El territorio del mito y de la infancia
Nos gusta el fútbol porque nos enamoramos de él cuando éramos niños y nos devuelve a esa edad en la que Gainza era un ídolo inalcanzable
Ahora que el Athletic Club acaba de ganar la Copa, ahora que podemos respirar en la tranquilidad y en la gloria cuando pudimos haberlo hecho ... en la desgracia, el disgusto y la desolación, merece la pena pensar qué nos ha traído hasta aquí.
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Me preguntan a menudo por qué me gusta el futbol, por qué lo sigo, diré que en la distancia. A veces, el interlocutor se propone ponerme nervioso ante una pregunta crítica y sarcástica y me recuerda que el emporio de los grandes negocios domina el fútbol, y me cita federaciones investigadas por la Policía.
Ya lo sé, el fútbol es también un lugar de negocios y de dinero; no lo niego, así es, y poco puedo hacer. Pero no es por eso por lo que sufro, grito, lo paso mal o bien, y me alejo de la televisión cuando no puedo soportar la tensión, y me acerco cuando sigo sin poder soportar la tensión, pero decido que marcharse es una decisión peor.
Para mí el fútbol representa el territorio del mito y de la infancia. En este punto son claros los escritores que se han acercado al fútbol. En sus obras recrean su vida, y, sobre todo, sitúan en su infancia el germen de su amor por el fútbol. Lo hace Nick Hornby en 'Fiebre en las gradas', lo borda Galder Reguera en 'Libro de familia' y lo describe Carlos Marzal en un libro de título definitivo: 'Nunca fuimos tan felices'. Nos lo contó el novelista Ramiro Pinilla en 'Aquella edad inolvidable', en cuya solapa insistió en salir retratado de niño con la camiseta del Athletic.
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Todos aprendimos a amar este deporte por tradición familiar y por experiencia vital. Iba de la mano de mi padre cuando vi pasear la Copa de 1958 por las calles de Mundaka, y podría afirmar que la llevaba Piru Gainza, al que luego admiré abiertamente. A veces pienso que no fue verdad y que lo que recuerdo es la foto en la que él levanta la Copa a hombros de Eneko en la conocida foto de Cecilio.
Sé que alguna vez Gainza vio jugar a mi cuadrilla en la hierba de la Atalaya y se fijó en un amigo talentoso que jugaba de medio creador. A este chico le probó el Athletic. Yo no era más que un jugador voluntarioso con más afición que capacidad. Lo que es la vida: aquel amigo nos dejó prematuramente.
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Aquí sigo yo, pensando que nos gusta este juego porque aprendimos a enamorarnos de él cuando éramos niños y porque nos devuelve a esa edad en que Gainza estaba tan arriba que era un mito inalcanzable. Y ahora que una lesión de futbolista, un esguince de ligamento interno, me impide seguir jugando con mis amigos de patético extremo izquierdo, tengo cada vez la conciencia más aguda de que me enfrento al paso del tiempo y que la infancia se mece lejos como una edad inabarcable. Pero me queda el fútbol para recuperarla, mientras sufro en la derrota de mi equipo y me alegro en su victoria.
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