Vista aérea de Riad, la capital de Arabia Saudita. AFP

Un mus en Arabia Saudita (y 2)

se non é vero...» ·

Domingo, 23 de agosto 2020, 03:14

Recién llegado de mis vacaciones en la República Dominicana, y tratando todavía de digerir el desfase horario, me disponía a sestear tumbado en el sofá ... durante toda la tarde, solo en casa, cuando sonó inoportuno el timbre de la puerta.

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Esto es todo lo que recuerdo de mi regreso a Vitoria hasta que recobré nuevamente el sentido con una sensación extraña, entre la placidez y una fuerte resaca, de haber sido manipulado y zarandeado. Sentía como si saliera de una lavadora y en principio lo atribuí al 'jet lag'. Más tarde vinieron a mi mente unas imágenes confusas: yo abriendo la puerta de mi domicilio en pijama, alguien abalanzándose sobre mí, inmovilizándome, un picotazo en el cuello como de tábano. En fin, y la oscuridad de una siesta infinita.

Abrí los ojos, estiré los brazos desperezándome, y me di un susto de cojones cuando, sentado frente a mí, me pareció adivinar la silueta de un hombre. Era la segunda vez en una semana que me encontraba con el viejo alto y cabezón de la República Dominicana con el que me fui a pescar una mañana. Cuando me saludó reconocí su voz pastosa inmediatamente. Era Juancar, joder. Y esta vez tampoco llevaba yo mis gafas progresivas puestas.

Al momento alguien entró ataviado con un atuendo árabe y dejó a mi lado una bandeja con un té verde con unos piñones en el fondo de un vaso de cristal de borde dorado. Yo aún trataba de atar cabos. Qué coño hacía yo de nuevo con Juancar, en el espacio de quince días, en latitudes tan diferentes como la República Dominicana y Oriente Medio. Aquello debía ser un lapsus espacio temporal, como los de Star Treck.

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- Buenas tardes, amigo mío. Quería agradecerte que pagaras los gastos del Chino y que le dedicaras un poco de afecto a él y a su familia en La Romana -me dijo-. Yo es que nunca llevo dinero encima, ya sabes. Además, quería invitarte a pasar una semana conmigo, fundamentalmente porque me siento en deuda contigo. Además, por qué no reconocerlo, porque me siento más solo que la una y porque no había conocido a ningún ser humano normal que no pretendiera obtener algo de mí en los últimos veinte años. Te parecerá una chorrada, pero puedo asegurarte que no lo es.

Ya recuperada la consciencia y ganados el resuello y la compostura, le dije que estaría encantado en satisfacer sus deseos de amistad, pero que en el curro y en casa me esperaban sin dilación al día siguiente. Él sacudió el aire con su mano, como espantando moscas, en un gesto de quitarle importancia a mis excusas.

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- Está todo arreglado. Y tanto tu mujer como tu jefe han recibido las justificaciones oportunas, obviamente inventadas, para que no tengas ningún problema laboral ni familiar. Estas nimiedades las bordan los del CNI. Luego, en lo realmente importante, la cagan con las patas de atrás. Pero bueno, siempre he sabido que vivíamos en el país de Mortadelo y Villarejo.

- Filemón, corregí.

- Ves. Precisamente por eso estás aquí. Porque no puedes evitar ser un jodido contestón. Pero si te he hecho traer a mi presencia es por un problema que tengo del diez. Tengo una partida de mus el próximo domingo, de hoy en dos días, y no tengo con quién jugarla. Aparte del tonto de la embajada española, claro está, que no sabe ni tener las cartas. Me va en ello una suma importante de dinero. No en billetes, entiéndeme. Ya sabes que apostar dinero al mus es de necios. Se trata de pagar un almuerzo que nada tiene que ver con los chicharrones o los ostiones que me apretaba en La Romana. Aquí, a los almuerzos de media mañana los llaman brunch -al amaiketako, vamos- y cuestan un cojón de mico. La última factura fue escalofriante. Los muy cabrones beben champán Cristal cuando ganan. Sí, el de 'Pretty Woman', ese que la botella tiene el culo de fondo plano, por antojo del Zar Alejandro II.

