'Ghost of Yotei': El mundo abierto como jaula hermosa
Crítica ·
Lo último de Sucker Punch ya está disponible para PlayStation 5En 1915, Franz Kafka escribió un relato breve titulado Ante la ley, donde un hombre pasa toda su vida esperando permiso para entrar por una puerta. El guardián le dice que puede intentarlo, pero que no se lo aconseja. El hombre espera. Años. Décadas. Envejece frente a esa puerta, preguntando constantemente si puede pasar. Al final de su vida, cuando está a punto de morir, le pregunta al guardián por qué nadie más ha venido a pedir entrada. El guardián responde: «Esta puerta estaba destinada solo para ti. Ahora voy a cerrar la.» El hombre nunca supo que podría haber entrado en cualquier momento. La puerta estaba abierta. Fue él quien se quedó paralizado, obedeciendo una orden que nunca se pronunció.
Sartre llevó esto más lejos en A puerta cerrada: tres personajes encerrados en una habitación que resulta ser el infierno. No hay torturadores, ni fuego, ni castigos físicos. Solo están ellos tres, obligados a mirarse, a hablarse, a existir juntos para siempre. Una de las líneas más famosas de la literatura del siglo XX sale de esa obra: «El infierno son los otros.» Pero la verdadera revelación llega al final, cuando uno de los personajes descubre que la puerta nunca estuvo cerrada. Podían haber salido en cualquier momento. Pero no lo hicieron. Porque ya estaban tan atrapados por su propia narrativa interna, por la dinámica que habían creado entre ellos, que la puerta física dejó de importar.
Publicidad
Y luego está El show de Truman, aquella película de Peter Weir donde Jim Carrey vive en un decorado gigantesco que simula ser un pueblo real. Todo es falso: el cielo, el mar, las personas, su vida entera. Pero el decorado es tan grande, tan convincente, que Truman tarda treinta años en darse cuenta. Puede ir donde quiera dentro de Seahaven. Tiene libre albedrío. Puede elegir qué comer, con quién hablar, qué hacer cada día. Pero todas esas elecciones suceden dentro de un set de televisión diseñado para mantenerlo cautivo. La jaula es tan espaciosa que se siente como libertad.
Mientras jugaba a Ghost of Yōtei —y digo jugaba porque llevo veinticuatro horas en Ezo y todavía me quedan tres nombres en la lista de Atsu, así que técnicamente esto es una crítica en progreso—, no podía dejar de pensar en Truman Burbank mirando ese cielo pintado de azul. Porque Ezo, con toda su belleza despampanante, con sus llanuras doradas y sus montañas nevadas y su volcán que se eleva majestuoso en el horizonte, es quizá una de las jaulas más elegantes que he visto en un videojuego. Y lo interesante no es que sea una jaula —casi todos los mundos abiertos lo son—, sino que Ghost of Yōtei parece perfectamente consciente de ello.
O al menos esa es la impresión que me da veintitantas horas después. Podría estar completamente equivocado. Quizá cuando llegue al sexto nombre, el juego me sorprenda con una puerta. Quizá Atsu pueda elegir perdonar, o huir, o simplemente tirar la lista al fuego y abrir una posada en algún pueblo tranquilo. No lo sé. Pero sí sé que cada vez que cargo la partida, ahí está: la lista. Los seis nombres. Tres ya tachados en rojo. Otros tres todavía esperando. Y esa lista me persigue incluso cuando estoy haciendo cualquier otra cosa, como si Sucker Punch quisiera recordarme constantemente que esto no es un juego sobre la libertad. Es un juego sobre la obsesión. Y yo, como idiota, sigo jugando como si tuviera elección.
El espejismo del mundo abierto
La tradición del mundo abierto en videojuegos se ha construido sobre una promesa: libertad. Desde The Legend of Zelda: Breath of the Wild hasta Red Dead Redemption 2, pasando por The Witcher 3 o Skyrim, los juegos de mundo abierto nos venden la fantasía de que somos libres. Ve donde quieras. Haz lo que quieras. La aventura es tuya. Es una promesa tan seductora que nos olvidamos de preguntarnos si es verdad.
