Cuando la montaña convierte tu vida en una aventura
Explorador del mundo vertical
Juanjo San Sebastián nació en Bilbao hace 66 años. Quería ser obrero o leñador, pero recién cumplidos los 14 ya trabajaba en una caja de ahorros. Descubrió pronto su pasión por la montaña, a la que regresó tras un periodo de lucha contra el franquismo que le llevó a la cárcel. Mientras llegaba a techos como el K2 y el Makalu y participaba en los rodajes de 'Al filo de lo imposible', se iba transformando en la persona que es, igual de indómito pero más descreído. Perdió por congelaciones siete dedos y ha escrito varios libros: 'Cuando la luna cambie', 'Cita con la cumbre' y 'Cuánto es mucho tiempo'.
Sucedió durante un paseo por el monte. Juanjo San Sebastián, entonces muy niño, se giró y le soltó a su padre: «Yo quiero ser astronauta». Lo ha sido a su manera. Se ha dejado guiar por esa estrella que marcó el camino a tantos exploradores y ha pisado cumbres en el Himalaya, ha salido vivo de escaladas en las que no había vuelta atrás, ha escrito libros sin los siete dedos que le amputó el frío, ha gritado sin poder oírse sepultado en hielo por una avalancha y ha descubierto que la montaña tiene cuerpo y, sobre todo, alma. Aquella mañana en el monte, tras escuchar que el chaval quería viajar a la Luna, su padre le contestó: «Tú eres aventurero». Acertó. Juanjo San Sebastián, que ya ha cumplido 66 años, ha hecho de su vida una aventura en cimas y paredes donde nunca se pisa tierra firme. «Me gusta llegar hasta mi límite. ¿Dónde está? Vamos a probar... Ahí es cuando tiemblas. Ahí está el placer, en atreverse, más allá de si lo consigues».
Nunca se sabe dónde está la llave para abrir fronteras. Juanjo San Sebastián la encontró en una chocolatina. Era un niño inquieto, «algo indómito», del gris y opresivo Bilbao de los años sesenta. Con aquellos dulces de Nestlé venían unos cromos para rellenar un álbum. «Se llamaba 'La Conquista de los Andes del Perú 1961'. Era sobre la primera expedición española a aquellas montañas del copón, nevadas, en las que se mató uno de los alpinistas», recuerda. Aún siente el escalofrío y la atracción de aquella visión inicial del riesgo. «Cambiaba cromos con los amigos. Para conseguir los más difíciles había que ir a Nestlé, que estaba, creo, en la calle Espartero». Luego llegaron el primer viaje al Aitzgorri, al Gorbea... las acampadas de verano con la parroquia. Así fue el comienzo del camino, de una aventura que aún dura.
«Los sueños -como escribe en 'Cuánto es mucho tiempo'- sucedían entre el mediodía de los sábados y la tarde de los domingos». El resto de la semana era solo trabajo. Con 14 años ya era botones en una caja de ahorros. Destinado a una vida ordenada, segura y monótona. O no. A Myriam García Pascual, amiga fallecida en la montaña, le gustaba decir que había «nacido pájaro». Con alas para volar. Eso sentía aquel adolescente rebelde que soñaba con una revolución capaz de doblar los barrotes del franquismo. Poco a poco fue sacando viejos dogmas de su mochila, la aligeró y cogió vuelo. Su vida estaba más arriba, más allá, en la montaña.
«Tenía 11 años y esa montaña quedaba muy lejos. La noche anterior a subir por primera vez no pude dormir de la emoción»
«El inicio en el Gorbea»
«Nací en el momento perfecto. Mi generación no fue pionera, pero sí es la más privilegiada de la historia de la Humanidad. No conocimos la guerra. Y tampoco la precariedad laboral. Nuestra vida ha sido infinitamente mejor que la de los que han venido detrás. Vamos a una sociedad más deshumanizada. Me ha tocado vivir la época dorada de la Humanidad», asegura. Edmund Hillary pisó por primera vez el Everest en 1953, dos años antes del nacimiento de Juanjo. «Cuando yo fui en los años ochenta, esas montañas ya habían sido escaladas. Pero estabas allí solo. La soledad y el riesgo tienen que ver con la aventura y los valores más puros del alpinismo». El hilo de conexión con el resto del mundo eran las cartas que llegaban cada veinte días. «Los teléfonos satélite lo cambiaron todo. Hoy puedes estar allí y saber lo que ha hecho tu hijo a diario en la escuela», compara.
