Irène y Frédéric, en su laboratorio en 1935. E. C.

Tu madre no lo dice, pero me mira mal

Frédéric e Irène Joliot-Curie. Pese a la desconfianza inicial, unieron sus apellidos y sus vidas y juntos ganaron el Nobel

Iratxe Bernal

Viernes, 7 de febrero 2025, 17:31

Tu madre no lo dice, no, pero me mira mal». De haber conocido la canción seguro que Frédéric Joliot se habría quedado con ganas de ... tararearla cada vez que llegaba al laboratorio de las Curie, Marie e Irène. Era brillante y había demostrado un gran tesón, pero a la científica polaco-francesa le daba miedo que fuera un arribista. Temía que quisiera aprovecharse de un apellido que ya sumaba tres Nobel y, sobre todo, que no le diera su sitio a su hija. Y ella sabía que Irene Curie ocuparía uno destacadísimo en la historia de ciencia.

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No era amor de madre. O no sólo. La joven era sobresaliente, responsable y comprometida. «Una niña tranquila y brava», como la describió su hermana, con una cabeza prodigiosa para las matemáticas y la física que el doctor Curie, abuelo totalmente dedicado a las pequeñas, terminó de amueblar con sus ideas socialistas. Para pulir ese diamante en bruto, Marie se unió a otros científicos e intelectuales en la creación de una exclusivísima cooperativa de extraescolares para sus propios hijos: diez niños y niñas que un día hacían experimentos de física con ella, otro estudiaban química en casa de Jean Perrin o matemáticas en la de Paul Langevin y el siguiente hablaban de arte con Jean Magrou.

Enfermera de guerra

Al estallar la Primera Guerra Mundia, con apenas 17 años y recién matriculada en La Sorbona, Irène no dudó en hacer un curso de enfermería y seguir a su madre al frente mostrando a los médicos cómo utilizar los aparatos de Rayos X para localizar la metralla. Después madre e hija se separaron para abarcar más terreno, así que cumplió los 18 en Bélgica, sola, de hospital en hospital, enseñando a otras enfermeras a hacer radiografías. Terminada la contienda volvió a las aulas y, tras doctorarse con honores, fue nombrada ayudante de Marie en el recién inaugurado Instituto del Radio.

Allí estaba cuando en 1926 llegó Frédéric. El dicharachero, acicalado y seductor Frédéric. Licenciado en Física, era un declarado admirador de los Curie, especialmente de Pierre, y venía recomendado por Langevin. Marie tuvo tan claro su fichaje que hasta pidió al Ejército que lo licenciaran antes de tiempo y de inmediato le puso a trabajar bajo la supervisión de Irène. La introvertida, descuidada y sosa Irène.

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En el laboratorio ella tenía fama de distante. Había veces que ni daba los buenos días. Pero donde los demás veían frialdad o incluso soberbia, Frédéric descubrió una envidiable capacidad de abstracción que le enamoró. Ahí nació la preocupación de Marie, que no creía fructífera tal disparidad de caracteres.

Ella quería para su hija un matrimonio parecido al suyo. Alguien con quien Irene pudiera trabajar codo con codo, en total igualdad, como lo hicieron ella y Pierre desde que un amigo común imaginó que aquel par de frikis estaba hecho a la medida. Aquello fue en 1894 y sólo un año después la pareja contrajo matrimonio. Juntos descubrieron el radio y el polonio y juntos ganaron en 1903 el Nobel de Física. Juntos porque él quiso que así fuera y por eso no dudó en exigir a la academia sueca que diera a su mujer otro reconocimiento por la misma investigación. Y era esa decencia lo que Marie temía echar de menos en su yerno. Tanto, que empezó a tramar cómo su laboratorio podía librarse de la ley que convertía a los maridos en administradores de los bienes de sus esposas.

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También es cierto que para entonces Marie estaba muy desengañada. Con la prematura muerte de Pierre, en 1906, no sólo había perdido a un cariñoso compañero de vida y trabajo; también a su valedor. Le dieron la cátedra que él ocupaba en la Sorbona, pero, cinco años después, cuando tuvo un romance con el casado Langevin, vio cómo colegas que le habían mostrado admiración restaban importancia a sus investigaciones y nombramientos académicos que parecían llevar su nombre eran otorgados a otros. Incluso los suecos, en otro pequeño desprecio, llegaron a pedirle que no acudiera a recoger su segundo Nobel, el de Química de 1911.

Con Frédéric sus temores duraron poco. Se desvanecieron cuando los jóvenes anunciaron la insólita decisión de unir sus apellidos. Los Joliot-Curie trabajaron juntos y juntos descubrieron la radiación artificial, un hallazgo que esta vez no hubo que reinvindicar para ninguno de los dos y que en 1935 supuso el cuarto y quinto Nobel de la saga.

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