Publicidad
Breath of the Wild nos decía: «Puedes ir a cualquier parte, en cualquier orden». Y era cierto, hasta que recordabas que solo hay un Ganon y que al final tendrás que matarlo. Skyrim te dejaba ser ladrón, mago, guerrero, pero todas esas identidades convergían en el mismo punto: eres el Dovahkiin, y hay un dragón esperándote. Red Dead Redemption 2 te permitía pescar, cazar, jugar al póker, pero Arthur Morgan tenía que afrontar su destino al ocaso y no había nada que pudieras hacer para evitarlo. La libertad del mundo abierto es, en el mejor de los casos, libertad de ruta, no libertad de destino.
Lo fascinante de Ghost of Yōtei es que no intenta esconder esto. Al contrario: lo pone en primer plano desde el minuto uno. Atsu escribe seis nombres en una tela. Los Seis de Yōtei. Hombres que destruyeron su familia, que la dejaron por muerta, que convirtieron su vida en cenizas. Usas el touchpad del DualSense para trazar los caracteres kanji, y ese simple gesto —escribir una lista de muertes con tus propios dedos— es tan cinematográfico como perturbador. Y luego el juego te suelta en Ezo y te dice: adelante, eres libre. Explora. Descubre. Vive aventuras.
Publicidad
Pero esa lista está ahí. Esos seis nombres no van a desaparecer. Y aquí es donde empiezo a dudar de mi propio argumento, porque la verdad es que sí me he sentido libre en Ezo. Ayer pasé dos horas siguiendo zorros hasta sus santuarios escondidos, luego me puse a salvar lobos cautivos, mas tarde me encontré con un duelo aleatorio que no tenía nada que ver con la lista, y después simplemente me senté junto a una cascada a tocar el shamisen porque el juego me dejaba hacerlo. Y en ningún momento durante esas dos horas pensé en la venganza. En ningún momento me sentí presionado a seguir la misión principal.
Entonces, ¿es realmente una jaula si olvidé por completo que estaba encerrado? ¿O estoy construyendo un argumento bonito sobre un problema que en realidad no existe?
No lo sé. Quizá sean las dos cosas a la vez. Quizá la jaula funciona porque es tan grande que puedes olvidar que estás encerrado. Quizá eso es lo que la hace perfecta.
Publicidad
La venganza como carcelero
Hay un momento temprano en el juego, después de tachar el primer nombre de la lista, donde Atsu se sienta junto a una hoguera y un personaje secundario —un mercader ambulante que la ha ayudado— le pregunta qué hará cuando termine su trabajo. Atsu no responde. Literalmente: silencio. La cámara se queda en su rostro unos segundos, esperando palabras que no llegan, y luego corta al gameplay. Es un momento de escritura inteligente disfrazado de economía narrativa, porque lo que el juego está admitiendo es algo que muchos protagonistas de videojuegos nunca reconocen: Atsu no tiene un después. No hay vida más allá de la lista. No hay futuro que no sea la venganza cumplida y luego... ¿qué? El vacío. La nada. Quizá la muerte.
Me acordé de Shadow of the Colossus. Hace años, cuando lo jugué por primera vez, hice algo estúpido: después de matar al decimoquinto coloso, apagué la consola. No quería ver el final. Sabía que iba a ser triste, sabía que Wander iba a pagar un precio terrible por traer de vuelta a Mono, y pensé que si no veía el final, Wander podría quedarse para siempre en esa versión del juego donde aún había esperanza. Obviamente, terminé jugándolo semanas después. Y obviamente, el final era exactamente tan devastador como imaginaba. Pero durante esas semanas, Wander vivió en mi cabeza como un hombre que todavía no había perdido.
Publicidad
Jugando a Ghost of Yōtei me está pasando algo parecido: no quiero llegar al sexto nombre. No porque el juego sea malo, sino porque intuyo que cuando Atsu tache ese último nombre, cuando el juego me muestre qué hay al otro lado de la venganza, voy a tener que admitir que pasé cuarenta horas ayudando a alguien a destruirse. Y preferiría quedarme aquí, en Ezo, donde todavía puedo fingir que esto va de otra cosa. Donde puedo fotografiar atardeceres y coleccionar armaduras y convencerme de que Atsu está bien, de que esta aventura no es solo un camino hacia la autodestrucción.
