Un hombre dice que la literatura ha muerto. Que ya no estremece, dice, opina. Luego, el mismo día, otro dice que los seres humanos ya ... no somos fuertes. Que antes sí lo éramos, pero que ahora ya no. Otro dice que, bueno, cualquier cosa. Ya sabes: se dicen miles de cosas así cada minuto. ¿Cómo no vamos a relativizar todo lo que oímos? Si no relativizáramos, estaríamos locos. Hemos llegado a un momento en el que casi se puede afirmar una cosa o la contraria en función de si te duele la cabeza, o no, ese día.
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Por ejemplo, del rey jubilado, se puede decir casi cualquier cosa está visto. Se ha dicho de todo, hace nada. Aunque ¿queda algo por decir? No lo sé. Seguramente sí, claro. A menudo se oye a los líderes y jefes de todo tipo decir que la transparencia es muy buena. Hay que arrojar transparencia, dijo García Egea poco antes de que lo arrojaran a él a la opacidad. Pero tenía razón: era lo que tenía que decir en ese momento. A ver, tíos, quiero más transparencia. Más, más.
Pero, entonces, ¿de cuánta transparencia estamos hablando? Y esa es, al final, la cuestión. Porque de toda no será, digo yo. Es como lo de la igualdad ante la ley. ¿De cuánta estamos hablando? Sería difícil decirlo con exactitud, lo entiendo. Pero, al cien por cien no llega, ¿no? Nos gusta inventar palabras así: transparencia, igualdad. Nos llenamos la cabeza con ellas. Y como nunca alcanzan el cien por cien, siempre andamos ansiosos y descontentos. Los humanos. Hay que ver la que hemos montado con el lenguaje.
De todas formas, dejando a un lado lo de la transparencia y lo de la igualdad ante la ley, que eso ya lo entiende cada uno a su manera, las monarquías europeas, la de Holanda, la de Suecia, la nuestra, todas esas humildes imitadoras de la monarquía y realeza de Inglaterra, ¿no empiezan ya a oler un poco a rancio? Lo digo en serio, piénsalo tú misma. Antes representaban el poder político, el dinero, el lujo, la belleza, los vestidos, las joyas. La corte era eso. Y la chusma plebeya siempre ha mirado hacia arriba intentando ver algo, una diadema de diamantes, el fulgor de un vestido maravilloso, esas fantasías. Pero ahora los verdaderos portadores del glamour, la belleza y el lujo son otros. Salvo, tal vez, en Inglaterra, y solo en una parte.
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A mí cada vez me resulta más imposible, si es que también hay grados en la imposibilidad, entender que a las actuales familias reales de Europa les merezca la pena seguir representando el papelón secundario, sin texto y ya, aceptémoslo, un poco ridículo que representan en las sociedades de hoy en día. Harán sus cálculos, claro. Eso será.
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