El amigo codicioso que mató al sastre Olaizola en Bilbao
Solo llevaba un par de semanas en la villa cuando un compañero de fonda, al que había prestado ayuda económica, lo acribilló a cuchilladas
Antonio Olaizola y Joaquín Estenoz se conocieron en la fonda de la calle Pelota donde ambos se alojaban. Los dos eran forasteros –Antonio, guipuzcoano de ... Oñati; Joaquín, navarro de Beire–, pero sus circunstancias parecían bastante dispares. Joaquín, de 16 años, llevaba ya algún tiempo en aquel Bilbao de finales del siglo XIX, que atraía a tantos y tantos inmigrantes con la promesa de una insólita abundancia, y había estado trabajando como dependiente en un comercio, pero se había quedado en el paro. Antonio, de 24, acababa de trasladarse a la capital vizcaína para completar su formación como sastre y era un joven distinguido y con ciertos recursos, que le permitieron prestar alguna ayuda económica a su apurado compañero de pensión. Antonio no conocía la ciudad y Joaquín disponía de mucho tiempo libre, así que se acostumbraron a pasear juntos y forjaron lo que parecía una bonita camaradería... hasta que el navarro, ciego de codicia, mató a su supuesto amigo de dieciséis cuchilladas.
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El domingo 19 de abril de 1896, un pastor que cuidaba sus ovejas por las laderas del Arraiz encontró un cadáver cerca de la fuente de Iturrigorri. Las múltiples heridas dejaban claro que se trataba de la víctima de un crimen y, según recogió 'El Noticiero Bilbaíno', su atuendo evidenciaba que el fallecido «debía pertenecer a la clase media»: llevaba traje azul marino, botas negras, camisa de cuello alto y una corbata azul con motas blancas. La Policía inspeccionó el entorno y halló un bastón-estoque, una navaja abierta, un sombrero hongo color café, un dedal, una anilla de la cadena de un reloj y varias monedas de poco valor. En uno de los bolsillos de la chaqueta, el desconocido guardaba una cajetilla de tabaco de 40 céntimos en la que quedaban cinco pitillos, además de un rosario, un espejo de bolsillo y el pañuelo, según el minucioso recuento que publicó 'El Nervión'. Una de las cuchilladas le había atravesado el corazón.
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El dedal fue clave para identificarlo rápido, porque orientó a los investigadores hacia el gremio de la confección. Antonio solo llevaba dos semanas en Bilbao y se hospedaba en la casa de Petra Leoz, a la que había llegado «recomendado por un señor muy rico de su pueblo», según detalló la mujer. «Era una persona muy buena y muy formal», lo describió. Petra se mostró segura de que Antonio no se había aventurado solo hasta el paraje apartado donde lo mataron, porque «no conocía la población y mucho menos los alrededores», y puso a la Policía tras la pista de Joaquín, que solía ejercer de cicerone en sus expediciones de las tardes. El sábado, el sastre había manifestado su deseo de acudir a La Casilla, donde los soldados del regimiento de Garellano tenían instrucción de esgrima, y se marchó de la fonda solo, aunque todo hacía sospechar que en la calle se había reunido con su acompañante habitual. A las siete y media, el joven Joaquín se presentó a cenar, sin dar ninguna muestra de agitación, pero el domingo tomó el primer tren para irse a «pasar una temporada» en su pueblo.
Un décimo premiado
Los encargados del caso no tardaron en descubrir que Antonio y Joaquín no habían estado solos. En El Arenal detuvieron a José María Lezagabarte, un pintor en paro de 17 años, natural de Bergara, que entre contradicción y contradicción acabó reconstruyendo lo ocurrido el sábado. En La Casilla se había juntado con Antonio, Joaquín y un cuarto joven llamado Rodrigo Sádaba, de 18 años, navarro y relojero. Tras contemplar un rato las evoluciones de los militares, echaron a andar hacia Arraiz. «En el trayecto, el Joaquín, dirigiéndose a sus amigos, les dijo: 'Tenemos que matar a este hombre, porque tiene mucho dinero'», relató 'El Nervión'. Los otros se lo tomaron a broma, pero después contemplaron espantados cómo Joaquín esgrimía el bastón-estoque, atacaba a Antonio y, tras derribarlo, le asestaba múltiples navajazos. Según la declaración de José María, le quitaron ochenta pesetas, de las que él recibió diez, y un décimo de lotería, que el homicida también le entregó: «Toma esto, por si tienes suerte». La tuvo, y en el sorteo le habían tocado 50 pesetas.
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Los dos navarros se habían escapado. A Rodrigo lo arrestó la Guardia Civil en Estella, pero Joaquín se esfumó. El juez emitió una orden en la que describía al fugado como «de estatura algo baja, recio, rubio, sin barba ni bigote», con «una cicatriz en el carrillo derecho y otra bastante pronunciada en la cabeza». Se supo que había partido hacia Biarritz: su familia había residido algún tiempo en la ciudad, cuando probó suerte en la emigración, y el propio Joaquín había nacido en Francia y dominaba «perfectamente» el idioma. Después, se averiguó que había cruzado el Atlántico hasta Argentina. En el juicio testificó Eusebio Odriozabal, que navegó en el mismo vapor que Joaquín y estuvo con él en Río de la Plata, donde el joven le confesó que había matado a Antonio Olaizola.
Nunca lo atraparon. Los únicos acusados en el juicio, que se celebró en marzo de 1898 ante «un gentío numeroso», fueron Rodrigo, para quien se pedía la pena de muerte, y José María, que afrontaba una posible condena a 18 años de cárcel. «Son dos criaturas las que se encuentran bajo el peso de la ley», se compadeció el cronista de 'El Nervión'. Los abogados defensores insistieron en que Joaquín Estenoz había escrito una carta al juez de instrucción en la que asumía toda la responsabilidad por los hechos y exculpaba a los otros dos. Finalmente, Rodrigo fue sentenciado a ocho años de prisión, como encubridor, y José María resultó absuelto.
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