Autopsia de un chiste

Pruebe a soltar una broma cualquiera, por blanca que sea, ante un millón de personas y verá cómo alguien se molesta. Créame: siempre hay alguien

José Antonio Pérez Ledo

Viernes, 18 de noviembre 2016, 00:39

Me gustaría hablarles de Guillermo Zapata y de ese chiste suyo que tanto ofendió a algunas personas. De cómo el concejal madrileño se ha tirado ... año y medio entre juicios, absoluciones, archivos y reaperturas, y de por qué varios magistrados han concluido que sus chistes, por malos y crueles que fueran, entraban dentro del ejercicio de la libertad de expresión. Pero antes de eso tengo que contarles algo personal.

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Es feísimo, lo sé, que en un artículo de opinión hable uno de sí mismo. Es exhibicionista y egocéntrico. Eso solo se le perdona a la Gente Importante, a Pérez-Reverte, a Javier Marías, a personas que son ya casi esculturas de sí mismas (no sé usted, pero yo los imagino dictando sus textos en poses pétreas, ecuestres incluso).

Resulta que llevo más de diez años ganándome la vida con los chistes. Casi nunca los cuento, Dios me libre de tal cosa. Mi profesión es más discreta: yo me limito a escribirlos por dinero. He escrito chistes para, entre otros, Andreu Buenafuente, Joaquín Reyes, Ernesto Sevilla o Ángel Martín. Personas todas ellas que son muy graciosas de por sí, pero que no pueden serlo constantemente (nadie puede) y necesitan echar mano de una extrañísima categoría profesional: los escritores de comedia. Los guionistas de humor.

Cuando uno pasa años escribiendo chistes, acaba conociéndolos bien. Con el tiempo y el oficio se sabe qué va a hacer gracia y a quién. Aprendes en qué palabra y hasta en qué sílaba va a reírse el personal. Aprendes cuándo estás en el terreno de la sonrisa y cuándo esa sonrisa se transformará en carcajada.

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Y, con el tiempo, uno aprende también a discernir qué chiste va a ofender y a quién. Lo cierto es que casi todos lo hacen en mayor o menor medida. Pruebe a soltar una broma cualquiera, por blanca que sea, ante un millón de personas (audiencia de un programa de televisión corriente) y verá cómo alguien se molesta. Créame: siempre hay alguien.

Todos los guionistas tenemos nuestra propia historia de terror sobre aquel chiste que la lió. Aquella broma que provocó abucheos o una tormenta de quejas o (sí, también) un despido. La ventaja de nuestra profesión es que la cara que los ofendidos quieren partir es siempre la del famoso. Nunca la del, digámoslo así, «autor intelectual». Porque muchos espectadores, esa es la verdad, desconocen que los chistes que oyen en sus televisores están escritos por personas que permanecen lejísimos de los focos y, por tanto, también de los palos.

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Verá, los chistes son pequeñas maquinarias de relojería. Un chiste que funciona a las mil maravillas en un idioma no tiene por qué funcionar en otro (raramente lo hace, de hecho). Cámbiele una palabra al mejor chiste del mundo y quizá deje de ser gracioso. Son artefactos muy delicados, pero, a pesar de su aparente inocencia, tienen un poder enorme. El humor, lo habrá leído, dispara las endorfinas y dopaminas en nuestro cerebro. Hace que nos sintamos mejor, que seamos más felices. Un chiste provoca en su organismo un efecto muy similar al del amor, el sexo o la droga.

Pero también, y ese es el gran misterio, puede generar el efecto opuesto. Un chiste, por bueno que sea, es capaz de provocar un cabreo de proporciones dionisíacas. En este sentido, el caso de Zapata ha sido paradigmático. El muchacho lanzó en Twitter una ráfaga de chistes que pretendían poner a prueba las tragaderas del respetable en lo referente a humor negro. Hizo chanza o lo intentó con las víctimas de ETA, con las del Holocausto y con Marta del Castillo. Creo que podemos concederle que el experimento sociológico, si de verdad lo era, le salió a las mil maravillas.

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Como era previsible, esto resucitó el debate social sobre los límites del humor. «¡Un chiste debe respetar la ley!», clamaron algunos. «¡Ese debe ser el límite, el de la injuria!». Lo cual es cierto (desde un punto de vista legal) y centra la cuestión en un solo aspecto: la intencionalidad del autor. Así pues, la pregunta clave es: ¿pretendía Zapata injuriar a las víctimas de ETA o a las del Holocausto?

Resolver ese aspecto, el de la intencionalidad del autor no es tarea sencilla cuando hablamos de humor. Porque la comedia, he ahí su magia, no puede ser leída de forma literal. La ironía, de hecho, se basa precisamente en decir lo contario de lo que pretende comunicarse. ¿Acaso deberíamos prohibir la ironía? ¿Deberíamos tolerar un tipo de humor, el más básico y fundamental, y censurar el más sofisticado, el más complejo, el que requiere de la inteligencia interpretativa del receptor?

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En la Roma imperial un comentario no se consideraba injurioso si el autor alegaba haberlo hecho con intención humorística. Los romanos lo llamaban animus iocandi, y la actual jurisprudencia sigue usando ese mismo término. A ello se acogieron los responsables de Charlie Hebdo cuando varias organizaciones islamistas trataron de empapelarlos por publicar las caricaturas de Mahoma. Les salió bien y los magistrados concluyeron que la revista solo trataba de hacer comedia. Su forma de entender el humor no gusta a mucha gente, eso es evidente, pero no por ello resulta punible.

He vuelto a leer los chistes de Zapata para escribir este artículo. Se los he ahorrado aquí porque no me parecen graciosos, a pesar lo cual defiendo y defenderé su derecho a hacerlos tantas veces como le venga en gana. Porque usted me dirá en qué queda la libertad sin el derecho a hacer chistes que al vecino no le hacen gracia.

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