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Joserra Calvo Valpuesta (57) lleva anudada a la muñeca derecha una pulsera con un sello de plata donde se lee «Vive bien que as de morir». A la frase, que aparece en el escudo de la casa palacio de los Zaldívar, en Valpuesta (cuna escondida del castellano y del euskera), el enólogo de la bodega Gorka Izagirre le ha otorgado un nuevo y sabio sentido: «Bebe bien, que has de morir». O, como dijo el tuerto: «la vida es demasiado corta para beber vino malo». Lo mejor de todo es que, gracias a su oficio, Joserra Calvo elabora hoy en Larrabetzu los vinos que siempre hubiera deseado beber. Un lujo.
Dirección Barrio Legina s/n Larrabetzu (Bizkaia)
Calvo es, junto a personajes como el erudito José Luis Lejonagoitia o a Juan Ramón Muguruza (jefe del servicio agrícola de la Diputación de Bizkaia), «memoria histórica» del txakoli. Con él aprendo que las laderas de los alrededores de Bilbao, cuando apenas era poco más que Atxuri y el Casco Viejo (que crecía en torno a las calles Somera, Artecalle y Tendería), estaban tapizadas de viñas. Como Deusto, Abando y Artxanda. O Santutxu, Bolueta y Begoña. «A los de Begoña, todavía hoy, les llaman matsorris. Mats, es uva en euskera y Begoña, en aquella época, un viñedo», me explica Joserra. «Lo mismo que Portugalete, que era todo viña. ¿Y sabe por qué les llaman jarrilleros a los de Portu? Por las jarras de arcilla en que se escanciaba el txakoli. Y los vasos de poteador, los de culo grueso, no eran otra cosa que una manera de aprovechar los excedentes de un recipiente que se empleó para colocar velas durante una visita real», señala Calvo.
Así que buena parte de Bizkaia era un gigantesco viñedo. «De vino tinto, de txakoli beltza», apunta acto seguido, variedad hoy minoritaria (aunque en auge) que trepaba por las laderas que había abierto el Ibaizabal en el corazón de la tierra. «Eran tintos de baja graduación alcohólica, con una acidez importante, con una capacidad de guarda y vida considerable que se criaban en barricas viejas de castaño, madera más abundante que la de roble, destinada a otros usos. Una rama de laurel, el branque, colocada en el tejado de los txakolis indicaba que esa casa tenía vino para vender. Hasta que no se acababa, no se ponían nuevos branques. De hecho, las ramas de laurel formaban una especie de sendero para los iniciados en el txakoli. No sacaban el primer txakoli, que vendimiarían por El Pilar (12 de octubre), hasta el Domingo de Pascua, coincidiendo con las primeras fresas. La temporada duraba hasta finales de mayo. Lo criaban mejor que nosotros. Sabían más que nosotros. En 1765, por ejemplo, ya hacían aforos y cataban los vinos. En el Consejo Regulador no se ha inventado nada», bromea el enólogo que estuvo 8 años como vicepresidente. «El txakoli fue, y es, el gran tesoro de Bilbao y de Bizkaia», subraya Calvo.
Un tesoro que, además de alegría, alimento y jolgorio, dejaba sus buenas perras en las arcas locales y en las bolsas de taberneros y negociantes. Y si pensaban que lo del proteccionismo de Trump era cosa de nuestros días, anoten que, en las Ordenanzas de la Villa de Bilbao, ya en ¡1399! se prohibía la venta de vinos foráneos hasta que no quedase una gota del txakoli propio para llenar aquellas jarras de barro con babero esmaltado.
Detrás de tan concluyente mandato asoma la mano de la poderosa Cofradía de San Antón Nascianceno, un auténtico poder fáctico sustentado en los apellidos de los nobles (o Parientes Mallores) propietarios de tierras. Los Butrón, Abendaño, Lezama, Mújica, Leguizamón, Zurbaran, Arbolancha o Salazar, que cobraban sus buenas rentas de campesinos y txakolineros.
