Los Perros
Podías verlos en los arrabales de las ciudades, en los arroyos donde desaguan las termas y en las escombreras, husmeando entre los desechos, eligiendo una ... monda o un cuscurro de pan duro para llevarse a la boca, retirándose a dormir al crepúsculo bajo el abrigo de una higuera, en la única compañía de una vara de acebuche y un manto a medio descoser. Eran jóvenes, viejos, barbudos y calvos, incluso mujeres, pero su aparente diversidad quedaba condensada en un retrato único: el del filósofo altivo y estatuario, a salvo de las convenciones del vulgo, que rechaza las componendas de la mayoría de los ciudadanos para retirarse, con la inocencia y la ferocidad del animal, allí donde los hombres no se atreven a vivir. Por esto eran llamados los Perros: como perros recorrían el ágora y los callejones, se alimentaban de desperdicios, mordían y se apareaban en las esquinas, aullaban al anochecer.
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Tal vez el más conocido sea Diógenes, el de Sínope, porque habrás visto multitud de cuadros suyos donde camina con un candil en el puño, la desnudez apenas paliada por una túnica que se le frunce en el pecho, o aparece en el interior de una barrica que le servía de vivienda. Diógenes usaba poco de la palabra porque esa no es competencia de los animales, pero en las raras ocasiones en que alguien se paraba a oírle podía entender que despreciaba los lujos de la civilización y la vida muelle de quienes han rechazado la espontaneidad de las cosas naturales: por ello es fama que caminaba descalzo, aun en invierno, hacía sus deposiciones en los porches y bebía agua de las fuentes con la única ayuda de una concha, que luego tiró. Y sin embargo (y esto me ha sido referido por personas a las que no sé si dar crédito), dicen que una vez se le vio detenerse de golpe frente al portal de una casa de donde salía música de flauta, y seguir extasiado la melodía con la cabeza, o sentarse a apreciar a hurtadillas las pinturas del pórtico norte, donde está recogida la entera campaña de Troya y el destino funesto de tantos héroes; dicen, también, que presa de un arrebato irresistible se introducía de noche en la biblioteca del museo para leer a la luz del aceite versos que le llenaban de lágrimas, y que luego, arrepentido, trataba de purgar su vergüenza ladrando de nuevo en los cruces de los caminos.
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