Le conocí en el Copacabana, Barcelona, en el 67. Salía de chico, pintado como una puerta». Cuando José Antonio Nielfa abre el álbum de la ... memoria de La Otxoa, dibuja el ayer como nadie. Le llamé para recabar datos sobre un personaje de los años grises: Juanito de Triana. Urrusolo y Luciano Rincón ya se fijaron en él, en aquella arrebatadora ventana llamada 'Saski Naski'. Si vuelve, es por Emilio de Sande Flores, que nos hizo llegar un retal del pasado. El de las tardes de pira en la Escuela de Artes y Oficios de Atxuri cuando, con libros bajo el brazo, se dejaba caer por Las Cortes.
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Han pasado las lunas y la memoria es caprichosa. La suya guarda carteles pegados en templos prohibidos de un barrio que nunca será lo que fue. «En casa había apreturas, trabajaba en una imprenta y estudiaba. Libraba el domingo. Por eso me escapaba los viernes y sábados». Gato Negro, Palanca 34 y El Molino eran sus habituales. «En ellos contemplábamos las fotos de artistas como Sindo el Toledano o Juanito el Trianero. Jamás les vi actuar, pero leí que el segundo murió solo y abandonado en un banco del Ensanche». Tras escucharle, llamé a José Antonio. «Es un error habitual. Era otro, con el mismo sobrenombre. De hecho, monté un evento para recaudar fondos y que pudiera ser enterrado en su tierra. Pero Juanito era otra cosa. Artista total», aclara, mientras nos lleva a 1968. «Ese año llega a Bilbao. Actuaba en Bolero y en Villarosa, con sus camisas de lunares y volantes, porque el transformismo estaba prohibido».
Hace cuatro días podían detenerte por vestir falda siendo hombre. Bien lo sabe La Otxoa. No solo por su caminar. También por el ajeno. Como el de Juanito. «Había un comisario que le arrestaba solo para reírse de él». Esas humillaciones no impidieron que se convirtiera en un mito. «Estaba La Loba de Cádiz. Cantaba de maravilla, pero era más discreto. El Trianero tocaba los palillos, paraba la orquesta, se arrodillaba y te recitaba un anuncio de jabones de la radio. Espectáculo total», subraya con admiración, porque conocía su laberinto vital.
Llegó como polizón
Tras una infancia dura llega como polizón desde Canarias. Le descubren y le mandan a Cádiz. Vuelve a cruzar el estrecho para hacer la mili en Melilla y de ahí a Almería, donde lava ropa y limpia botas. Hasta que, como tantos, emigra a Barcelona. Dormía en un banco y comía las sobras del restaurante Los Caracoles de la calle Escudellers. Por fin, un día encuentra trabajo en el Hotel España de las Ramblas. «Éramos ocho maricones lavando ropa», relató en su momento el propio Juanito.
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«Una mariquita me dejó acompañarla al Copacabana y así empecé en el espectáculo. Ganaba 60 pesetas y por un alterne con cubalibre, 2,50». Tras una temporada en el Patio Andaluz, con 27 años, hace la maleta y llega a la calle Laguna de Bilbao. Le parece deprimente. Se consuela pensando que será por poco tiempo. Se equivoca. Lo mismo que con el nombre. Elige Penélope. Pero había otra. Y, como la de Serrat, sigue esperando. No por un hombre. Por una mujer. Ella misma. Al final fue Jeanette. De poco sirvió. Le llamaban Juanito y en su DNI rezaba un frío Juan Quesada Gómez.
No se rindió. Otros iban a Casablanca o a Brasil, pero decidió cambiar de sexo en Bilbao. «Cuando se operó no perdió su encanto. Seguía cantando muy bien. Sus últimos años los pasó en el Bataclán», recuerda La Otxoa. «Mandaba dinero a su madre, pero estuvo 50 años sin verla. En el ocaso de La Palanca vuelve a Canarias. Una semana después de su llegada, ella fallece. Juanito siguió allí, cantando en una taberna de la Playa del Inglés y viviendo con Iñaki, su chico de Erandio, hasta que murió».
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Se fue. O no. Es lo que tiene dejar huella. Años más tarde, alguien susurra su historia y vuelve al escenario. Al fin y al cabo, hubo un tiempo en Bilbao que hasta los lunes parecían sábados. Dependía del artista. De las baldosas sueltas que siempre tuvimos. Como Juanito el Trianero. Artista de la noche que convertía todos los días en noches de fiesta.
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