Pero cada vez que cargo el juego, ahí está la lista. Y la lista me dice: no, tío. Sabes exactamente de qué va esto.
Esto convierte a Ezo en algo más complejo que un simple mapa bonito. Cada kilómetro que recorres, cada misión secundaria que completas, cada santuario que descubres y cada bestia que cazas, todo eso no son distracciones de la venganza: son aplazamientos. Atsu puede tomarse su tiempo porque sabe que cuando acabe, cuando tache el último nombre, su razón de ser desaparecerá. Entonces el mundo abierto deja de ser libertad y se convierte en lo que realmente es: una forma de retrasar lo inevitable. Es como pasear por la celda de un condenado a muerte la noche antes de la ejecución. Puedes ir de una pared a otra, puedes sentarte, puedes tumbarte, puedes hacer flexiones si quieres. Pero sigues en una celda. Y la ejecución sigue programada para mañana.
Noticia Patrocinada
La venganza es el carcelero más eficiente que existe porque no necesita rejas. Te encierra desde dentro. Convierte cada elección en falsa elección: puedes elegir el camino, pero no puedes elegir el destino. Puedes elegir cuándo matas, pero no puedes elegir no matar. Y el mundo abierto de Ghost of Yōtei, con toda su generosidad espacial, con todos sus secretos y maravillas, se vuelve en realidad una metáfora perfecta de la mente obsesiva: un lugar enorme donde todas las rutas llevan al mismo sitio.
«A man chooses, a slave obeys»
En 2007, BioShock nos regaló una de las críticas más lúcidas al diseño de videojuegos jamás integrada en un videojuego. Andrew Ryan, el antagonista libertario de Rapture, te mira a los ojos y te dice: «A man chooses, a slave obeys» (Un hombre elige, un esclavo obedece). Y luego te ordena que lo mates. Y tú lo matas. Porque el juego te lo ordena. Porque no tienes otra opción. Porque toda tu «libertad» en BioShock hasta ese momento era ilusoria. El juego te estaba guiando con una correa invisible, y Ryan te lo echa en cara: nunca fuiste libre. Solo creías serlo.
Publicidad
Ghost of Yōtei hace algo parecido, pero más sutil, más insidioso. No hay un Ryan que te diga «eres un esclavo.» No hay un giro narrativo que te revele que te estaban manipulando. En cambio, el juego simplemente te muestra la lista. Seis nombres. Y confía en que tú, como jugador, entiendas la trampa: tú tampoco puedes dejar de jugar. Puedes apagar la consola, claro, pero mientras estés jugando, mientras estés dentro del juego, no tienes más opción que seguir la lista.
Bueno, técnicamente no sé si tengo opción o no. Como he dicho, no he llegado al final. Quizá Sucker Punch me sorprenda y me deja elegir. Quizá el juego me pregunte: «¿De verdad quieres matar al sexto tipo, o prefieres soltar la espada y buscar otra forma de vivir?» Y si me da esa opción, entonces todo este texto es una gilipollez. Pero por ahora, con lo que he jugado, la sensación es de inevitabilidad. Y a veces las sensaciones son más verdaderas que los hechos.
Publicidad
Lo perturbador es que esto refleja perfectamente cómo funcionan los juegos de mundo abierto modernos. Todos vienen con listas: misiones principales, misiones secundarias, coleccionables, logros, puntos de interés en el mapa. Y nosotros, obedientes, vamos tachando. Uno por uno. Como si fuera libertad. Como si estuviéramos eligiendo. Pero la lista ya estaba ahí antes de que empezáramos. Alguien más la escribió. Nosotros solo la seguimos. Atsu, al menos, escribió su propia lista con su propia mano. Los jugadores ni siquiera tenemos eso: seguimos listas que otros escribieron para nosotros, y lo llamamos entretenimiento.
La arquitectura de la ilusión
Sucker Punch ha diseñado Ezo con una inteligencia espacial notable. No es el mapa más grande que he recorrido —Breath of the Wild, Elden Ring y Red Dead 2 lo superan en extensión—, pero sí es uno de los más cuidadosamente calibrados para generar esa sensación de libertad sin serlo nunca del todo. El diseño de niveles funciona como esos jardines japoneses donde cada paso está calculado para que veas exactamente lo que el diseñador quiere que veas: el reflejo del monte Yōtei en un lago, un bosque de ginkgos dorados en otoño, una cascada escondida tras una formación rocosa. Todo parece espontáneo, natural, descubierto por ti. Pero nada es accidental. Cada árbol está plantado para guiarte. Cada camino bifurcado lleva, en realidad, al mismo sitio.
