Sinfonía de grillos en el embalse de Barrendiola
Paisajes con alma ·
Había estado más veces en Barrendiola pero nunca para acompañarme de la oscuridad de la noche y esperar ver la lluvia de perseidas. Buscaba un ... sitio fresco, solitario, de escaso ruido de luces, accesible y con un paisaje amable para contemplar y para eso la orilla del embalse de Barrendiola se me antojaba perfecta.
Este año lo hice allí, una tarde del caluroso verano que acaba de finalizar. Me acerqué a la orilla, extendí una colchoneta en el suelo y me tumbé para ver marcharse el día y escuchar la llegada de la noche. La sierra de Aizkorri, en su extensión de Aloña, se reflejaba aún en el espejo del agua remansada, apenas perceptible su silueta en el final de la tarde.
La calima aportaba algo de misterio a la noche pero pronto el cielo terminó oscureciéndose. Miré atentamente en la dirección idónea, largo rato, con paciencia eterna, pero no logré ver ni una sola estrella fugaz.
Esperaba silencio pero lo que escuchaba era una impresionante sinfonía de grillos resonando como si alguien los dirigiera en el eco del barranco. Una cohorte de escondidos bichejos chillaba como una ola sonora que parecía ir y venir sobre el plano acuático una y otra vez: «cri, cri, cri...; cri, cri, cri...».
Comprendí que aquella noche su «estridulación» -así se llama al frotar de las alas de los machos que produce ese sonido- era tan vigorosa justamente por la altísima temperatura ambiente.
La científica Margarette Brooks descubrió en 1881 una clara relación entre la frecuencia de cri-cris de un grillo y la temperatura ambiente y fue el matemático Amos Dolbear quien en 1897 concretó la fórmula: CPM/5 - 9 = T . Basta contar los cantos por minuto, dividirlos entre 5 y restarle 9 al resultado para saber la temperatura aproximada que hay en el lugar, siempre que oscile entre 15 y 35 grados. Ni con más frío ni con más calor los grillos machos frotan sus alas.
No, no se me ocurrió ni siquiera intentar el experimento matemático entre tanto estruendo en el coro, ya sentía el calor. Escuché en la sinfonía colarse el ulular del cárabo, el chillido de algún roedor quizás atrapado en unas garras nocturnas, apenas la caricia del aire en las ramas de los alisos de la orilla. El espectáculo era más sonoro que visual. Pasé la noche completa arrullado por los grillos y dejando las perseidas en el olvido. Al alba, admiré cómo las primeras luces del sol volvían a iluminar de rojo intenso las calizas de la muralla de Arriurdin a Gorgomendi y se hacían simétricas en el agua tranquila.
Desde allí baja el arroyo de Barrendiola que solo se ocupa ahora de llenar el embalse. Antes sus aguas lavaron el mineral de blenda y calamina que se arrancaba en los cotos de Katabera, monte arriba; movieron molinos y ferrerías monte abajo. Y con ellas llenó el cauce del río Urola que con ese apellido (ur-agua-, ola-fábrica-) ya nos explica su destino.
Sin perseidas en la retina pero con música de grillos en el oído Barrendiola regala paisajes a los sentidos.
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