Los peores presidentes de EE UU
Ya hablan de Trump como el ocupante más desastroso de la Casa Blanca. Pero entre los anteriores no le falta competencia
Carlos Benito
Viernes, 11 de noviembre 2016, 00:59
En enero, cuando tome posesión del cargo, Donald Trump se convertirá en presidente de Estados Unidos, y muchos están apostando ya a que se convertirá en el peor de todos ellos. Por supuesto, se trata de una convicción prematura e injusta: no solo porque Trump todavía no ha hecho nada, sino también porque los cuarenta y cuatro presidentes anteriores han dado para un montón de desastres, sobre todo con una historia tan convulsa como la del país norteamericano. A la espera de los futuros logros del magnate, en esa larga nómina aparecen ya unos cuantos campeones de la conducta cuestionable y la gestión deshonrosa.
A los estadounidenses les gustan mucho las listas y les apasiona la institución presidencial, así que no es de extrañar que, cada cierto tiempo, los académicos del país participen en votaciones para ordenar a sus mandatarios de mejor a peor. Como afirma James P. Pfiffner, de la Universidad George Mason, a lo mejor esos ránkings «acaban diciendo más de quien los hace que de los propios presidentes», pero tienen el valor de que, al deliberar sobre los méritos de figuras históricas, se esclarecen cuáles son los criterios vigentes sobre el buen gobierno. Siempre se producen vaivenes, con presidentes reivindicados y otros a los que cada vez se contempla con peores ojos, pero en la cabeza y la cola de la tabla se aprecia cierta unanimidad: arriba suelen mantenerse con aplomo las cuatro efigies esculpidas en el monte Rushmore (Abraham Lincoln, George Washington, Thomas Jefferson y Theodore Roosevelt) junto a Franklin D. Roosevelt.
Por debajo, destaca un puñado de presidentes del siglo XIX. Uno de ellos seguramente no debería estar ahí, aunque no haya nada bueno que decir de él: el pobre William Henry Harrison aparece en el pelotón de los torpes porque no le dio tiempo de hacer muchas cosas, más allá de aburrir a las ovejas con el discurso de investidura más largo de la historia. Fue una fastidiosa alocución de hora y tres cuartos que Harrison, de 68 años, pronunció con bravura en mitad de una tormenta de nieve, sin ponerse abrigo ni guantes. Un mes después falleció de neumonía. Más claras están las culpas de los tres presidentes consecutivos que gobernaron Estados Unidos desde 1850 hasta 1861 y que fueron incapaces de controlar las tensiones crecientes que condujeron a la Guerra de Secesión.
El primero fue Millard Fillmore, el último presidente del viejo partido Whig, un hombre nacido en una cabaña de troncos que se vio sobrepasado por sus responsabilidades: aunque era moderadamente antiesclavista, permitió que la propiedad de seres humanos se extendiese a los territorios ganados por la Unión tras la guerra con México. «Dios sabe que detesto la esclavitud, pero es un mal que ya existe», argumentó en un torpe intento de lavarse las manos. Le sucedió el demócrata Franklin Pierce, de quien Theodore Roosevelt escribió que era «una herramienta servil de hombres peores que él, siempre dispuesto a hacer cualquier trabajo que los líderes esclavistas tuviesen para él». También fue, probablemente, el más alcohólico de los presidentes de Estados Unidos, aunque en esa lista sí que hay una feroz competencia: «Ya no queda nada que hacer más que emborracharse», dicen que declaró Pierce al abandonar la presidencia, y ciertamente su hígado devastado acabó matándole.
El último de este trío catastrófico fue el también demócrata (e, igualmente, bebedor de varias botellas de licor en una tarde) James Buchanan, otro político opuesto a la esclavitud que no hizo nada por acabar con ella ni con la desunión entre el norte y el sur. El titubeante Buchanan, cruzado de brazos mientras se gestaba la guerra civil, fue también el único presidente soltero, aunque eso no cuenta a la hora de evaluar negativamente su mandato. Tras él, Abraham Lincoln abrió un paréntesis de excelencia, pero los dos siguientes, Andrew Johnson y Ulysses S. Grant, volvieron a suspender sin remisión.
Corrupción y póquer
Hay otra figura en la nómina de ocupantes de la Casa Blanca que también resplandece por su ineptitud. Al republicano Warren Harding, presidente entre 1921 y 1923, ni siquiera haría falta juzgarlo con dureza, porque ya se adelantó él mismo: «No soy apto para este cargo y no debería estar aquí», admitió una vez, como si se estuviese observando a sí mismo desde su oficio original de periodista. Todas las crónicas coinciden en que el mujeriego Harding era un tipo encantador y atractivo, puro don de gentes: le empujó hacia la Casa Blanca un amigo, con el sólido argumento de que «tenía pinta de presidente», y una vez en el puesto se dedicó a saturar el organigrama de parientes, allegados y paisanos. Aquel amigo que le había alentado en la carrera política acabó de fiscal general y protagonizó feísimos episodios de corrupción, una costumbre muy extendida entre sus enchufados. «No tengo problema con mis enemigos, son mis amigos quienes me tienen dando vueltas por la noche», se lamentó Harding, que en realidad se dedicaba esencialmente a navegar en yate, jugar al golf y, sobre todo, organizar interminables timbas de póquer en la Casa Blanca, bien abastecida de alcohol ilegal.
No es frecuente, pero algunos presidentes polarizan a los historiadores. El demócrata Woodrow Wilson, por ejemplo, está bien considerado en general, aunque se mostrase un tanto ingenuo en su idealismo sobre las relaciones internacionales, pero no faltan especialistas que lo consideran el peor de los peores. Desde luego, no quedó bonito que saliese reelegido en 1916 con el eslogan Nos ha mantenido fuera de la guerra para, en su segundo mandato, empujar decididamente a Estados Unidos a participar en el conflicto mundial. Para colmo, su postura cerrilmente contraria a la integración racial lo ha vuelto bastante antipático: «La segregación no es una humillación, sino una ventaja», sostenía. Los estudiosos que participan en las encuestas tampoco suelen tratar con excesiva dureza al republicano Richard Nixon, pese a que el escándalo del Watergate lo convirtió en el único presidente de Estados Unidos forzado a dimitir.
Quizá falte la claridad de juicio que aportan unas cuantas décadas, pero en los últimos sondeos entre especialistas se detecta la fulgurante irrupción de una nueva figura en la parte más baja de la tabla. Es, cómo no, George W. Bush, el hombre de la invasión de Irak y la crisis financiera, que ya en su segundo mandato tuvo que leer cómo lo ubicaban entre los peores presidentes de la historia. «Bush ha elegido actuar de maneras que han dejado el país menos unido y más dividido, menos conciliador y más resentido», escribió entonces Sean Wilentz, ilustre profesor de Princeton, en un demoledor artículo publicado por Rolling Stone. Claro que, cuando le preguntaron al propio Bush por el sitio que le reservaba la historia, respondió con una frase que tal vez le valga en el futuro a Trump: «¿La historia? No vamos a saberlo. Estaremos todos muertos».
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