En un lugar de la costa cuyo nombre podría ser cualquiera, no hace mucho vivía un joven hidalgo de cara despistada, bañador heredado y toalla ... desgastada. No es el Quijote, pero podría. Hablamos de un ciego soñador capaz de ver gigantes de placer donde solo hay molinos de incomodidad. Todos fuimos ese hidalgo y su contrario. El Sancho, consciente de la triste realidad. Pero algo tiene la playa que nos vuelve locos. Y, a veces, tontos. Solo de esa forma se entienden ciertas actitudes, a veces suicidas y casi siempre absurdas, que repetimos cada verano. Lo de las colas de coches y familias y la posterior pelea por colocar la toalla nos demuestran que no hemos evolucionado. Seguimos igual que en los orígenes de eso que llaman veranear. Mostrando lo peor de cada cual.
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Empezaré por un asunto serio. El síndrome de inmersión. Ya hemos sufrido muertes por él este año y aún no hemos llegado a la mitad del verano. Incluido un niño de 4 años. En realidad el nombre esconde lo que siempre mal llamamos corte de digestión. Casi siempre eran golpes de calor. La sabiduría materna sabía, desde la noche de los tiempos, que las horas de sobremesa eran las más letales. Y lo achacaban al proceso de digerir y procesar la comida cuando el problema real radicaba en el brusco cambio de temperatura. Y de algo que recordábamos con ternura, las horas de espera para poder ir al agua y el lento proceso de inmersión que exigía nuestra progenitora, hemos pasado a creer que es cosa del pasado y que ahora nada malo nos puede ocurrir. Me lo contaban un socorrista y un médico hace unos días. Hay padres y madres que les miran con cara de pez cuando mencionan el peligro de pasarse largas horas bajo el sol. O de que las banderas y sus colores no son un capricho. Pero qué se puede esperar de una especie animal capaz de convertirse en previsible y lerda cuando se mezclan sol, playa y vacaciones. A los hechos me remito. Empezando por las colas.
Las odio. Lo reconozco. Y eso que en pandemia no queda otra y podría acostumbrarme. Pero no. En cambio hay quien las necesita. Solo así se entiende que alguien madrugue como si tuviera que ir a trabajar para colocar la sombrilla cerca de la orilla. No hay mar ni playa que merezca tal esfuerzo por parte de un servidor. Sobre todo cuando saber que hay otra playa cerca en la que apenas hay nadie. Lo que me lleva al efecto rebaño. Si hay cola será bueno. Nadie se cuestiona lo contrario. Y allí les ves. Con la misma cara de quien va a pedir un crédito cuando lo que se va a llevar es un puñado de arena. Y que una familia con un gran número de hijos no tenga otra que esperar para pillar espacio tiene un pase, pero una pareja con todo el tiempo del mundo pase por eso es algo que merece capítulo de Iker Jiménez. O que habiendo espacio, se pongan a tu lado, casi rompiendo el límite sanitario, pese a tener más playa que vergüenza. Y lo mismo con bares y restaurantes. Hacer cola para comer en un maravilloso lugar a un precio razonable es una cosa y otra pasar una hora detrás de dos abuelos para comprar un triste helado industrial. Mi tiempo vital por un pedazo de hielo. Ese es el lema. Lo que subraya ese extraño efecto que provoca la playa en el ser humano convencional. Analicemos un día normal en una familia típica que quiere ir a la playa en el verano de 2021.
Madrugón del abuelo que se planta en la playa a las 6:30 de la mañana. Ya hay otros abuelos. El comando yayo está muy demandado en verano. Y allí están, mirándose con aire despistado pero cuidado con saltarte el turno. Puedes morir atravesado por sus miradas. Cuando abren la playa, porque ahora las abren cual salones recreativos, los abuelos corren como si estuvieran en Normandía. A veces les acompañan las familias que han llegado poco después, con cara de sueño eterno. Hay que ser rápidos para elegir uno de los lugares acotados. Ese parece bueno. El padre clava la sombrilla. Lo hace con la misma determinación que Armstrong y Aldrin colocando la bandera en la Luna. No se puede jugar a las palas ni al fútbol, así que los niños se aburren como ostras. Tampoco los castillos aguantan con arena seca. Y la húmeda está fuera de su espacio. Habrá que ir al agua más de lo previsto. Llora el pequeño porque no han traído la colchoneta. La madre infla el flotador de la mediana. Nunca es fácil. Se pone roja, luego amarilla y finalmente blanca. Se sienta mareada y el aire se escapa. Vuelta a empezar. Para cuando se quieren dar cuenta toca comer. Todos en la arena. No dejan el sitio aunque caigan chuzos de punta. Por cierto, se ha nublado. Da igual. Sacan los tupper y, salvo la mesa, podría ser un día normal en casa. Hay de todo y para todos. El mayor mira hacia el infinito. Está en esa edad en la que nadie le entiende. Daría lo que fuera y mucho más por estar en casa jugando con el Blasters of the Universe. El pobre abuelo está haciendo cola de nuevo. Ahora en la ducha. Al pequeño se le ha caído media sandía en la cara y después se ha rebozado en la arena. En ese momento le dicen que le quitan la pensión y tiene que volver a trabajar y firma encantado. Mientras, la madre mira a la pareja que se ha colocado tras ellos. Son las 3:40 y están metiéndose mano como si estuvieran solos. Piensa en decir algo pero recuerda la última vez. Casi hay tortas. Mejor mirar hacia otro lado. Cosa que no hace el adolescente. Encima esto. Intenta ir al agua. No puede. Por la digestión y todo eso. Mundo cruel. Y así pasan las horas. Toca volver. Solo en recoger tardan tanto que deben hacer cola también para salir de la playa. A las 7:15 todos en casa. Un día precioso. Y en una playa con bandera azul. La bandera la han visto. La playa solo un trozo. Mañana será otro día. El abuelo pone el despertador. Mañana madrugará un poco más. Puede que así logren pillar un lugar más cercano a la orilla.
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En fin, si alguna vez sienten nostalgia de sus veranos del ayer echen un vistazo alrededor. No está tan lejano. De hecho nunca se fue. Sigue entre nosotros. Y así será hasta que nos extingamos. Que, visto el panorama, será más pronto que tarde.
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