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Los hermanos Mónica, Juan y Elena González Iturrioz, junto a la puerta de entrada a La Viña del Ensanche con dos clásicos, jamón Joselito y Jeroboam (3 l) de Viña Ardanza.
Los hermanos Mónica, Juan y Elena González Iturrioz, junto a la puerta de entrada a La Viña del Ensanche con dos clásicos, jamón Joselito y Jeroboam (3 l) de Viña Ardanza. MAIKA SALGUERO
Jantour

El céntrico restaurante bilbaíno que atiende a más de mil personas al día

A dos años de festejar su centenario, La Viña del Ensanche custodia señas de identidad referenciales: Joselito, Cariñena y bonito

Viernes, 24 de enero 2025

Eran noruegos. Un trozo de la tripulación de un gasero que celebraba por todo lo alto en La Viña del Ensanche su recalada en Bilbao. A punto de bajar la persiana, uno de ellos, que por presencia y arrestos debía ser el piloto, le pidió a Juan Bautista González Iturrioz (51) que cantara. Ante su tajante negativa, le solicitó entonces que le bajara uno de los jamones Joselito colgados encima de la barra. «No son horas», se excusó el hostelero. «Te doy 100 euros». «No». «200». «Que no». «300». «Espere, que voy a por la escalera», se ríe todavía hoy uno de los tres hermanos propietarios de este local que, en julio de 2027, cumplirá cien años.

«Tuve que pedirle a Íñigo, el de la hamburguesería Florida, que me ayudara a atenderles. Entre el jamón y las botellas de whisky que se tomaron los noruegos, aquella fue la mesa que más dinero ha gastado en toda la historia de La Viña del Ensanche», establece Juan, memoria viva de las tres generaciones de hosteleros que han regentado este local de la calle Diputación. A punto de festejar un siglo, las historias vividas en La Viña del Ensanche darían para escribir un grueso volumen. Juan me rescata otra. De forasteros también. «Era un ruso que había estado en La Viña y le gustó tanto nuestro embutido ibérico que llamó para que le llevara al hotel (entonces se llamaba Dómine) cuatro jamones, cuatro lomos, cuatro chorizos y cuatro salchichones. El hombre me recibió en la habitación, en albornoz. En fin. Le entregué la mercancía, sacó una tarjeta y le cobré con el datáfono», dice Juan con un brillo de sorpresa aún en la mirada.

Foto de familia de una buena parte de los 36 trabajadores que trabajan en La Viña del Ensanche entre camareros, cocineros y personal de limpieza y con los tres hermanos González Iturrioz al frente. M. S.

Son, diríamos, excepciones memorables en el devenir de una casa con 36 trabajadores en plantilla que, cualquier día, atiende a entre 1.500 y 2.000 clientes («3.000 un fin de semana») capaces de dar buena cuenta un día de diciembre de veinte jamones cortados en lonchas.

«En el año 1946, Bautista, mi abuelo, deshuesaba quince jamones diarios. Le enseñó ese arte un encargado salmantino, Clemente Pérez. Para 1950 se consumían ya cien jamones Joselito a la semana. El récord se estableció el día de Nochebuena de 1958. Se vendieron 72 jamones cortados con una máquina Berkel de manivela. La Viña es el local donde más jamones vendía Joselito. Mi padre, 7.000 al año», dice Juan trayendo a primer plano la memoria de su padre José Ramón, estudiante con los jesuitas de Estella, licenciado en Ciencias Químicas en Francia y Bélgica.

Bautista González, el fundador (con chaleco) con perniles ibéricos y clientes en La Viña. La Viña del Ensanche

«Fue un buen gestor; dejaba hacer. El único día que mi padre trabajó en la barra fue cuando el Athletic ganó la Copa del 84. Era muy de morro fino, con estilo. Nos repetía 'dad siempre bueno y no os equivocaréis nunca'. Hoy seguimos ese mismo consejo: poco, pero bueno. Tenemos una carta corta y no hacemos grandes cambios», resume Juan González. En casi cien años, viene a decir, han cambiado de cara, pero nunca de alma. En una calle (tan bulliciosa que, en ocasiones, no puede ni darse un paso) que está «bendecida» en su opinión.

