Restos de un navío japonés de la Segunda Guerra Mundial en Chuuk Lagoon, Micronesia.

La tumba de los imperios

Micronesia, un país remoto y desconocido, celebra sus primeros 25 años de existencia. Sus fondos albergan un inmenso museo de pecios militares

GERARDO ELORRIAGA

Lunes, 18 de enero 2016, 01:32

En la isla de Yap no existe el riesgo de que las monedas se deslicen a través de los bolsillos agujereados. La mayoría de las ... denominadas 'piedras dinero', características de este territorio perdido en la inmensa Oceanía, son moles de caliza que pueden alcanzar los 3,6 metros de altura y las 4 toneladas de peso. Conocidas como 'raay' o 'feaq', en lengua yapense, constituyen el exponente más original de una cultura que gozó de su mayor auge entre los siglos XI y XV y se extendió a través de un arco de 2.000 kilómetros de longitud entre Filipinas y Nueva Guinea. Las monumentales monedas permanecen semienterradas jalonando caminos y decorando las casas comunales. Pero no se trata de meros vestigios ancestrales. Aún hoy, los tradicionales discos circulares con un agujero central mantienen su vigencia y son utilizados como instrumento de cambio cuando tienen lugar eventos importantes dentro de la vida insular, aunque las transacciones no implican su desplazamiento.

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El valor de estas piezas es diverso y difiere en función del tamaño y la historia oral que atesoran, nunca mejor dicho. Estos anillos no suponen la excepción exótica dentro de la idiosincrasia de los Estados Federados de Micronesia, un país prácticamente desconocido que acaba de cumplir 25 años. Naciones Unidas dio por finalizado el estatus de fideicomiso a cargo de Estados Unidos el 22 de diciembre de 1990 y proclamó su independencia. La singularidad y, sobre todo, la compleja relatividad definen esta república situada a unos 2.000 kilómetros al este de Manila, allí donde nacen y comienzan su errático periplo los tifones que se abaten sobre las costas asiáticas.

Las magnitudes resultan una cuestión discutible en esta república de tan solo 702 kilómetros cuadrados, pero que abarca más de 600 islas coralinas y bellos arrecifes dotados de lagunas interiores. Es un paraíso tropical que apenas se alza sobre el agua y, sin embargo, cubre una extensión de la que gozan pocos Estados en el mundo y es que su plataforma marítima supera los 2,6 millones de kilómetros cuadrados. Las concesiones pesqueras constituyen una de las principales fuentes de recursos para sus 100.000 habitantes, y barcos japoneses y chinos son los principales receptores de las licencias para capturar atún.

El exotismo tropical paga un precio muy alto. La reciente cumbre climática celebrada en París ha establecido una estrategia para la lucha contra el efecto invernadero que amenaza la existencia de pequeños enclaves oceánicos como las Maldivas, Vanuatu o este puñado de atolones que pueden desaparecer víctimas del incremento del nivel del mar. A finales del pasado mes de marzo, el tifón Maysak arrasó el país y solo las estructuras de hormigón quedaron en pie. El gobierno solicitó ayuda internacional para proporcionar alimento a más de un tercio de su población, afectada por la devastación.

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La falta de riquezas naturales de consideración y la extrema dispersión se suman a los desastres naturales y dificultan el progreso económico. Pero al turismo de grandes viajes, una de sus principales fuentes de recursos, se ha sumado una curiosa variante cultural. Los visitantes que acuden a Micronesia buscan restos de grandes batallas en el entorno submarino de este habitualmente plácido racimo de islas.

Magallanes

La Segunda Guerra Mundial puso en primer plano este rincón del mundo y le ha dotado con un legado único. Entre la isla de Yap y sus grandes monedas, y la de Chuuk, otro Estado de Micronesia, existe una distancia similar a la que separa Madrid de Berlín y, curiosamente, España y Alemania forman parte de su historia. El navegante portugués Fernando de Magallanes descubrió el remoto archipiélago en 1521, que siglo y medio después se denominó Carolinas en honor del rey Carlos II. Permaneció como una dependencia de la Corona hasta el fin de las colonias americanas. La caída de Cuba también supuso el fin de la presencia española en el Pacífico y su sustitución por Alemania, deseosa de expandirse por todos los continentes, incluso los más lejanos. Los sueños germanos se disiparon, siquiera temporalmente, tras la derrota infligida por los aliados en la I Guerra Mundial. Las tropas japonesas conquistaron los territorios y la Liga de Naciones sancionó la ocupación bajo el compromiso de no utilizarlos para instalaciones militares. Pero algunos deberes también se los lleva el viento y en 1935 el régimen imperial había convertido el arrecife de Chuuk en una gigantesca base aeronaval. El ejército del Sol Naciente necesitaba plataformas para su conquista del Pacífico.

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La Operación Hailstone, granizo en inglés, sorprendió a la flota nipona reunida en esta fortaleza con la ferocidad de una letal tormenta. El 17 de febrero de 1944 quinientas misiones de bombardeo de la aviación norteamericana cayeron de improviso sobre la Armada japonesa, en retirada tras las derrotas de Filipinas y Guadalcanal. En aquella fatídica jornada, Tokio perdió 3.000 soldados, 200.000 toneladas en barcos y 250 aviones. El trasatlántico Aikoko Maru, reconvertido en crucero militar, fue alcanzado en su bodega por una bomba lanzada por un avión torpedero y la enorme explosión llegó a desintegrar en el aire a su atacante.

Aquel desastre, según los historiadores, provocó una gigantesca marea negra, semejante a la que expandió el naufragio del Exxon Valdez en Alaska, pero hoy se ha convertido en un pingüe negocio. Veinte años después, los exploradores Jacques Cousteau, Al Giddings y Klaus Lindermann descubrieron en los fondos marinos de Chuuk un inmenso museo subacuático repleto de pecios militares. En la laguna, fácilmente accesible para buceadores sin gran experiencia, reposaban 30 barcos y 250 restos de aeronaves.

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Aparentemente nada ha cambiado en ese rincón de Oceanía. Mientras en tierra se prolonga la vida tradicional de pequeñas comunidades nativas que subsisten del cultivo de la palmera y el comercio de la copra, a tan solo 15 metros de la superficie se despliega una abundante fauna marina compuesta por mantas, rayas, tortugas o tiburones, pero también todo un arsenal que ejemplifica la carrera bélica del siglo XX. El Fujikawa Maru, con un gran cañón y cuatro aviones desmontados en su interior, atrae al mayor número de curiosos, pero los visitantes pueden contemplar abundantes elementos desperdigados, desde tanques y vagones de ferrocarril sumergidos, a camiones y motocicletas, torpedos, minas, radios e, incluso todo un submarino, participante en el ataque a Pearl Harbor.

Hace un cuarto de siglo que este extraño país insular adquirió su independencia. Palikir, la nueva capital, fue erigida en los años 80 en la isla de Pohnpei, junto a la antigua, la villa de Santiago de la Ascensión, más tarde rebautizada como Kolonia, donde aún se encuentran restos de la misión española, y no lejos de Nan Madol, una misteriosa ciudad construida sobre islas artificiales unidas por canales que la asemejan a Venecia. Sus ruinas recuerdan que Micronesia, lejana y enigmática, es el lugar donde confluyeron varios imperios y se hundieron sus sueños de gloria.

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