El rastreador de viñedos perdidos que embotella paisajes
Un surfero educado en Bilbao y Oxford que vive en un monasterio jerónimo
Nacido en Irún (1962), en Beraun, República del Bidasoa. Traspasado por la pasión del surf, Telmo Rodríguez, uno de los hombres que ha revolucionado el mundo del vino en España, estudió en una ikastola de Irún y, luego, en Oxford. Creció rodeado de artistas. Se matriculó en Biológicas en Leioa, «navegaba en el Marítimo y me hice amigo de Las Vulpes; mi refugio era el Museo de Bellas Artes y, con los jubilados, veía los enfrentamientos entre policías y obreros de Euskalduna desde el parque». Pero su gran aprendizaje fue una inmersión en el mundo de la cultura y el vino en Burdeos, Ródano...
Telmo Rodríguez Hernandorena es como uno de esos genios que conceden deseos cuando el caminante se los encuentra en las veredas. Solo hay que saber quitar el corcho. Hombre oceánico, de formación renacentista, creció y vive en Labastida, en la Granja Nuestra Señora de Remelluri, el antiguo monasterio jerónimo de Toloño, del siglo XVI, con viñas, lagares rupestres y necrópolis con los restos de 300 guerreros de la Reconquista. Surfero, navegante, aventurero, educado en Oxford y Burdeos, fundador con Pablo Eguzkiza en 1994 de la Compañía de Vinos Telmo Rodríguez y del Club Matador, responsable del redescubrimiento de viñedos originales y perdidos, desde el Bibei a La Axarquía malagueña, Telmo es un verso suelto con los pies en el suelo. Tenía cinco años cuando llegó aquí por primera vez, en una caravana. La familia vivió nueve años sin luz ni calefacción y bajaban a San Vicente de la Sonsierra a la Panadería Parra en un carro tirado por mulas, como una troupe de bohemios arropados con mantas. Un estilo.
A la charla, que mantenemos a la sombra, en el jardín de Remelluri, asaeteados por los agudísimos trinos de collalbas y totovías, se asoma a menudo la figura de Jaime Rodríguez Salís, el padre de Telmo, desaparecido hace pocas semanas, con 94 años. Es imposible entender a Telmo sin conocer la figura de Jaime Rodríguez Salís, presidente de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, arqueólogo aficionado, constructor del golf de Fuenterrabía y un bohemio capaz de viajar a mediados de los años 50 hasta el Cabo Norte en Vespa acompañado de una guitarra... y marcharse luego caminando a Roma. «Fue un aventurero, el primer hippie de Irún... Pero siempre me decía que su aventura más bonita fue siempre emprender. La aventura más potente es innovar», apunta el viñador.
«De niño, me despertaban las mulas que venían a labrar a Remelluri. Labastida era entonces la Edad Media »
«Remelluri»
Telmo Rodríguez era un crío cuando llegó por vez primera a Remelluri, por entonces un paraje desolado. Tenía cinco años cuando su padre compró la propiedad medio abandonada, enganchó una caravana prestada al Land Rover del Golf de Fuenterrabía y se presentó con la familia en aquella tierra de frontera. «Lo que más me impresionó fue que las mulas que venían a labrar Remelluri nos despertaban al amanecer, al pasar junto a la casa. Yo he conocido aquí ese mundo medieval porque Labastida era entonces la Edad Media. Este es un viñedo muy alto, muy de invierno... pasábamos mucho frío, dormíamos envueltos en mantas, sin calefacción ni luz... Mi padre hacía churros para animarnos. Recuerdo que la uva entraba tan fría a la bodega que no fermentaba y había que hacer fuegos con sarmientos junto a los tinos para que arrancara la fermentación...».
Aquella vida salvaje, el idilio temprano y eterno con la mar, la primera ikastola medio ilegal de Irún y el instituto, dieron paso a Oxford. «Llegué a Inglaterra con 15 años. Al volver, me matriculé en Biología, en Leioa... ¿Que si hice el herbario? Claro. Recuerdo que me faltaba un insecto y pegué un coche, un VW escarabajo que me encontré en una calle de Algorta. Me suspendieron... Fui muy mal estudiante. Iba a Mundaka a coger olas. Pasaba muchas horas en el Museo de Bellas Artes y conocí el País Vasco más duro... Pasaba horas con los jubilados viendo cómo se pegaban los policías y los trabajadores del astillero Euskalduna. Me atraía la ría y los Altos Hornos. Iba a las botaduras de barcos, me movía por La Palanca, bailaba en la discoteca La Jaula, navegaba en el Marítimo, pero me hice amigo de Las Vulpes... Soy una persona muy intuitiva. Fue entonces cuando decidí ir a Burdeos, a aprender del mundo del vino».
