«A mi madre le debo todo»
Este domingo, día de la madre, Consuelo (que acaba de cumplir 107 años) comparte con su hija y su nieta anécdotas y vivencias. Tres generaciones de mujeres juntas desgranando recuerdos y hablando en lengua común
Yolanda Veiga
Domingo, 1 de mayo 2016, 04:02
«¿Te acuerdas cómo conociste a papá, sería en la romería de Sopuerta, no?». «Pues sí, ahí sería». Consuelo Aras asiente con la cabeza, como haciendo una memoria que no le falla, que no se le escapa un solo tanto a las cartas. Está sorda, pero nada más. Solo las pastillas para la tensión, que la tiene controlada: «¡Siete, trece!», presume el yerno, que asoma en la salita cuando llega de la huerta y cuenta una anécdota que es una pena que no pueda oír Consuelo. «Cuando voy a San Mamés le dice a mi mujer: 'Dale algo de dinero para la entrada, anda'. ¡Y soy socio desde hace cuarenta y tres años!' (risas)». Consuelo tiene 107. «'Amu', ¿en qué año naciste», le pregunta Ainhoa, la nieta. «¡En el nueve!». En 1909, un 22 de enero, reza la partida de nacimiento, que todavía conservan en casa. Este domingo, día de la madre, Consuelo Aras, su hija Lucía Aragón (71 años) y su nieta Ainhoa Bilbao (43), tres generaciones de la misma familia, comparten recuerdos y anécdotas de toda una vida juntas en la casa familiar de Abanto.
La familia crece con Rocky, un bulldog francés de 11 años que hace guardia a los pies de Consuelo y le tira un poco de la manta que le tapa las piernas. «¡Cómo la protege, pero si no me deja ni acercarme a darle un beso!». Y Ainhoa, desoye los gruñidos del animal, que enseguida se vuelve dócil y le planta un beso sonoro a la 'amuma'. «De niña vivía en Barakaldo y los fines de semana íbamos a verla. Siempre me ponía carne albardada para comer. No le ha gustado mucho la cocina, ha sido de sota, caballo y rey». Ainhoa, sin embargo, es cocinillas y su madre Lucía también. «Cuando me casé no sabía hacer nada porque con 15 años me puse a trabajar de peluquera. Estuve empleada en Bilbao y mi madre no quería que fuera porque me pagaban solo 200 pesetas, ¡si casi lo gastaba en viajes! Pero me sirvió para aprender. El caso es que como estaba siempre peinando fuera no aprendí las labores de casas. Al casarnos nos vinimos a Abanto a vivir con mis suegros y mi suegra cocinaba muy bien. Así que algo se me pegó».
Bastante, que Lucía saca una quesada casera para picar entre todas y a punto está de ventilársela Cloe, otra bulldog, más joven que Rocky, más revoltosa. Se hace hueco en el sofá. El suyo, que los únicos que tienen asiento preferente en casa son la perrita y Consuelo. Antes de tener a Lucía y a sus otras dos hijas (la mayor tiene 80 años) crió a tres sobrinos. Luego llegaron las niñas... y la Guerra Civil. «Siempre nos contaba que una vez detuvieron a mi padre en Santoña. Y hasta allá que se fue ella andando. Pudo estar con él, a pesar de que lo tenían retenido y él consiguió darle tres pesetas medio a escondidas en un paquete, que en aquel año, sería el 36 o el 37, eran un dinero. Luego debieron traerla en un camión de vuelta. También solía contar, ya esto más de risa, que tenían una vecina a la que llamaban 'Pantxi', que siempre andaba con las zapatillas medio sueltas, como si fueran chanclas. Y ella le decía: 'Ponte bien esas zapatillas, mujer, que como nos toque correr al refugio las vas a perder por el camino'. Porque cuando venía la aviación los mandaban a refugiarse a las galerías de las minas. Y sí, alguna vez debió perder la zapatilla».
Lucía y Ainhoa cuentan ahora las historias que tantas veces escucharon de boca de Consuelo, una mujer criada en la huerta y entre el ganado que daba de comer a tantas familias. «Siempre hemos tenido una fantástica relación. Mi madre ha sido muy buena con nosotras. Es verdad que tampoco le dimos razones para lo contrario, pero no era de ponernos hora ni nada de eso como otras. Claro que tampoco salíamos mucho entonces, a la verbena y nada más. No como ahora...». Sí, eso va por Ainhoa. «No ha sido mala, pero una noche no vino ni a dormir. Y ya existía el teléfono como para haber llamado para avisar ¿eh? Cuando la vi aparecer por la puerta a la mañana... Uff, no sé ni lo que le habría hecho en ese momento. Y otra vez, que entonces no era más que una niña, se perdió por un Barakaldo. Había un tiovivo y allá que se fue. La encontró un vecino». Lo cuenta Lucía y, pasado el susto, se echan las dos a reír.
Lucía: Mamá, ¿a qué yo sin embargo nunca hice trastadas?
Consuelo: No, hija tú no.
