Muhammad Ali fue la figura más grande del deporte del Siglo XX.
Boxeo

Mucho más que Ali

El púgil que revolucionó el boxeo fue, sobre todo, un icono de la lucha contra el racismo y la guerra de Vietnam

J. Gómez Peña

Sábado, 4 de junio 2016, 17:52

Floyd Patterson, campeón de los pesos pesados en los años sesenta, negro bueno y sumiso al regimen racista de aquellos Estados Unidos partidos en dos colores de piel, fue una de la víctimas sobre la lona de Muhammad Ali. «Llegué a cogerle cariño a Ali. Al final comprendí que yo no era más que un boxeador y que él, en cambio, era historia. En 'Rey del mundo', una biografía que debería ser libro de texto en todas la facultades de periodismo, David Remnick le define así: «Ali es un mito norteamericano que significa muchas cosas distintas para muchas personas: un símbolo de fe, un símbolo de convicción y desafío, un símbolo de hermosura y talento y valor, un símbolo de orgullo racial, de agudeza y de amor. Como dijo Patterson: Alí es historia de los Estados Unidos.

Publicidad

Con dos años, sin querer, tumbó de un crochet a Odessa, su madre, que por ese golpe perdió dos dientes. Con doce años le robaron su bicicleta y descubrió en su interior la rabia, los puños cerrados. Acudió a un policía, el agente Jon Martin, para denunciar el hurto. Lloraba el chaval. Quería machacar al ladrón. Y Martin le lanzó la pregunta que encaminó su vida: ¿Sabes pelear?. El chaval, que aún se llamaba Cassius Clay, cambió con el tiempo el boxeo, revolucionó su técnica y se convirtió en el modelo a seguir incluso hoy. Pero Clay fue eso y mcho más: fue Alí. Dos nombres. Dos vidas. Tenía que demostrar que se podía ser negro de otra manera -se propuso- Y hacérselo ver al mundo entero.

Clay creció escuchando las historias de sus antepasados. De los esclavos y también de un inmigrante irlandés y abolicionista, el que le legó el apellido Clay. Tenía sangre blanca. Y piel negra. La infancia de Cassius fue la de las prohibiciones. No podía sentarse donde los blancos; ni entrar en sus locales; ni ser como ellos. Agacha la mirada, negro. Hasta cuando regresó a casa con la medalla de oro olímpica le cerraron el paso en un restaurante de Louisville. Pronto renegó de su apellido. Es un nombre de esclavos. La religión, el Islam, se puso de su lado para romper esas cadenas. Llevamos cuatrocientos años en la cárcel, declaró ya como Muhammad Alí.

Estados Unidos andaba entonces en el fango de la guerra de Vietnam. Un matadero. El patriotismo no se cuestiona. Alistarse era un deber y un orgullo. Vencer o morir. Alí apenas sabía nada de aquel lejano conflicto. Su relación con el ejército se limitaba a una antigua visita a la oficina de reclutamiento. Le declararon no apto por su bajo coeficiente intelectual. He dicho que soy el más grande, no el más listo, bromeó sobre aquel episodio. Vietnam no le preocupaba. Su guerra era más cercana, interna, entre negros y blancos. Y ahí, con la juventud del país desangrándose en la jungla asiática, Ali soltó en una entrevista: No voy a pelearme con el Vietcong ese. El mejor boxeador de la historia, el ídolo popular, se negaba a alistarse y a pelear contra el enemigo de la patria. Al instante, todo el odio racial y nacionalista cayó sobre su figura.

Le retiraron el pasaporte, le pusieron bajo vigilancia del FBI. Un traidor. Un indeseable. Una deshonra para todas las personas decentes y para los miles y miles de hombres de nuestro tiempo que han dado la vida por los Estados Unidos, se escribió. Alí, sacerdote de su causa, no se calló. Sobre el ring era genial y un bocazas. Fuera de la lona, también: ¿Cómo se atreven a pedirme que me ponga un uniforme y me vaya a quince mil kilómetros de casa a tirarles bombas y pegarles tiros a los vietnamitas amarillos, mientras a los llamados negros de Louisville se les trata aquí como a perros?.

Publicidad

El mensaje de Alí fue un terremoto entre los afroamericanos. Un grito de Basta ya. Para los jóvenes negros al fin aparecía alguien que ponía a salvo su honor de ser humano. Por sus palabras, a Alí le juzgaron. Le condenaron a la cárcel. Dio igual. No obedecía las leyes de los hombres, sino las de Dios. En la revista Black Scholar, dejó este aviso: Un negro menos en tu lista, hombre blanco, ¿comprendes? Un negro al que no vas a atrapar. Ya era un símbolo y ya era libre. Así acaba de morir el mejor boxeador. Más que eso: Historia. Cassius se llamaba mi abuelo, Cassius se llamaba mi padre. Pero yo lo cambié. También eso lo cambié.

En el capítulo final de Rey del mundo, Ali dice cómo le gustaría que la recordaran: Como un negro que ganó el título mundial de los pesos pesados y que tenía sentido del humor y que trató a todos con justicia. Como un hombre que nunca miró por encima del hombro a quienes así lo miraban a él y que ayudó a tantos de los suyos como le fue posible. Como un hombre que trató de unir a los suyos en la fe del Islam. Y si todo eso es pedir mucho, digamos que me conformaría con ser recordado como un gran campeón de boxeo que se hizo predicador y campeón de su pueblo. Y ni siquiera me importaría que la gente olvidade lo guapo que era.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Accede todo un mes por solo 0,99€

Publicidad