Lo que inventaron los hermanos Wright era, sin duda, un avión. Marcó un hito, abrió horizontes y cambió la historia. Pero nadie confiaría hoy su ... vida a aquel artefacto de madera y tela. Era el inicio de algo grande, pero no estaba hecho para durar.
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Algo parecido ocurre con nuestros partidos políticos. En la Constitución se les otorga un papel fundamental: ser el canal entre la ciudadanía y las instituciones. Pero en la práctica, ese puente se tambalea. Son estructuras que, aunque aún vuelan, se sostienen con cuerdas viejas y piezas oxidadas. La sociedad ha cambiado, y nuestros partidos siguen anclados en un modelo del siglo pasado.
Los recientes casos de Cerdán y Montoro no son hechos aislados. Son síntomas de un problema más profundo: partidos que ya no representan, que no escuchan, que confunden poder con estructura. No se trata de enterrarlos, sino de reconstruirlos. Para ello necesitamos una reforma valiente de la ley de partidos asentada sobre cuatro pilares fundamentales.
Uno: debate real y órganos vivos. Muchos partidos han vaciado sus estructuras internas. Sus comités, consejos y foros son decorado, no motor. Es urgente que vuelvan a ser espacios de formación, deliberación y liderazgo. Comisiones activas, debates generacionales, foros... Herramientas que rompan con el monopolio de los mismos nombres y activen el talento dormido de una militancia que quiere aportar más que aplaudir.
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Dos: profesionalización y mérito. Hoy, los equipos que rodean a alcaldesas, ministros y presidentes no siempre se eligen por capacidad, sino por lealtad. Eso es un error. Quien ocupa un cargo electo representa a la ciudadanía; su equipo debe ser competente, formado, evaluado. El interés general no puede quedar supeditado al vínculo personal. El servicio público exige emoción y rigor, no devoción.
Tres: separación real entre lo institucional y lo partidario. La mezcla actual es un cóctel tóxico. Cuando la misma persona controla el partido y la institución, se diluye el control democrático, se solapan funciones y se desdibuja la rendición de cuentas. Cada ámbito tiene sus ritmos, sus responsabilidades, sus exigencias. Separarlos no debilita: fortalece la democracia.
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Y cuatro: participación con sentido. Decir 'sí' o 'no' en referéndums internos no es participación. Elegir entre dos candidatos seleccionados desde arriba no es democracia. Necesitamos procesos deliberativos reales, con información previa, objetivos definidos, seguimiento claro. Votar debe ser una herramienta de transformación, no una excusa simbólica. La afiliación debe sentir que influye en los programas, en las listas, en los pactos.
Reformar los partidos no es una amenaza a la democracia. Es su única vía de supervivencia. Lo contrario es seguir volando en un avión que no resistiría una tormenta. Y si aspiramos a nuevas alturas, hace falta más que parches: hace falta el coraje de volver a diseñar las alas.
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