Si algún contrabandista o matutero se atrevía a desafiar la ley, en la Villa tampoco se andaban con chiquitas. El brazo ejecutor quemaba las embarcaciones donde hubieran llegado por la Ría las pipas o bocoyes con morapio ajeno, sacrificaban a las bestias que hubieran acarreado los pellejos y arrestaban con gran alboroto a los infractores pues se establecía «pena de cadena» para escarmentar a los traficantes. Poca broma. Las medidas, con mayor o menor rigor y con añadidos y correcciones mercantiles y políticas, se aplicaron hasta bien entrado el siglo XIX.
Claro, que en los txakolis (o chacolines) no todo era libar. Para estar 'biembebido' hay que estar bien comido. Almorzaban «guisado de carne de Epifanía Larrañaga en el Txakoli Lorente; patitas de cordero en el de Trauco; las manitas de Isabel Añabeitia en Arteche; las asaduras con verduras de Larrazabal, las carnes de Patacón seleccionadas por los matarifes del vecino matadero, las sartas de chorizo de Andresa Gaztelu en Gazteluiturri y el arroz con leche de Celeminchu». Son citas sacadas de la obra de Lejoganoitia. Como ven, nada nuevo bajo el sol.
«Yo llego a esto por culpa de mi tío Tomás Zárraga», me explica Calvo mientras descorcha un Ilun. «Toda la familia participaba en la vendimia, que hacíamos en un día, con mi tío. A los niños nos dejaban beber un vaso de mosto a cada uno. Jugábamos en la prensa, bebíamos el mosto que rezumaba. Era una fiesta. Cuando mi aita y Tomás bajaban a Villabuena a comprar unas cántaras donde Julián Mendoza, me llevaban. Yo les veía que bajaban a probar aquel vino maravilloso al lagar y que subían con otra cara. 'Me estoy perdiendo algo', pensaba. Algo importante estaba pasando y yo quería formar parte de aquella épica», recuerda.
De vendimia en vendimia, acabó estudiando en la Escuela de Enología de Laguardia. «Cuando mi tío, un ingeniero electrónico muy formado que trabajó en Alemania, cayó enfermo yo le eché una mano con las viñas de Aretxondo. Y me di cuenta de que me gustaba. Entonces hacíamos txakoli blanco, tinto y rosado en su finca de Mungia», suspira. (Luego me contará que se arrancó aquel viñedo que estaba tan a desmano, y que, por prevención sentimental, jamás ha regresado a aquel paraje mágico).
Joserra Calvo dice que siempre tuvo claro que si en el Norte de Europa hacían vinos blancos y ligeros en madera «que mejoran con el tiempo. ¿Por qué no íbamos a poder hacerlo nosotros'», se pregunta. «Un día apareció Gorka Izagirre y le conté mis locuras... que a él le parecieron cosas lógicas. Nos juntamos dos locos. Ahora tenemos 65 depósitos donde vinificamos cada parcela por separado. Estamos en un punto del mapa impresionante: podemos pasarnos la vida bebiendo vinos de 300 kilómetros a la redonda hasta aburrirnos. En estas 19 vendimias en Gorka Izagirre he aprendido que no puedo parar de dar pedales. Una de las cosas más bonitas de las viñas es que son plantas muy longevas, que te regalan un montón de vivencias: cuándo y con quién las plantaste, el primer vino que te dieron. La viña es sobre todo recuerdos, anécdotas, vivencias. Y en el vino, el 99% de los recuerdos son alegres», dice.
«¿El futuro del txakoli? El tamaño de las bodegas de Bizkaia nos permite mantenernos al margen de las modas del vino; poseemos variedades adaptadas que no tiene nadie en el mundo. Tenemos una calidad reconocida, un clima y una identidad, un carácter que no debemos perder. Que alguien se sirva una copa de Gorka Izagirre huela el txakoli, lo pruebe y diga: 'estoy en Bizkaia'».
La bodega de Gorka Izagirre, que ahora comandan su hijo Bertol y el enólogo Joserra Calvo, supuso una de las primeras apuestas por acercar a la modernidad un vino histórico. Calvo ha acometido ya 19 vendimias para Izagirre asentando etiquetas como Ama, G22, Zura o el tinto Ilun en parámetros que sintonizan con los gustos del siglo XXI. Su txakoli 42 ( 'fortxu', ahí hay una historia) by Eneko Atxa 2015 fue elegido en 2019 como Mejor Blanco del Mundo en el Concurso Mundial de Bruselas.
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