Hay jornadas en que atienden a 2.000 personas en La Viña donde mantienen clásicos como el Cariñena y el pincho de bonito en escabeche. M. S.

Aconsejo a cualquiera que se pase un día a mediodía por el local para ver a un equipo de profesionales en acción. Asistirán a un zafarrancho de combate: sirven cafés por cientos, decenas de vinos por copas, cervezas (cada vez más), tostas y bocadillitos de paletilla que un camarero corta como si no hubiera un mañana, raciones de la pizarra, servido todo sobre una barra de madera noble de elondo (madera de la Guinea, como se decía entonces) tallada de un único árbol. No hay descanso para los veladores, con el mármol original de 1927, y las mesas y sillas (de la reforma de 1950) tampoco conceden un momento de tregua, tal es la demanda. El espectáculo es inolvidable y debería servir de clase práctica en las escuelas de Hostelería. «Y todo en plato pequeño. Nos fijamos en Roberto Briones, del Estoril», reconoce Juanba, con sus hermanas Elena y Mónica, al frente de un local que plantea una reforma para remodelar espacios, «no para trabajar más, sino para trabajar mejor», suspira Juan Bautista González Iturrioz.

El mármol de los veladores es el original (1927), y las paredes se cubren de postales viajeras. M. S.

En La Viña hay clásicos que forman parte de la enciclopedia sentimental de bilbaínos y vizcaínos (estaban al lado del Conservatorio y, un día al año, los vecinos de la provincia venían a pagar la contribución en el edificio foral). Uno: el pincho de bonito en escabeche, con salsa catalana y pimentón, inventado por la familia para salvar con un bocado los ayunos y abstinencias cuaresmales. Convertido en un clásico al margen de la liturgia, los veteranos acompañan el bonito de Marmar con un vaso de Cariñena. En realidad, explica Juan González, una mistela dulce. «En una ocasión vino una representación de la DOP Cariñena. Querían saber qué pasaba en Bilbao para que tantos vascos de viaje pararan en Cariñena buscando vino dulce. Les explicamos que es una mistela de esa zona. Desde mi abuelo (que compró toda la producción de un tipo de vasos, miles y miles, que rebotaban en el suelo) mantenemos la discreción sobre su origen. Llegamos a un acuerdo y podemos seguir usando el nombre Cariñena a cambio de que mostremos un cartel en el escaparate». El amable reconstituyente se sirve, desde el principio, en botella esmerilada y fresquito, a 13º justos. Pequeños detalles así sostienen la leyenda de locales con identidad, tradiciones y costumbres. Conviene respetarlos, visitarlos y saludarlos porque cada vez quedan menos, engullidos por franquicias y cuartas y quintas gamas.

Dentro del marco rojo, de izquierda a derecha , explica Juan González Iturrioz, aparecen: «La abuela Flora Echarri, mi tía Begoña González, mi abuelo Bautista González y el niño encorbatado es mi padre Jose Ramón González». La Viña del Ensanche

El edificio de La Viña fue adquirido por el abuelo Emilio (de Matallana de Torío, León), un indiano al que años después ayudó su hermano Bautista, que había trabajado en el Café Martí de La Habana. Primero fue ultramarinos, luego se especializó en vino y chacinas: su búsqueda les hizo contactar con el abuelo de José Gómez (hoy 5 ª generación). Ahora usan muchos más cortes y hasta con la cabezada ibérica fresca preparan un plato: 720 minutos a baja temperatura y con salsa de miel y mostaza.

«Entonces los médicos recetaban jamón», recuerda Juanba. Uno de esos perniles llegó por valija diplomática (con la intermediación del cliente y embajador Fernando María de Castiella) hasta el mismísimo Vaticano donde lo cató un convaleciente Pío XII. En este transatlántico del Ensanche conservan ritos y costumbres. Cambiar de CVNE a Viña Alberdi fue «casi un divorcio», dice Juan. «Hoy debemos ser el local que más Viña Alberdi vende» (en el mundo).

Y si se fijan en las paredes las verán llenas de postales con sello y matasellos. Aún hoy las entregan a clientes y forasteros para que las devuelvan franqueadas (si les apetece) en un viaje de ida y vuelta.

La Viña del Ensanche

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