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El vino con los Eguren Cendoya

El vino con los Eguren Cendoya

LAS UVAS DEL ÉXITO. La de 1946 fue una añada que el Consejo Regulador de Rioja (que se había constituido legalmente un año antes) calificó de «normal». Traducido: fue un fiasco. Por aquella época se plantaba más cereal en Rioja Alavesa que viñedo y apenas se producían ocho millones de litros. Hoy, se superan los cien

Jorge Barbó e iñaki andrés (fotografía)

Martes, 23 de noviembre 2021

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Si a aquel mozo que vendía vino a granel en su motocarro le llegan a decir que llegaría hasta aquí, que sería el dueño y señor de una bodega que exporta a medio mundo, seguramente, incrédulo, se habría partido de risa. La historia de Vitorino y la de su familia, los Eguren Cendoya, es la de tantísimas otras estirpes de vinateros de Rioja Alavesa: la de un éxito sudado a tinto. Ellos sólo conocen el verbo currar, en todos los tiempos verbales: Vitorino curró a destajo de jovenzano, curra cuando ya tendría que estar jubilado y currará hasta que le quede un suspiro. Ycuando falte espera, desea, reza por que sus hijas, sus nietos sigan en un negocio que levantó a pulso.

Ahí está él repantigado en el sillón, con su visera bien calada y el jersey anudado al cuello, un poco 'à la manière' donostiarra. Está posando para el móvil de Yuxi Sun, la mujer que hace que el mercado asiático se pimple sus vinos como el agua. Verán esa foto en China, la de ese riojanico de ochenta y muchísimos años, la de ese tipo recio de campo que, a pesar de haberlo conseguido todo, nunca ha dejado de olvidarse de cuando no tenía casi nada. Verán a un labriego anciano, de mirada noble, campechanísimo él y brindarán a su salud. En la etiqueta les contarán que Eguren Ugarte es un vino de familia y una descripción algo pomposa pretenderá llevar al que descorcha la botella a más de 8.959 kilómetros –kilómetro arriba, kilómetro abajo es la distancia que separa Páganos de Pekin– hasta lo más hondo del corazón de Rioja Alavesa. Lo que no podrán conocer, no tienen forma de saber, es de dónde vino este hombre y esta tierra.

La de Vitorino Eguren (San Vicente de la Sonsierra, 1934), la de toda su familia, no deja de ser la historia de toda Rioja Alavesa, la de la profundísima evolución que ha vivido en las últimas décadas esta tierra, una espectacular transformación enraizada en el trabajo y el sacrificio. Aquí se han sucedido las vendimias a corquete, sudor y tinto. Aquí –aunque alguno se haya olvidado ya demasiado pronto: amnesia de nuevo rico, le llaman– se ha pasado hambre y se ha padecido una tremendísima necesidad que en sólo unas décadas ha mutado en una enorme prosperidad ganada a pulso. De la mula cargada de uva hasta doblarle el espinazo al animalico al tractor. Y del tractor al avión, con esos comerciales vendiendo vino, el mismo tempranillo que Jean Pineau enseñó a elaborar allá por 1858, por medio mundo.

De la mula al tractor, Rioja Alavesa ha experimientado un enorme cambio

Aquí está Vitorino Eguren, hijo de Vitorino, nieto de Amancio y bisnieto de Trifón, que comenzó distribuyendo el vino de las viñas familiares en bicicleta entre los soldados de Araca al acabar la mili. En aquella época, en plenos años 50, los precios eran bajísimos: el vino se pagaba a dos pesetas el litro. Muchos mozos de su edad optaron por largarse a Vitoria y a Mondragón, con la promesa de ganarse el cuscurro en la gran industria que empezaba a despegar. Él no. Más tenaz que tozudo, jamás dudó de que aquí, en su tierra, en su pueblo había futuro. Sudó tempranillo para pagar una bicicleta y después un motocarro. Prosperó y pudo comprar un 'dos caballos', que todavía conserva (con la ITV al día, por cierto). Yde ahí pasó a montar tascas por Vitoria a troche y moche. «En la primera, para no gastar, mi madre y yo dormíamos en la propia lonja, que calentábamos con los sarmientos que llevaba yo mismo del viñedo», recuerda el dueño y señor de las bodegas Eguren Ugarte de Páganos.

Galería. El matrimonio Eguren Cendoya con Tito, su jovencísimo tasquero, en el bar que abrieron en la calle Gorbea en 1960.

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Galería. El matrimonio Eguren Cendoya con Tito, su jovencísimo tasquero, en el bar que abrieron en la calle Gorbea en 1960.

«¿Ves todo eso? Pues es todo nuestro», asegura Vitorino, dirigiendo el dedo índice a un espeso mar de viñas, 130 hectáreas de viñedo, que se extiende a los pies de sus modernas bodegas, de silueta imponente, exportadoras a medio mundo. «Lo hemos levantado todo a pulso, sin bancos», apunta, henchido de orgullo. Porque sí, él pertenece a una generación que concede una importancia capital a vivir libre de deudas, que cree en el valor de la palabra por encima de todo y que está convencido de que el verdadero mérito no es haber amasado un pequeño imperio, sino haberlo levantado con esfuerzo. Él, como tantos abuelos del vino de por aquí, no nació con una cuchara de plata en la boca: más bien con un currusco de pan mojado en tinto.