Publicidad
Hay un concepto en diseño de videojuegos llamado railroading que se refiere a forzar al jugador por un camino específico sin que se note. Los buenos diseñadores hacen que el jugador crea que eligió libremente, cuando en realidad estaba siendo guiado todo el tiempo. Ghost of Yōtei practica una forma sofisticada de railroading donde el espacio abierto es en sí mismo el raíl. Puedes desviarte, claro. Puedes pasar horas descubriendo manantiales, madrigueras, ayudando a aldeanos. Pero el viento siempre sopla en la misma dirección: hacia el siguiente nombre de la lista. Y el viento, esa mecánica tan celebrada desde Ghost of Tsushima por eliminar el HUD y hacerte navegar «naturalmente», es en realidad la correa más elegante jamás diseñada. No es un marcador en el mapa que te ordena ir a un sitio. Es el juego susurrándote sugerencias, empujándote suavemente, y tú crees que estás eligiendo seguir el viento cuando en realidad el viento te está llevando.
Lo mismo sucede con las misiones secundarias. En teoría, son opcionales. En la práctica, muchas están diseñadas para que quieras hacerlas porque mejoran tus habilidades, te dan equipo mejor, te revelan fragmentos de la historia de Atsu. El juego no te obliga, pero crea las condiciones para que la «elección racional» sea hacerlas. Es como esos tests psicológicos donde técnicamente puedes elegir cualquier respuesta, pero el diseño de las preguntas ya está sesgando tus elecciones.
Y lo que me jode un poco de todo esto es que Sucker Punch podría haber ido más lejos. Podrían haber hecho un juego donde literalmente NO PUEDES salir de la estructura de venganza. Donde si intentas ignorar la lista durante demasiado tiempo, Atsu empieza a tener flashbacks violentos que interrumpen tu exploración. Donde las voces en su cabeza (que el juego apenas usa, un desperdicio) se vuelven más insistentes, más crueles, castigándote por intentar ser libre. Podrían haber hecho algo como Spec Ops: The Line, que te castiga por seguir jugando, que te hace sentir como una mierda por obedecer órdenes. Pero no lo hicieron. Y no sé si eso es cobardía o sabiduría comercial. Porque hacer eso habría sido demasiado experimental para un juego que cuesta 80 euros. Pero al no hacerlo, la jaula se siente opcional. Y si la jaula es opcional, entonces no es una jaula, es solo una habitación donde decidiste quedarte.
Y eso arruina un poco el argumento que llevo construyendo durante dos mil palabras.
La honestidad de la jaula
Pero luego pienso: quizá ese es el punto. Que la jaula sea opcional. Que sepamos que podríamos apagar la consola, pero no lo hacemos. Que sepamos que podríamos ignorar la lista, pero no lo haremos. Porque estamos programados —social, psicológica, lúdicamente— para completar listas. Para tachar nombres. Para llegar al final. No por obligación externa, sino por compulsión interna.
Publicidad
Y ahí es donde Ghost of Yōtei se vuelve interesante de verdad, porque lo que podría ser una crítica devastadora al juego se convierte, en su lugar, en uno de sus mayores logros. Porque a diferencia de tantos mundos abiertos que te venden libertad mientras te manipulan en secreto, Yōtei es honesto sobre su naturaleza. Te muestra la lista desde el principio. No pretende que vas a salvar el mundo, o restaurar el honor, o elegir tu destino. Te dice: esta mujer está rota. Esta mujer solo tiene venganza. Y si juegas como ella, tú también quedarás atrapado en esa obsesión.
