«A medida que se suceden, las generaciones van empeorando. Día vendrá que serán tan malvadas que adorarán la fuerza, se someterán sin protestar al ... poder y dejarán de honrar el bien. Finalmente, cuando el hombre ya no se subleve contra el mal, cuando ya no sienta vergüenza en presencia de lo miserable, Zeus lo destruirá a su vez. Pero incluso entonces sería posible hacer algo siempre que el pueblo se levantara para abatir a los jefes que lo oprimen». Este mito griego de la Edad de Hierro citado por Erich Fromm en 'Anatomía de la destructividad humana' que leí hace muchos años permanecía inmóvil en mi memoria, muy cerca ya de la oscuridad del olvido. Pero ha resurgido con vigor y con la misma vigencia con que debió nacer en la lejana y misteriosa Edad de Hierro cuando he vivido la firma del vergonzoso acuerdo que la Unión Europea ha suscrito con Turquía.
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No me extenderé en él, ni recordaré el aplauso tácito de Europa a las guerras contra Siria, Irak o Afganistán, ni insistiré en los orígenes occidentales, israelíes y saudíes del Estado Islámico o como se llame ahora, ni del supuesto objetivo de tales guerras de acabar con los endebles tiranos de entonces, ni me detendré en comparar cómo era la vida en esos países y cómo es su macabro presente. Diré solo que el acuerdo de expulsión masiva de refugiados es un ejemplo de traición a la verdad, a la decencia política y a lo que quiso ser la UE, hoy lo más cercano a la bestialidad nazi que hemos conocido.
¿Qué quiere ahora nuestra inane Europa? ¿Que aplaudamos a los gobiernos nazis de Hungría o Polonia, o incluso al español, que sin consultar al Parlamento ni al pueblo firma el macabro acuerdo que con sus recortes sociales paga la expulsión de miles de refugiados que huyen de las guerras occidentales, lanzándolos a la miseria y a la muerte?
Los europeos somos cada vez más insensibles porque, excepto ciertas organizaciones que conservan la lucidez y protestan, a la mayoría nos preocupan más las rebajas y el buen tiempo que el destino miserable de sirios, afganos e iraquíes que huyen del infierno de sus pueblos, del que en buena parte somos responsables. Sí, lo somos, porque no protestamos lo suficiente cuando Europa colaboró en esas guerras y hoy callamos mientras los refugiados, abocados al poder de las mafias, mueren en el mar o son maltratados por ley o vagan sin futuro ni aliento en campos miserables o huyen aterrorizados en busca de un refugio que ya no existe para ellos.
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Un país incomprensible somos en una sociedad aún más incomprensible, que va a peor en el siniestro panorama mundial que hemos ayudado a crear. Al paso que vamos, el enfurecido Zeus acabará con nosotros en dos días si, bien mirado, no ha comenzado ya: tal vez los atentados terroristas no sean más que su forma de destruirnos.
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