EL VINO

  • 23 pesetas la cántara se pagaban en el 46. Hoy, cien veces más: 15,33 € (2.550).

La expansión internacional

La suya, la de todos, decíamos, es una historia de éxito, conseguida con un olfato, innato y finísimo, para el «business», uno de esos que no se aprenden en ninguna escuela de negocios. «Mi mujer Mercedes (Cendoya) y yo nos hemos sacrificado mucho para conseguirlo», insiste el hombre. No se olvida jamás de aquellas largas jornadas de trabajo escardando en los trigales, compartiendo arroz de un puchero con el abuelo y bebiendo de una bota de vino fabricada «con un gato muerto». No se olvida, no se olvidará jamás de aquel trago de vino recio que le dieron para encontrar el coraje que necesitaba con el que sacar a las mozas casaderas a bailar y de cuando, como tantísimos otros de su generación, acarició la idea de meterse a cura porque el panorama no daba para más. Vitorino no se olvida de dónde viene y está empeñado en que sus hijos y sus nietos lo sepan.

La historia de la bodega de los Eguren está íntimamente ligada a la de su familia. Vitorino partió peras con su hermano y, a finales de los 80, tras la 'belle èpoque' de la zona (fue en los 70 cuando llegó el gran capital vizcaíno y guipuzcoano a la zona), le tocó reinventarse y levantar un negocio casi, casi desde cero. Entonces ya tuvo el olfato necesario para llegar a la conclusión de que el panorama que se avecinaba iba a requerir de estar acompañado de enólogos, de buenos comerciales, porque para aquel entonces, hacer descorchar sus botellas en el mercado internacional empezaba a ser apremiante. Se largó a Alemania a vender sin saber ni una palabra de alemán. Y a Rusia. Y a donde hizo falta. Sus hijas, Asun y Mercedes –«ingenieras las dos y el hijo, que vive en Canarias, es arquitecto», presume, henchidísimo de orgullo–, fueron tomando poco a poco las riendas del negocio, siempre con Vitorino revisando, pendiente, encima, a ratos de cerca, a ratos a una distancia prudente. Porque siempre conviene estar pendiente de los vástagos, no vaya a ser que la cepa se haga demasiado frondosa hasta volverse ingobernable. O, a lo peor, llegue a secarse. «Ya se sabe lo que dice el dicho: el abuelo lo hace, el hijo lo mantiene y el nieto lo vende», suelta Vitorino.

Hoy sale un fin de semana soleado, uno de esos de otoño que saben a verano. La bodega está a rebosar a la hora del vermú. Se despachan vinos y un tipo con una guitarra versiona canciones de ayer y de antes de ayer. La familia Eguren fue una de las que primero entendió por estos pagos que parte, buena parte del 'business', tenía que pasar sí o sí por no sólo cuidar de la vid, recogerla y sacarle hasta la última gota. También había que enseñar al forastero cómo se obra ese pequeño milagro, también había que hacer todo lo posible para que el personal se animara, para dar valor al producto.

Los Eguren Cendoya hicieron santo y seña de esa hospitalidad suya, tan apabullante como sincera. Vitorino, ese CEO con taninos y barro entre las uñas de los dedos (a pesar de los achaques, él acude casi a diario al campo y a la huerta), es la cara visible de la bodega. Se sienta con los visitantes, brinda con ellos, les anima a sacar otra ronda y les cuenta sus batallitas. Tanto da que esos guiris con un Hublot reluciente en la muñeca que se acaban de bajar de un Tesla no entiendan a Vitorino. Tanto da porque él es el perfecto anfitrión.

«Aquí hemos trabajado y nos hemos sacrificado mucho para tener todo esto»

Se hace la hora de comer y en ese txoko familiar abigarrado, repleto de recuerdos familiares, Mercedes Cendoya, callada matriarca, discretísima ella, se dedica a limpiar bien las parrillas, quemándolas al rojo, para preparar unas chuletillas al sarmiento. «Hemos trabajado mucho, mucho, muchísimo», suspira ella, acostumbrada a que sea él, Vitorino el del buen vino, el afable riojano, el que se lleve el mérito de todo lo que ha logrado la familia. Ni ella, ni él, ni siquiera las hijas y muy probablemente tampoco los nietos sean muy conscientes de todo lo conseguido, de cómo un labriego logró que allá lejos, tan lejos que de chaval ni siquiera supiera muy bien dónde colocar la China en el mapa, un ejecutivo de Pekín se pimple su vino.

EL TESORO

La primera botella: de la garrafa a la etiqueta de diseño

Diseñadores gráficos y equipos de marketing se estrujan las meninges cada añada para esbozar una etiqueta sugerente, a la altura del vino. Entre todas las referencias de la bodega de los Eguren Ugarte, ellos guardan como oro en paño esta modestísima, etiquetada como vino de mesa, y que calculan que se embotelló en 1966. No aparece registrada la fecha. Para la familia esta botella simboliza de dónde vienen: fue la primera que embotellaron, de forma manual, metiendo el corcho en una máquina a manivela y con un porrazo. Fue el propio Vitorino Eguren quien la diseñó, con el honestísimo nombre de 'Jugo de Viña'. Ni más ni menos, sin ínfulas, igual que esta tierra.

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