No se reconoce en el alpinismo actual. «Cuando yo empecé, la sociedad pensaba que escalar era absurdo, inútil, que era ponerse en riesgo para nada. Una locura de tarados. Me daba igual lo que pensaran. Era la vida que quería vivir. Entonces no había grupos de rescate. Estaba dispuesto a comerme con patatas todo lo que me sucediera», subraya. La «incertidumbre» forma parte de la aventura. «El alpinismo es hijo de la exploración. Vas a descubrir tus límites. La satisfacción de enfrentarte a tantas incógnitas».
«Fui con los que un año después iban a subir al Everest, con Zabaleta. Y fue mágico. Me abrió el deseo de más expediciones»
«Los Andes del Perú»
Y al riesgo, a la muerte. «A mí siempre me ha gustado marchar, pero también volver. Me encanta vivir en la ciudad, aunque necesitaba ir a sitios que me ponían a prueba, que me generaban miedos», insiste. Sus vacaciones perfectas eran «un poco de frío, un poco de hambre y un poco de miedo». O mucho. Al principio se sentía inmortal. El K2 le hizo ver su fragilidad. Allí puso su vida en riesgo para rescatar a Atxo Apellániz. Volver a por él era un suicidio. Juanjo, al borde del agotamiento, lo hizo. Era su amigo, las manos que tantas veces le habían sostenido en el vacío al otro lado de la cuerda. Apellániz falleció días después en la tienda del campo II. Hasta entonces, la muerte era algo ajeno que solo podía llegarles a los demás. Aquella vez rozó la piel de Juanjo. La esquivó por poco y pudo continuar su aventura.
«La vida de verdad es la que se vive con emociones. Necesito eso que a veces pone en riesgo mi integridad física. Hay que plantearse objetivos que te hagan temblar porque no sabes si los vas a superar. Son las cosas que me mantienen vivo», asegura. El paso del tiempo le fue transformando. Dejó de mirar tan arriba. En cierto modo, se hartó del Himalaya. Aprendió que la aventura no estaba en buscar una cumbre, sino en darle sentido a su existencia. Seguía queriendo que le sucedieron cosas y rastreó otros escenarios, alejados de la masificación creciente en las cimas más mediáticas.
«Por una ruta japonesa que solo se había hecho una vez. Mi primera experiencia en un ochomil resultó fascinante»
«La cara oeste del K2»
Volvió a los Andes que habían inspirado aquella colección de cromos iniciática, surcó ríos canadienses en canoa, se hizo piloto de aviones ultraligeros... Siguió volando. También, claro, por sus montañas. «Tienen belleza física, dificultad técnica, envergadura y altitud... y tienen historia. A algunas vas por ese pasado que guardan. Como la cara norte del Eiger, en los Alpes. Es una pared tétrica, sombría, pero con una historia fascinante».
Juanjo ya se ha jubilado del trabajo, pero no de su vocación. «Miro la lista de escaladas que quería hacer y no he hecho y me salen cientos. No siento pena. Al revés. He sido ambicioso y esos sueños me han servido para estar vivo. La expediciones empiezan cuando sueñas con esa aventura, cuando lees quiénes subieron por primera vez, sus vidas, cómo lo hicieron. Soñar es estar vivo. Luego se trata de luchar por esos sueños», propone. La edad, que es creciente, y el físico, menguante, le han obligado a limitar sus aventuras, que no a olvidarlas. «No queda más remedio. Cuando me planteo escaladas, lo hago en función del nivel físico que tengo, sin pensar en el que tuve», asume. La estrella que le marca el camino sigue brillando. Se imaginó de astronauta y, a su manera, ha pisado la Luna.
«No sé si hoy volvería a ser montañero»
«Creo que si naciera ahora la montaña me atraería menos. Para mí los héroes eran gente como Hillary, que tenían que ver con el alpinismo épico. Personajes como Amundsen y Scott, Magallanes y Elcano. No sé si hoy volvería a ser montañero». Juanjo San Sebastián siente que no cuadra con la versión actual del alpinismo, más centrada casi en batir un récord atlético. «Que corran, que corran», bromea. Se echa las manos a la cabeza al ver las colas para subir al Everest. Pero la aventura sigue y seguirá ahí. «Para mí estaría en los viajes, en moverse lento por el mundo, aislado, sin mandar fotografías o correos electrónicos a casa. La aventura tiene que ver con el aislamiento, con la soledad». Y, en su opinión, «está ligada a los fracasos, que tanto enseñan». Se trata, defiende, de «ir a un sitio que te pueda dar sorpresas y donde no haya nadie para ayudarte».