provoca también, y de manera cotidiana, lesiones, dolor físico y psicológico, incapacidad y sufrimiento. 27 trabajadores murieron en 2024 en Euskadi y otros siete en lo que va de año. Cada día se registran 110 siniestros que causan baja. Año tras año, expertos y sindicatos llaman la atención sobre los sectores con mayor siniestralidad -construcción, transporte y almacenamiento e industria manufacturera- y las causas más habituales de fallecimiento: de forma destacada, infartos y derrames cerebrales, además de atrapamientos, aplastamientos y caídas de altura.
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En periodos de incertidumbre económica y preocupación por el futuro colectivo y personal, la conservación del puesto de trabajo se convierte en objetivo primordial. En demasiadas ocasiones, a cambio de precarización, largas jornadas, renuncias de derechos o flexibilización de las obligaciones de formación por parte de empresas y empleados. Pero avanzamos en el siglo XXI y el empleo digno pasa por la calidad que le confieren una retribución justa y la máxima seguridad posible. Conseguirlo exige compromiso empresarial a la hora de invertir en ergonomía, ventilación, revisión de maquinaria o capacitación de los trabajadores, para su actividad y para la autoprotección; y no solo porque todo ello favorece la salud de las plantillas, sino porque da brillo a la reputación de las compañías y mejora la percepción de sus clientes.
Los responsables políticos e institucionales, por su parte, tienen ante sí la tarea de actualizar una normativa que, en el caso de la Ley de Prevención de Riesgos Laborales, data de 1995. Y que está concebida sobre todo para peligros físicos cuando hay todo un abanico de afecciones psicológicas que dañan, estigmatizan y son difíciles de acreditar como enfermedad profesional. Un campo en el que los afectados no encuentran la asistencia debida en las mutuas. Una correcta atención a dolencias que pasan por comunes pero derivan de una actividad mal desarrollada, a supuestos de acoso o a una desconexión digital no garantizada puede plantar cara al absentismo.
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