Claude Debussy. Una de sus imágenes más célebres, tomada en su madurez.

Los colores de Claude Debussy

El músico francés, de cuya muerte se cumple un siglo, compuso una obra repleta de sensualidad y sutileza

Sábado, 24 de marzo 2018

En su cuento ‘En agosto nos vemos’, García Márquez relata cómo una niña mulata canta una versión del ‘Claro de luna’. Más adelante, la protagonista, que se llama nada casualmente Ana Magdalena Bach, comenta con un hombre a quien acaba de conocer «la audacia de convertir en bolero una pieza sagrada de Debussy». Un melómano como el Nobel colombiano da con la clave: esa obra es sencillamente sagrada. Tanto que habría servido por sí sola para elevar a su autor a la categoría de grande de la música. Pero Debussy, de cuya muerte se cumplirán mañana cien años, escribió muchas más y es su catálogo al completo lo que lo ha situado en el Olimpo.

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Debussy fue amigo de poetas y pintores, amante de lo exótico y de gustos refinados. Todo ello está en su música y muchos de esos rasgos aparecen en su biografía desde una etapa bien temprana. Nacido en Saint-Germain-en-Laye, el 22 de agosto de 1862, creció en el seno de una familia que, aunque no se podía permitir grandes lujos, sí disfrutaba con la cultura. Por eso, el pequeño Claude era asiduo visitante de museos, acudía con una cierta frecuencia a conciertos y óperas y con solo ocho años recibió sus primeras lecciones de piano de una de sus tías. Con diez ingresó en el Conservatorio de París, donde siguió una trayectoria muy irregular: buena en solfeo y acompañamiento, más bien mediocre al menos en la primera etapa en piano y mala sin paliativos en armonía. Claro que en esta última materia el problema quizá no era suyo, sino de su profesor, incapaz de apreciar que su alumno no era torpe sino audaz.

Con 21 años, y al segundo intento, ganó el premio Roma, que incluía una estancia de 36 meses en Villa Médicis. Solo estuvo algo más de un año en la capital italiana y el resumen de su actividad es sencillo: produjo poco pero se extasió contemplando el arte clásico, leyendo a Dante, Verlaine y Mallarmé y escuchando música de Palestrina. Es la época de los deslumbramientos, el período en el que conoce la música de Wagner, con un viaje iniciático a Bayreuth incluido, y a los rusos, de Rimski-Korsakov a Borodin, pasando por Chaikovski, con quien comparte mecenas. En efecto, durante unos meses trabaja como músico en la casa de Nadezha von Meck, una viuda muy rica enamorada de la obra del autor de ‘El lago de los cisnes’.

El salto que dio en el lenguaje del piano solo es comparable al de Chopin

A partir de los últimos años del siglo XIX, adquirida ya una cierta fama, pone música a numerosos poetas: Gautier, Leconte de Lisle, Lamartine, Musset y muchos más. En la Exposición Internacional de 1889, y en los puestos instalados en el Campo de Marte para la interpretación de músicas entonces denominadas ‘exóticas’, conoce los ritmos orientales y queda maravillado por lo que escucha, por el color y la sutileza de muchas piezas. El asombro mayor lo siente al pasar por el teatrillo en el que se ofrece música andaluza.

El resultado es un puñado de piezas relacionadas con España desde su mismo título. En realidad, esa influencia había comenzado antes, porque su primera obra, de 1879, está escrita para voz y piano y se titula ‘Madrid’. Pero es con ‘Iberia’, la segunda parte del ciclo ‘Images’, donde alcanza su punto culminante.

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Granada en una postal

Lo curioso es que la admiración por la música española le llega a Debussy de segunda mano. La escucha en aquel puesto de la Exposición Universal y luego habla de ella con Falla, cuya obra le es familiar. Pero el compositor francés no conoce el folclore español en su contexto. De hecho, solo cruzó la frontera una vez para estar unas pocas horas en San Sebastián, invitado a una corrida de toros. La inspiración andaluza de alguno de sus títulos más célebres deriva de algo tan banal como una tarjeta. Es el caso de ‘La puerta del vino’, de los ‘Preludios’: la postal se la había enviado Falla.

Debussy es considerado la figura fundacional del impresionismo musical, pese a que siempre renegó de ese término. Su genio consiste en haber tomado elementos de la naturaleza y de folclores lejanos, algo ajeno a lo que se hacía entonces en los grandes centros musicales de Europa, para llevar el romanticismo hasta un punto de disolución, abriendo paso a las vanguardias que dibujarían el siglo XX. Lo hizo sobre todo en sus obras para piano, en las que construye un lenguaje melódico que supone un salto solo comparable al de Chopin. Hay algunos críticos, incluso, que consideran que el ‘Claro de luna’, fechado en 1890, es a todos los efectos la obra que abre para la música el siglo XX.

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El pasado 18 de febrero, en su discurso de ingreso como académico de honor en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Joaquín Achúcarro hablaba de la innovación introducida por los impresionistas, con Debussy a la cabeza. «Provocó que el honrado aficionado a la música y asistente a conciertos y estrenos, se encontrara de pronto como un viajero que, al cruzar una frontera, descubre un país cuya lengua no comprende y tiene que aprender, y que tiene costumbres muy distintas a las que él conoce», explicó, para añadir a continuación: «Fueron sonoridades nuevas y, claro está, atacadas, denostadas, ridiculizadas».

Esas sonoridades están presentes en ese ‘Claro de luna’ hoy más popular que la sonata del mismo título de Beethoven –¿y cuántos pueden compararse con ventaja con el compositor de Bonn?–, y aparecen de la misma forma en ‘Estampes’, ‘Préludes’, ‘La mer’, ‘Images’, la ópera ‘Pelléas et Mélisande’ y ese extraño e inclasificable ‘Martirio de San Sebastián’. En todas se aprecia una sutil sensualidad, un aroma a veces exótico y una paleta de color de enorme riqueza aunque siempre alejada de los tonos más fuertes.

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La influencia de la música de Debussy es enorme. Está en otros compositores franceses hasta pasada la mitad del siglo XX, y se encuentra también en el jazz y en un grupo de autores de bandas sonoras para el cine. Él mismo hizo versiones para piano de obras orquestales, y viceversa. Las mejores de sus obras son tan buenas que resisten las adaptaciones más insólitas.

Murió el 25 de marzo de 1918, víctima de un cáncer de colon. Al contrario que la mayoría de sus colegas había viajado poco y siempre a la fuerza, no ocupó cargo alguno, no tenía discípulos y el único detalle llamativo de su biografía está en las rupturas sentimentales. Sus biógrafos hablan de un puñado de mujeres importantes en su vida y de algún sonado escándalo por adulterio: Emma von Meck, Marie Vasnier, Thérèse Roger, Gabrielle Dupont, Rosalie Texier y Emma Bardac son sus nombres. A su muerte dejó una hija que apenas lo sobrevivió un año a causa de la difteria, y una música inmortal y sagrada. Palabra de Nobel.

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