Ainhoa: ¿Y la tía Rosi?
Consuelo: Rosi era un poco más rebelde.
Lucía: Jaja, sí, mi hermana siempre ha sido más contestona.
Eso no es algo generacional, eso es universal, porque Ainhoa también ha tenido sus pequeños rifirrafes con sus padres. «Soy hija única y han sido súper protectores. De niña no me podía subir a una silla por si me caía, las catequistas tuvieron que rogar a mi madre que me dejara ir de excursión un día a Ampuero con los demás chavales. Por cierto, que me peinó ella para la comunión, claro. Entonces no había de esas tenacillas modernas, que las primeras planchas de pelo me las trajo años después de Andorra, así que me tuvo toda la noche con unos rulos que me dejaron un dolor de cabeza...». Lucía se ríe a gusto con las anécdotas. Y está la mejor por llegar: «¡Mi madre hasta se vino al viaje de estudios de EGB a Barcelona conmigo! (risas)».
No lo dice como reproche, pero Ainhoa reconoce que siempre se ha quedado con las ganas de haberse ido a estudiar inglés a Inglaterra -«no lo descarto»-. Y no, es verdad que no suena a reproche: «Yo a mi madre le debo todo. Si no es por ella no habría estudiado, pero se empeñó, así que hice Administración y estuve trece años trabajando como secretaria de dirección».
Ahora trabaja en un bar de Abanto, a dos minutos en coche de la casa donde siguen viviendo sus padres y, desde hace diez años, también su abuela, que es más conocida en el pueblo que ningún vecino. Si hace el tiempo, sale a dar un paseo («la llevamos a votar en diciembre y la volveremos a llevar ahora en junio porque ella se mueve estupendamente»), que da gloria porque no tienen más que verde por todas partes, y no perdona la partida de cartas. Le gusta más la brisca pero también juegan al tute y a los seises, Consuelo, su hija Lucía con ella y algunas vecinas. «No le duele nada. No ha ingresado nunca en un hospital y no está ni fichada en Cruces. Solo le han operado de cataratas. Le pongo la vacuna todos los años y no coge ni un catarro. Come de todo y todo le sienta bien. Esta mañana le he puesto de desayunar un bocadillo de cabeza de jabalí con un descafeinado, pero lo mismo come jamón. Si acaso se lo desmigo un poco». Lucía es la hija menor de Consuelo, la tercera, y ahora ejerce de madre con ella. «Es una suerte tenerla y verla tan bien. En su último cumpleaños vino hasta la alcaldesa a felicitarla».
Ainhoa: Y ella decía: '¡Cuánto bureo!'.
- ¿En qué han notado más el choque generacional?
Ainhoa: A pesar de su edad, mi abuela ha sido siempre una mujer abierta. Aunque nunca se ha acostumbrado a que frieguen los hombres. Por lo demás, nada. Yo fumo y jamás me ha dicho nada. Yo le digo de broma si quiere un cigarrillo y pero contesta que nunca ha fumado ni ha bebido.
Lucía: A mí no me gusta que mi hija fume pero... Yo no lo hice nunca, ni siquiera por hacer el tonto. Lo que me sorprende de la juventud de ahora que se separan y se juntan... En mi generación eso no se ha visto.
Lo que sí ha notado Consuelo, y Lucía también, ha sido el enorme adelanto tecnológico. «De niña el entretenimiento en casa era la radio, por la noche escuchábamos Radio Andorra. A mi madre siempre le ha gustado más la radio que la tele, aunque también siguió alguna novela. Y cuando cuadraba iba al cine donde las monjas en Barakaldo, solía ir con una cuñada». Lo de los planes en femenino debe ser cosa de familia porque Lucía también sale mucho con su hermana. «Hemos ido de viaje a Italia, a los Países Bajos... el año pasado a Benidorm. La primera vez que monté en avión fue en el viaje de novios. Bilbao - Madrid y otro desde allí a Torrevieja, que no había vuelo directo. Pero hubo una tormenta gorda y a la vuelta ya no quisimos coger el avión y regresamos en el tren de literas. Desde aquella vez mi marido no ha vuelto a volar». Él dice que no lo echa en falta y cuando marcha su mujer de viaje se queda con la suegra en casa y Ainhoa se muda allí esos días: «Entonces ella me pregunta: '¿dónde está la señora?'. 'De viaje con su hermana'. '¡Esa no para!' (risas)».
En esta familia el mito de la suegra se cae a pedazos: «Yo le digo: 'suegra, qué guapa está' y ella me contesta: 'Sí, pero me quedé un poco pequeña' (risas)». Entonces el hombre se despide de las mujeres, las deja charlando. Y vuelve a lo suyo, la huerta. Ya están plantados los guisantes y en el balcón de casa, con unos vasos vacíos de yogur, ha preparado unas macetitas y ha puesto allí tomates, pimientos, calabacín y pepinos. «Cuando prendan bien los pasaré a la huerta. Para el verano salen riquísimos».