Pisa y el derecho a la educación

A nuestros hijos les tocará competir en progresivas condiciones con 7.500 millones de personas cada vez más formadas y con mayores recursos tecnológicos

Mikel Mancisidor

Sábado, 31 de diciembre 2016, 01:07

Se me propone reflexionar sobre los resultados de un informe PISA que han creado en nuestra sociedad un importante revuelo. Lo hago en el marco ... de una serie de artículos y precedido por destacados expertos que han dicho mucho y bueno.

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Como miembro del Comité de Naciones Unidas encargado del seguimiento del Derecho Humano a la Educación en 164 países, me ha tocado estudiar la situación en diversos países, desde Marruecos hasta Chile, analizando las políticas educativas de los mejores de PISA y las de aquellos cuyo Derecho a la Educación es aplastado por bombas o fanatismos.

Son en muchos casos realidades muy distintas a la nuestra, otras no tanto, pero intentaré extraer algunas conclusiones que resulten extrapolables. De modo que les ruego que me sigan aun cuando parezca que los primeros párrafos nos llevan demasiado lejos: mi intención es terminar trayéndoles a hoy y aquí.

El Derecho Humano a la Educación tiene un contenido normativo y un carácter jurídico vinculante que se va construyendo durante 70 años. En la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 el contenido mínimo quedaba fijado en la universalidad y gratuidad de la educación primaria; el acceso progresivamente generalizado y basado únicamente en la capacidades para el resto de niveles; y en todo caso con igualdad de género y definiendo la educación como la que tiene por fin el desarrollo y el entendimiento entre las personas y la paz.

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Posteriormente se van sumando diversos tratados (por lo tanto vinculantes) que suman nuevos contenidos al citado derecho: los derechos del niño, el principio de no discriminación, el criterio de equidad, las necesidades de las personas con discapacidad, la libertad de padres y madres de elegir la educación, la libertad en la enseñanza, la mejora de la condición de los maestros, la educación de adultos, la limitación de las medidas disciplinarias, la diversidad lingüística y cultural, etc...

La comunidad internacional decidió en el año 2000 centrarse en el contenido más básico comprometiéndose, en los Objetivos de Desarrollo del Milenio, a «asegurar la Enseñanza Primaria Universal para 2015». Era un objetivo ambicioso que no se ha cumplido en su integridad, pero se ha avanzado: en el año 2000 eran 100 millones los niños que no tenían acceso a la educación primaria, en 2015 esa cifra se redujo a 57 millones (en unos años de crisis en que la población mundial creció un 20%). La brecha entre hombres y mujeres ha disminuido notablemente.

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Esta priorización en los aspectos cuantitativos (acceso a la educación primaria) ha producido, tal como ha identificado la Unesco, cierto descuido de aspectos cualitativos. Por ello la comunidad internacional se ha propuesto nuevos objetivos para 2030, los conocidos como Objetivos de Desarrollo Sostenible, que incluyen «garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad».

¿Qué lecturas globales podemos hacer de estos datos para ayudarnos en nuestras propias reflexiones? Me animo a proponer las siguientes:

Por un lado, hemos hecho grandes esfuerzos para conseguir objetivos de orden cuantitativo que eran importantes (acceso universal, número de años de escolaridad o lucha contra el abandono). No debemos culparnos por ello. Era necesario. En la medida en que vamos avanzando debemos enfocarnos ahora más en lo cualitativo (atención a alumnos con discapacidad en una sociedad, por ejemplo, o a los alumnos con altas capacidades en otra), sabiendo que sus medidores son más complejos y discutibles.

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Las propuestas de cambios deben plantearse además con grandes consensos y para largos plazos, basarse en los logros ya obtenidos, sin despreciarlos ni intentar empezar de cero cada pocos años. Si la ONU lo ha podido hacer, mucho más podrá una comunidad nacional. La crisis nos ha enseñado también que los medidores presupuestarios son importantes pero insuficientes. La calidad de un sistema no se mide principalmente por su presupuesto, aunque resulte el indicador más sencillo. La fijación con este indicador esconde a veces intereses corporativos, legítimos, pero que hay que distinguir de los generales.

En este trabajo he conocido tres personajes que me gustaría recordar: Thomas Burgenthal, Navi Pillay y Ban Ki-moon. El primero pasó sus años de primaria en un campo de concentración; la segunda no podía acceder a los espacios comunes de su universidad por su origen étnico y estudiaba en las cocinas, entre patatas y cacerolas, en lugar de hacerlo en una biblioteca que tenía vedada; el tercero fue desplazado de guerra y hacía a diario decenas de kilómetros en bici para ir a una escuela financiada por la cooperación internacional. Son tres personas que en circunstancias adversas lograron una buena formación que les permitió brillar en los máximos niveles profesionales y académicos del mundo. Su secreto está en parte en sus capacidades, sin duda, pero en los tres casos hubo otro factor: sus familias y su comunidad de origen (judía, india sudafricana y coreana) creían en la educación, estudio, esfuerzo y excelencia como el medio principal para superar sus penurias y dar un futuro mejor a sus hijos. Sus comunidades valoraron y apoyaron el inmenso esfuerzo de sus hijos.

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A nuestros hijos les tocará competir en progresivas condiciones de igualdad con 7.500 millones de personas cada vez mejor formadas y con mayores recursos tecnológicos: no hay PISA que pueda medir la inmensidad de ese reto que es al tiempo oportunidad para todos. No les prepararemos para ese escenario elevando nuestras miradas demandantes de manera principal a la consejera de Educación ni al ministro, sino poniendo el interés de los padres y de las comunidades en fomentar y acompañar el esfuerzo, talento, curiosidad, actitud y ganas de nuestros niños por brillar, crear y crecer, como lo hicieron en circunstancias mucho más difíciles los entornos del niño Thomas o de la niña Navi.

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