Porque Ghost of Yōtei admite algo que otros juegos ocultan: los videojuegos siempre son cárceles. Siempre hay límites, siempre hay reglas, siempre hay un final predeterminado. La diferencia entre un juego honesto y uno deshonesto no es si te encierran, sino si reconocen que lo están haciendo. Skyrim te dice «sé quien quieras», pero al final del día eres el Dragonborn y tienes un dragón que matar. The Witcher 3 te dice «tus decisiones importan», pero Ciri va a ser el centro de la historia sí o sí. Assassin's Creed te dice «explora la Historia», pero solo puedes explorar los fragmentos que Ubisoft programó. Ghost of Yōtei, en cambio, te dice: «Eres un fantasma de venganza. Tienes seis nombres. No hay nada más.» Y luego te suelta en un mundo hermoso que podrías explorar para siempre, sabiendo que nunca lo harás porque la lista está ahí, llamándote, recordándote que todo esto —esta libertad, esta exploración, esta belleza— es solo el decorado de una tragedia inevitable.
El jugador como cómplice
Hay algo perverso en cómo Ghost of Yōtei convierte al jugador en cómplice no solo de la venganza de Atsu, sino de su propia prisión. Porque nosotros, como jugadores de mundos abiertos veteranos, ya estamos entrenados para comportarnos de cierta manera. Vemos un mapa. Queremos completarlo. Vemos iconos. Queremos aclararlos. Vemos una lista de objetivos. Queremos tacharlos. No importa que el juego nos diga «tómate tu tiempo, explora libremente»: nosotros ya sabemos que hay un final, y queremos llegar a él. Somos prisioneros voluntarios de nuestra propia necesidad de completar cosas.
Yōtei aprovecha esto. Sabe que aunque te dé libertad espacial, tú mismo te vas a encerrar en la estructura de objetivos que el juego propone. Sabe que aunque Atsu pueda pasarse un año en Ezo sin tocar un solo nombre de la lista, tú no lo harás. Porque tú tienes curiosidad. Porque tú quieres ver qué pasa. Porque tú, como Atsu, también tienes tu lista. Tu lista es el juego mismo: empezarlo, jugarlo, acabarlo, quizá platinarlo. Y no puedes dejar de seguir esa lista aunque el juego te esté diciendo, con cada paisaje hermoso y cada momento tranquilo junto a una hoguera, que quizá deberías parar. Que quizá la venganza no vale la pena. Que quizá Atsu estaría mejor si dejara todo esto y simplemente viviera.
Publicidad
Pero no puede. Y tú tampoco.
Esa es la verdadera trampa de Ezo: no es una trampa para Atsu. Es una trampa para ti.
La biblioteca de un solo volumen
Hay un cuento de Borges, La biblioteca de Babel, donde existe una biblioteca infinita que contiene todos los libros posibles. Infinitas combinaciones de letras. Que estadísticamente significa que en algún lugar de esa biblioteca está tu biografía completa, con cada detalle de tu vida. Y también está tu biografía con un final diferente. Y otra donde tomaste otras decisiones. Infinitas versiones de ti.
La biblioteca es infinita, así que eres libre de buscar cualquier libro. Pero como es infinita, nunca encontrarás el que buscas. Libertad total e imposibilidad total son la misma cosa. Ezo me recuerda a eso: un mapa tan grande que parece contener infinitas posibilidades, pero todas llevan al mismo libro. Al libro donde Atsu mata a seis hombres y luego no sabe qué hacer con su vida.
Podría haber otros libros en Ezo —el libro donde Atsu perdona, el libro donde huye, el libro donde encuentra paz—, pero no están en el catálogo. O al menos no los he encontrado todavía. Y llevo veinticuatro horas buscando. Sucker Punch escribió un libro, y yo sigo vagando por esta biblioteca de un solo volumen, fingiendo que hay alternativas, como esos lectores obsesivos que releen la misma novela, esperando que esta vez el final sea diferente.
Y quizá lo sea. Quizá cuando llegue al sexto nombre me equivoque en todo. Quizá el juego me dé una puerta. Quizá Atsu pueda elegir. Pero incluso si puede, ¿yo podré? ¿Seré capaz de elegir perdonar después de haber pasado cuarenta horas matando? ¿Tendré la fuerza de voluntad de dejar la venganza a medias? Lo dudo. Porque a estas alturas yo también estoy atrapado en la obsesión. Yo también quiero ver a los seis tíos muertos. Yo también necesito tachar esos nombres.
