Independentistas como setas
El mecanismo por el que cualquier crítica al nacionalismo engendra secesionistas es unidireccional y da por sentado que el nacionalismo tiene un plus democrático
No ha sido anecdótico sino sustancial a la cantinela que ha acompañado al procés: se anuncia a bombo y platillo que cualquier acción del Gobierno ... y tribunales que disgusta al catalanismo tiene el efecto de crear independentistas. Lo mismo vale para los manifiestos que le son opuestos. No ha fallado nunca: sólo sirven para irritar más a los catalanes, cuyo furor independentista aumenta en consecuencia exponencialmente. Los independentistas salen como setas por los desaires españoles, eso se decía. Todos quietos callados so pena de hacerles el caldo gordo y alimentar sus filas. Este consejo implícito era raro: mejor no rechistar. El catalanismo desaforado puede propagar las barbaridades que se le ocurran, pero la contraparte debe callar para no avivar al dinosaurio.
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Queda algo incongruente la queja nacionalista según la cual «el Gobierno de Rajoy (o el PP) es una fábrica de independentistas» (Homs o Junqueras, entre otros), por envolverlo en victimismo, en vez de agradecerles que les echen una mano en sus afanes libertadores. Resulta un discurso exculpatorio, por el que la responsabilidad del proceso y de sus convulsiones la tiene otro. España les roba y encima les fuerza a la ruptura, hay que ser canallas. Las tareas de fabricación de independentistas suelen identificarlas con aplicar la ley. Se plantea una dicotomía interesante: si la ley se aplica, el pueblo en masa se echa en manos de la independencia; si deja de usarse somos ya independientes de facto. Ni haría falta procés, sino para bendecir el nuevo orden.
No sólo los independentistas han tirado del silogismo narcisista por el cual todo lo que no se hace a su gusto genera aún más independentistas. El mantra lo han usado gente tan dispar como Susana Díaz o Pablo Iglesias, además de un sinfín de tertulianos, siempre tan listos. Se han regodeado con la idea de que la culpa final es del PP, fábrica de independentistas. Si ellos estuvieran al mando sacarían la varita mágica de naturaleza ignota que en un plis plas acabaría con el problema. Este uso del latiguillo de marras viene a ser una forma carota de escapar por la tangente.
Tras tanto oírse que desilusionar al independentismo engendra independentistas ha resultado que no. La tal fábrica no ha fabricado, pues el producto ha salido recortado. El cliché, amenazante y reclamador de silencios, estaba mal pergeñado. No constituye crimen de lesa traición discrepar públicamente del independentismo en alza, pues no lo alza. Se puede decir que la bicha apesta sin que por eso crezca la bicha.
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El mecanismo imaginario que favorece al rupturista funciona sólo en ese sentido. Se concibe como unidireccional. Nadie sugirió que la efervescencia independentista, esa agresividad compulsiva, podía fabricar no independentistas, quizás por repelús. El esquema simplista por el que cualquier crítica engendra nacionalistas y rupturistas se basa en un supuesto que arrastramos desde la Transición. Subyace la idea de que el nacionalismo representa la autenticidad popular: si sus aspiraciones no se desarrollan del todo viene a ser por una especie de paripé encorsetador y vergonzante. En esta lógica, cualquier actuación que no satisfaga al nacionalista activa la hoguera. El nacionalismo en general y el independentismo en particular tienen una especie de plus democrático. De ahí que la idea de la fábrica funcione sólo a favor de la ruptura.
No sólo hay dos varas de medir. Además, funciona el efecto prismático invertido. Miras el catalejo por un lado y ves las cosas enormes pero si lo miras al revés el monstruo queda pequeñito. Valga un ejemplo de nuestra lengua progremente correcta, la que manda. El nacionalista catalán, o el vasco, tiene una enorme habilidad para detectar nacionalistas españoles. Cualquier medida que le disguste será calificada como producto detestable de ese nacionalismo detestable. ¿Hay propuestas de que se cumplan esas leyes? Se deben al «más rancio nacionalismo español». Por lo común al nacionalismo español se le dice rancio y con preferencia el más rancio, pero no porque lo haya sin ranciedumbre. Funciona como un epíteto, que designa una cualidad consustancial, al modo de blanca nieve, círculo redondo o mar salada. Se incluye la ranciedez a título recordatorio, pues siempre es el más rancio nacionalismo español, sin escalas que rebajen su ranciedad superlativa, que le es inherente. Que se sepa, no existe el menos rancio o sólo un poco, no digamos el desranciado o no rancio.
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Desde el punto de vista del nacionalismo catalán o vasco existen los nacionalismos progresistas, los suyos, y el antagónico, el más rancio nacionalismo español, sin espacios intermedios. El bien contra el mal. Dada su consabida autoestima, no extraña que ellos se vean bien y fatal al antagonista, pues les va el ego en ello. Lo raro es que las progresías compartan el esquema. Unos y otros entienden que cualquier medida que no va en su línea es otra manifestación del más rancio nacionalismo español.
El imaginario contrapone los nacionalismos luminosos, de querencia independentista, y el más rancio nacionalismo español, una aberración española (otra redundancia). Por eso el pueblo está sujeto a la fábrica que le hace independentista, lo mismo que se mete el picadillo y salen chorizos. El pueblo de este concepto lo forman gentes sin criterio pero que saltan si alguien molesta a Artur o a Oriol. En esta fantasía, la ranciedad española repele, mientras lo natural del independentismo es crecer. Como un alud que baja la montaña llevándose todo lo que se ponga por delante.
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