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- Pues como te decía -siguió poniéndome al día- la última partida la jugaremos contra el príncipe heredero local. El muy cabrón aprendió a jugar en una tasca de Marbella y pasa más señas falsas que un tahúr del Misisipí. Y pese a que dicen que es una osadía ganarle, quiero joderle bien jodido. Que amigo de los árabes sí, pero que me ganen al mus dos moros, ni harto de grifa.

Yo no daba crédito a lo que oía. Me habían secuestrado, puesto una bolsa de tela en la cabeza, esposado las manos a la espalda, narcotizado con algún anestésico, trasladado en un avión privado, desembarcado en brazos y conducido en una limusina hacia ninguna parte, que era donde me encontraba ahora. Y toda esa movida para echar un mus. Tócate los pelendengues. Y claro, me dejé llevar.

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Llegó el día de autos. Allí estaba yo sentado frente a Juancar. A mi derecha, el heredero de nombre impronunciable y a mi izquierda, un tipo siniestro con cara del Gran Visir de los dibujos animados. El almuerzo iba a dos de tres. Los primeros tres juegos fueron un paseo militar. Ganamos tres a cero. Se las metí todas dobladas. Las clásicas y las que aprendí de Mediavilla. Cortar con treinta de mano al punto y pegar a pequeña, y cosas por el estilo.

A los adversarios fue agriándoseles la cara y en un momento dado en que choqué los cinco con Juancar en plan choteo, asomó por las inmediaciones un tipo como el actor ese al que llaman La Roca, con una cimitarra a la derecha de su cintura y una daga en el refajo con el que se sujetaba los pantalones bombacho, que ríete tú de nuestro cuchillo jamonero o de la navaja de cinco muelles.

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No sé si fue el miedo, pero nuestra suerte empezó a declinar. Un par de órdagos mal echados por Juancar y algunas piedras que fuimos regalando nos situaron a las dos parejas ante el último juego, empatados a 38 y con todas las cartas dadas. No me pregunten por qué, pero me descarté de los reyes y tenía en mi mano cuatro ases. Cuando pegué él órdago a pequeña puse cara de ir obligado, yo iba de mano, y vi con sorpresa cómo el heredero arrojaba sus cartas gritando un quiero en fa sostenido. Tenía cuatro ases. Y se creía vencedor, el muy gañán. Juancar me miraba con cara de no abrigar la mínima esperanza en mi jugada, hasta que le guiñé el ojo y enseñé mis cuatro ases que ganaban el juego, la partida y el brunch por la mano.

Yo no las tenía todas conmigo cuando vi que el de la daga hacía un ademán de sacarla de su funda. El heredero lo impidió con su mano derecha, le abofeteó y le despidió con cajas destempladas y un par de fustazos inmisericordes que cruzaron su cara. A unas palmadas del heredero aparecieron odaliscas por doquier que portaban bandejas con unas exquisiteces que para qué voy a enumerarles.

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Me agarré una curda del diez a base de Cristal y caviar, que allí lo comen a puñados porque siempre hay una señorita que te limpia inmediatamente las manos con unas servilletas de 800 hilos por pulgada de algodón peruano humedecido en agua de rosas. Pero claro, como no había pan para hacer masa se me fueron subiendo las burbujas hasta que caí desplomado unas horas más tarde.

Desperté en el sofá de mi casa oliendo a agua de rosas, con un picor en el cuello como de un pinchazo y con un pijama de seda que no era mío. Mi mujer volvía de Mercadona y me saludó con absoluta normalidad.

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- ¿Qué tal has pasado la cuarentena? Ya nos avisaron de la Embajada que todo iba perfectamente y que llegarías hoy.

- Pues una semana aburrida. Ya te puedes imaginar.

En aquel momento, ignoro por qué, vinieron a mi mente Mortadelo y Villarejo, y el CNI y la cara borrosa de Juancar. Y aquel «Perdón, lo siento, no volverá a suceder», cuando perdió el primer órdago.

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