Publicidad
Y eso es lo más jodido: que aunque el juego me diera la opción de salir, probablemente no la tomaría. Porque ya estoy demasiado metido. Demasiado comprometido. Demasiado cerca del final.
La belleza como anestesia
Quizá lo más cruel de la jaula de Ezo es lo hermosa que es. Porque una celda gris y desnuda te recuerda constantemente que estás encerrado. Pero una celda con vistas al monte Yōtei, con campos de flores silvestres mecidas por el viento, con atardeceres que parecen pintados por Hokusai, con bosques de bambú donde la luz se filtra en rayos dorados... esa celda te hace olvidar que estás encerrado. Te hace pensar que quizá esto es libertad. Que quizá la belleza es suficiente. Que quizá no necesitas salir si afuera no hay nada mejor que esto.
Sucker Punch sabe esto. Cada centímetro de Ezo está diseñado no solo para ser hermoso, sino para distraerte de tu prisión. Las misiones secundarias, los maestros, las leyendas, los santuarios, las termas, los campamentos de bandidos, los rumores que perseguir... todo eso existe para que te olvides momentáneamente de la lista. Para que pases una hora vagando tranquilo y pienses: quizá Atsu no necesita venganza. Quizá podría vivir así. Quizá este mundo es suficiente. Pero luego abres el mapa y ahí está: la lista. Los seis nombres. Tres ya tachados en rojo. Otros tres todavía esperando. Y recuerdas que nada de esto importa realmente. Que toda esta belleza, toda esta paz, toda esta exploración, son solo aplazamientos. Maneras de no enfrentar lo inevitable.
La belleza de Ezo no es consuelo; es anestesia. Es la morfina que te dan antes de la cirugía. Te hace sentir bien temporalmente, pero no cambia lo que va a pasar. Y nosotros, como jugadores, somos cómplices de esa anestesia. Pasamos horas documentando paisajes mientras ignoramos el propósito. Nos detenemos a admirar un atardecer mientras Atsu debería estar persiguiendo al siguiente nombre. Y el juego nos deja hacer esto porque sabe que eventualmente volveremos a la lista. Porque sabe que la belleza es solo distracción temporal, y que nuestra necesidad de completar el juego va a ganar.
Es Truman en Seahaven otra vez: el decorado es tan bonito que casi olvidas que es falso. Casi olvidas que estás siendo observado, manipulado, guiado. Casi olvidas que hay un mundo real fuera. Casi. Pero no del todo. Porque en el fondo, Truman siempre supo que algo no encajaba. Y nosotros, en el fondo, siempre sabemos que Ezo es una jaula. Solo que es una jaula tan hermosa que preferimos no pensarlo demasiado.
Publicidad
Cansancio
Llevo cuatro mil palabras diciéndote que Ezo es una jaula. Y ya me estoy cansando de mi propia metáfora. Porque la verdad es que me lo estoy pasando bien. Me gusta cabalgar por ese mapa. Me gusta descubrir santuarios. Me gusta matar a los Seis de Yōtei, aunque eso me convierta en cómplice de una obsesión destructiva. Y quizá todo este rollo de la jaula y Kafka y Borges y Truman Burbank es solo mi manera de intelectualizar algo más sencillo: que los videojuegos siempre han sido jaulas, y que nos gustan precisamente por eso.
Porque en la vida real no hay listas claras que tachar. No hay seis nombres que matar para que todo tenga sentido. No hay un viento que te diga exactamente hacia dónde ir. La vida real es la verdadera jaula, y es mucho más grande y mucho más confusa y mucho menos hermosa que Ezo. Así que quizá la gracia de Ghost of Yōtei no es que sea una jaula, sino que es una jaula mejor que la nuestra. Una donde al menos sabes qué hacer. Una donde la venganza tiene estructura, tiene etapas, tiene final. Una donde los problemas se resuelven con una katana y no con terapia y años de trabajo emocional.
Quizá por eso me gusta tanto vagar por Ezo. Quizá por eso no tengo prisa en llegar al sexto nombre. No porque tema el final del juego, sino porque dentro del juego todo tiene sentido de una manera que mi vida real nunca tendrá. Dentro del juego, sé exactamente quién soy (un fantasma de venganza), qué debo hacer (tachar seis nombres) y cómo hacerlo (con una katana muy afilada). No hay ambigüedad. No hay dudas existenciales. No hay noches sin dormir, preguntándome si estoy haciendo lo correcto.