«Aprendí en bodegas de Burdeos, pero no me interesaba nada el lujo de las marcas. Me fui a vivir con Eloi Dürrbach, un 'gentilhomme' del Sur del Ródano, un sabio»
«Tres años junto a Eloi Dürrbach»
El viticultor (100 puntos Parker para esas 1.500 botellas de Las Beatas 2015 que brota en una pequeña y vetusta viña aterrazada de Labastida, 0,8 hectáreas, que le compró a Fortunín), asegura, sin embargo, que no le interesaba «ni la idea de marca, ni ese éxito del lujo de hoy en día».
Así que declina la oferta para trabajar en Château Margaux, el mítico primer gran crudo, y se marcha a trabajar con la familia Prats y tres años, codo con codo, con Eloi Dürrbach, viticultor de titánicos trabajos que plantó con sus propias manos 15 hectáreas de viñedos en el Domaine de Trévallon, al Sur del Ródano. «Eloi Dürrbach es un 'gentilhomme', un vividor que proviene de una familia de artistas -la madre, Jacqueline, tejió un tapiz para Picasso, con ese dinero compraron la propiedad-, y responsable de un vino raro, increíble, el Trévallon. Vendimiábamos juntos, pero el viernes nos íbamos a un buen restaurante y me abría grandes botellas, Borgoñas, vinos del Ródano...». Eso es pura educación sentimental.
«Pasamos años recorriendo esos viejos caminos. Así conocí Arrebatacapas, en Cebreros, donde ahora hacemos vino»
«Recorrer con mi padre las cañadas reales»
De nuevo nos visita la figura del padre, Jaime. Telmo y él recorrieron durante años en un viejo todoterreno las cañadas reales españolas, descubriendo paisajes de fábula con idea de escribir un libro sobre viñedos olvidados. «Mi padre tenía esa mirada de recuperar sitios (que tanto le ha servido a Telmo con los viñedos de la Compañía: 355 parcelas y 43 variedades autóctonas de viñedo). Cuando ellos llegan a Remelluri se dan cuenta de que es un lugar especial. Plantaron árboles, prohibieron los herbicidas y los pesticidas, nos íbamos con Nemesio, el pastor, a buscar lagares rupestres y las cuevas de los eremitas. Se implicaron con la tierra desde el respeto más absoluto. Pienso que hoy tenemos lo que nos merecemos por haber abandonado el campo», cabecea mientras acaricia a Spoon, su perra fox terrier, y la vista y la memoria se escapan a ese deteriorado paisaje riojano, colonizado por el feísmo de las torres de alta tensión, los galpones y las naves. «Remelluri iba a contracorriente. Hemos pasado 50 años plantando árboles y un jardín en vez de hacer naves. Pero, ya se sabe, solo los peces muertos van a favor de la corriente», sonríe.
Remelluri es una academia aristotélica del conocimiento, transversal, abierta y libre: hoy le visita su buen amigo, el arquitecto Diego Garteiz, que firmó Lanzaga, su bodega enterrada en Lantziego, y un brasileño con ancestros en Ribera. Por aquí han pasado Oteiza y Barrenetxea, Atxaga y Mentxu Gal, Mikel Laboa y el añorado arqueólogo marino Manu Izaguirre, su amigo Miquel Barceló... El pintor Vicente Ameztoy pasó largas temporadas decorando la capilla del siglo VII de Remelluri. Telmo posó como modelo para San Ginés, patrono de escribanos. «Busco héroes, personas que se han negado a abandonar estos viñedos mágicos. Hacer un buen vino cuesta siete veces más que hacer uno industrial, pero se vende 20 veces más caro. Se puede vivir bien de la viticultura. Y eso quiero transmitir a los jóvenes. No hay nada más radical que ser viticultor en Madrid».
«Los jóvenes van a luchar por estos lugares y les van a dar luz»
Telmo Rodríguez es optimista. El confinamiento (que la familia vivió en Remelluri) le ha servido para comprender que se pasaba media vida en aviones, viajando «para vender cuatro botellas de vino». «He tomado conciencia de una manera brutal de lo importante que es consumir bien y apoyar al buen productor, al que hace buen pan o buen queso. Hay que ser consciente de que hay que consumir bien y apoyar al bueno. Hoy decides más consumiendo que votando», remarca. Sobre la base de que España «somos un país complejo e interesante», Telmo avanza que una nueva generación de viticultores jóvenes, conscientes del valor de su tierra, «va a luchar por estos lugares y les van a dar luz». Él ya asesora y colabora con cinco jóvenes de Labastida, que destinarán cinco de sus mejores viñas a producir cinco vinos singulares, fuera de norma.