Solo hay una lista. Y nombres que tachar. Y un mapa hermoso que recorrer hasta que se acabe.
Y cuando se acabe, ¿qué? No lo sé. Pero cada vez tengo menos ganas de averiguarlo.
La puerta que quizá existe
Al final de El show de Truman, Truman llega a la pared del decorado. Literalmente choca contra el cielo pintado. Descubre que todo era mentira. Y entonces encuentra la puerta. La puerta que lleva al mundo real. Christof, el director del show, le habla desde los altavoces. Le dice que afuera no hay nada mejor. Que Seahaven es perfecto. Que puede vivir feliz aquí para siempre. Que no tiene que irse. Truman mira la puerta. Mira atrás, al mundo falso, pero hermoso donde ha vivido toda su vida. Y luego dice su línea más famosa: «In case I don't see ya, good afternoon, good evening and good night.» Y sale. Cruza la puerta. Elige la libertad aunque no sepa qué hay al otro lado.
Publicidad
No sé si Ghost of Yōtei me dará esa puerta. Llevaba tres mil palabras asumiendo que no, que la lista es inevitable, que Atsu no puede elegir. Pero la verdad es que no lo sé. Quizá me equivoco. Quizá el juego me sorprende. Quizá cuando llegue al sexto nombre, Sucker Punch me pregunta: «¿De verdad quieres hacer esto?» Y quizá yo puedo decir que no. Que Atsu ha sufrido suficiente. Que la venganza no vale la pena. Que hay otra forma.
O quizá no. Quizá el juego nunca me da esa opción. Quizá los seis nombres caen sí o sí, y el único debate es cuánto tiempo tardo en matarlos. Y cuando el último caiga, cuando la lista esté completa, quizá Atsu se queda mirando el vacío y se da cuenta de que ya no tiene propósito. Que su vida terminó con su familia y todo lo demás ha sido solo una larga postdata. Un epílogo sangriento de una historia que acabó hace años. Pero incluso si el juego me da la puerta, incluso si me permite elegir, ¿seré capaz de cruzarla? ¿Podré perdonar después de haber matado a tres de seis? ¿Tendré la fuerza moral de parar a mitad de camino? Lo dudo. Porque a estas alturas yo también estoy atrapado. Yo también tengo mi lista. Y mi lista dice: termina el juego. Ve los créditos. Escribe la crítica. Pasa al siguiente.
Así que aunque Atsu pueda elegir, yo probablemente no podré. Porque ya estoy demasiado metido en mi propia jaula. La jaula del jugador que necesita completar cosas. La jaula del crítico que necesita ver el final antes de escribir. La jaula del ser humano moderno que no puede dejar nada a medias, que no puede soltar el teléfono sin revisar todas las notificaciones, que no puede ver una serie sin pegarse un atracón hasta el final aunque ya no le guste.
Ezo no es solo la jaula de Atsu. Es mi jaula también. Y no hay puerta. O si la hay, no tengo el valor de cruzarla.
Ghost of Yōtei no es un mal juego por ser una jaula hermosa. Es, de hecho, uno de los mejores precisamente porque no intenta convencerte de que no lo es. Y eso, más que cualquier diseño de nivel o mecánica de juego, es lo que me tiene atrapado. No las paredes de Ezo. Mis propias paredes. Las que yo mismo construí. Las que todos construimos cada vez que empezamos un juego de mundo abierto y decidimos que no pararemos hasta verlo todo, hacer todo, completar todo.
Somos fantasmas atrapados en mapas hermosos, tachando nombres, completando objetivos, fingiendo que esto es libertad mientras el viento nos lleva exactamente donde siempre iba a llevarnos.
Y lo peor es que nos gusta. Que elegimos estar aquí. Que aunque la puerta esté abierta, aunque podamos salir cuando queramos, no lo haremos. Porque afuera no hay listas que tachar. No hay venganzas que completar. No hay finales que ver.
Solo hay vida real. Y la vida real no tiene nota al final.
Accede todo un mes por solo 0,99€
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión