El edén natural de la 'Perla del Atlántico'
Madeira luce un bosque subtropical de laurisilva que tiene su origen en la Era Terciaria y ha sido declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad
Hay lugares en el mundo donde el mar chisporrotea como si millones de cristales Swarovski refulgieran bajo el agua, igual que lo hacen las luces en el árbol de navidad. Titilan agazapados en el manto azul, advirtiendo a quienes los observan que no pasen de largo pues se encuentran en un entorno digno de atención. Eso sucede en Madeira, la 'Perla del Atlántico'. Allí el océano que lame las costas irradia luz como un cartel luminoso, reclama sin pronunciar palabra la obligatoriedad de detenerse y pisar tierra. Quienes obedecen al llamado nunca se arrepienten de sucumbir a ese alucinógeno canto de sirenas. Aplauden el naufragio en esta exuberante isla portuguesa, paraíso de copiosa vegetación, de montañas que acuden a su cita con el cielo vestidas en tonos verdes, cubiertas de pies a cabeza por la densidad del abrigo color esperanza que hila el bosque de laurisilva, Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.
Al frondoso tejido debieron enfrentarse sus colonizadores tras descubrir esta yegua salvaje que cabalgaba sin riendas. No fue fácil domarla. Imaginen a los navegantes Tristão Vaz Teixeira, Bartolomeu Perestrelo y João Gonçalves Zarco en 1419, a sus familias y a los que llegaron detrás, tratando de abrir brecha en el tupido envoltorio. Aquí no hubo pobladores humanos que enfrentar, la lucha se mantuvo contra la espesura glauca. Hasta no hace demasiados años, cruzar la isla de norte a sur suponía unas cuantas horas, hoy los túneles construidos facilitan hacerlo en menos de una.
La ocupación del archipiélago, compuesto por Madeira, Porto Santo, Desertas y Selvagens (el nombre de las dos últimas ayuda a intuir que están deshabitadas) empezó allá por 1425, obedeciendo órdenes del monarca João I. Los futuros vecinos se nutrían de gente modesta, antiguos prisioneros del reino y un pellizco de pequeña nobleza. Antes, en 1418, tras días a la deriva, navegantes liderados por Gonçalves Zarco ya habían avistado una pequeña isla que los salvó de su funerario destino. A esa la llamaron Porto Santo, por facilitar el milagro; a la otra la denominarían Madeira, debido a la abundancia de la materia prima cedida por los árboles. Localizado a 450 kilómetros de las Canarias, el archipiélago cuenta con unos 265.000 habitantes de los que 120.000 viven en la capital, Funchal, y 5.500 en Porto Santo. Vuelos directos la unen con Bilbao hasta mediados de septiembre.
De origen volcánico, la isla principal, Madeira, suma 742 kilómetros cuadrados, 57 kilómetros de largo y 22 de ancho. Es manejable, recogida, pero repleta de cosas por hacer pues la suerte la dotó de mar y monte, de deportes acuáticos y actividades de aventura. También obtuvo otro preciado regalo: un clima subtropical amable, 25 grados en verano y 17 en invierno de media, con temperaturas suaves, humedad moderada y baños entre 22 y 18 grados, dependiendo de la época, lo que la convierte en destino apetecible todo el año. Porque si la época estival parece perfecta, nada tienen que envidiar el Carnaval, con su alarde y su pavoneo; la colorista Fiesta de la Flor, en mayo, y la explosión de fin de año, derroche incluido en el libro Guinness de los récords en 2006 como mayor espectáculo de fuegos artificiales del mundo.
En ruta
Amanece un nuevo día en la isla de Madeira. El sol se lava las legañas en un Atlántico sobre el que chispean sus rayos. A veces las perezosas nubes dejan un cielo despejado, otras madrugan e instauran sobre la coronilla de Funchal y las laderas plagadas de chalecitos un velo misterioso que en las montañas más altas divide los picos en dos zonas, la que está por encima de la vaporosa falda y la que queda por debajo. También se desperezan los habitantes, cada cual presto a sus labores. Quienes nacieron allí y quienes se acoplaron a sus raíces buscando el buen tiempo y el buen vivir, más los que disfrutan unos días en este jardín del edén.
Son muchos los extranjeros que cambiaron su país por los regalos del archipiélago, adoran el rumor de las olas, el ininterrumpìdo canto de los pájaros y la seguridad de sus calles; el vuelo de mariposas y el correteo continuo de lagartijas, moradoras con más derechos pues se encontraban allí antes que el resto. Muchos son también los que regresan de pasadas emigraciones, cuando hubo que buscar futuro fuera porque campo y pesca no daban de comer a todos, y partieron a África del Sur, Canadá o Australia, incluso a Venezuela (sorprende a quien no conoce la historia local la cantidad de venezolanos presentes). Sus hijos y nietos retornan ahora ante la sospecha de mejores oportunidades, repueblan las casas que entonces abandonaron sus ancestros.
Unos y otros suben a sus vehículos para conquistar estas tierras. Conducen a través de caminos flanqueados por orquídeas en fila india que mantienen la armonía con el entorno. La metódica presencia de las flores es lo segundo que llama la atención al recién llegado; antes, ojos redondeados por la sorpresa visualizaron la pista de aterrizaje del aeropuerto, ampliada sobre pilares, pues más de un avión frenó al límite. Pero estábamos en el coche, el jeep o el medio de transporte elegido para visitar la ínsula.
Multitud de empresas como Discovery Island ofrecen excursiones por la parte oriental y occidental. Para conocer curiosidades como las Casas de Santa Ana, construcciones de madera, paja y varas de durillo o brezo predominantes durante siglos porque los materiales abundaban y eran baratos (la piedra solo la utilizaban los ricos). Entre vegetación y vides que demuestran la importancia del vino; Madeira cuenta con más de 30 variedades y 5 siglos de tradición, ya lo comercializaba con el continente americano durante su colonización y llegó a gozar de tanta fama que hasta Shakespeare lo menciona en 'Hamlet', George Washington brindó con él por la independencia de Estados Unidos y las damas victorianas lo usaron como perfume.
Las salidas parten hacia miradores panorámicos: el de Balcões con vistas sobre el valle de la Ribeira da Metade; el de la Ribeira da Janela, que permite ver escarpados acantilados típicos del litoral; el de Empenas, en las imponentes montañas de Santana; el de Lombo dos Palheiros, que garantiza panorámica sobre los montes del norte; el de Guindaste, encima la costa norte; el de Eiras, repleto de laurisilva; el de Ponta do Rosto, sobre el paisaje seco de São Lourenço... Discurren con la ventana bajada para dejar correr la brisa, nombre, por cierto (Brisa) de una de las bebidas no alcohólicas más buscadas por los locales; la alcohólica de mayor veneración es la poncha, a base de aguardiente de caña de azúcar, el 'oro blanco' que a partir del XVI consolidó al archipiélago como uno de los mejores productores del mundo. No hay que olvidar que Colón, comerciante de azúcar además de descubridor, trabajó por aquí y fue a casarse con Filipa de Moniz, hija de Bartolomeu Perestrelo, primer capitán donatario de Porto Santo.
El viaje sigue entre plataneras asomadas a la vía desde terrazas que ganaron a la ladera. De pronto, sientes que algo raro sucede, la extraña sensación te persigue desde Funchal. Tratas de identificarla sin conseguirlo hasta que el piloto del intermitente se activa y otro prende en tu cerebro: ¡cero bocinazos! A pesar de encontrar coches parados en medio del arcén, de los titubeos lógicos de quienes se estrenan conduciendo en la zona, los pocos que suenan suelen hacerlo para saludar a conocidos o advertir al vehículo de atrás que puede adelantar. Es entonces cuando concluyes que si un pueblo no pulsa el claxon en la carretera se trata de un pueblo tranquilo, carente de los agobios continentales, capaz de mantener el buen humor a pesar de la espera.
La evidencia brota a la luz, nutre aún más el reflejo de aquellos cristales de Swarovski. Queda refrendada el resto de días al comprobar que, efectivamente, el carácter de los insulares pinta afable, ayudado por un portugués más cantarín que el de la península. La calma de la gente combina bien con la paciencia esgrimida por la guardiana de un tesoro natural nacido hace 20 millones de años, una laurisilva que ocupa aproximadamente 15.000 hectáreas, el 20% de una isla repleta de árboles centenarios sabios, considerada además una de las siete maravillas naturales de Portugal y superviviente de la última glaciación. Descubrirla forma parte de los principales objetivos del turista, entre veredas y levadas que recorrer a pie.
Viajar a Madeira y no caminar merecería expulsión parecida a la de Adán y Eva. No hace falta ser montañero experto, solo usar la lógica, atender a las normas y, en caso de duda, contratar a un guía. Existen 3.000 kilómetros para explorar, muchos testimonio vivo del esfuerzo por repartir el agua procedente de manantiales norteños gracias a canales excavados en la roca desde el siglo XVII. Por montaña, bosque o a orillas del mar, sobre 28 PR señalizadas. Una de las más concurridas: la que parte del Pico de Areeiro (1.818 m.), tercero más alto del archipiélago, hasta Pico Ruivo, (1.862 m.), el más alto, unas 5 horas (aunque no la emprendas, acude a ver el impresionante Mirador de Pico de Areeiro).
Por algunos de estos caminos transitaría el autóctono más famoso (con permiso de plantas y animales endémicos), Cristiano Ronaldo. También Churchill y Sissi emperatriz, que adoraban un destino en el que aristócratas europeos instalaron residencias temporales a partir del XIX atraídos por las propiedades terapéuticas de esta gloria terrenal. Lucirían, como lo hacen ahora el resto de mortales, ropa de monte y bañador de día, vestido largo y traje de noche cuando la actividad deportiva muda en terraceo. Locales y foráneos salen a andar despacito o a correr rápido a lo largo del paseo marítimo de Lido, en Funchal, por Praia Formosa hasta el cuco pueblo de pescadores Cámara de Lobos, a donde también llega el autobús y un curioso miniauto eléctrico de Spinach Tours que cuenta la historia de la isla. Entre hogares poblados por nativos y hoteles plagados de forasteros. Cerca de complejos balnearios donde darse fácilmente un chapuzón.
Porque Madeira recibió mayores dones en forma de acantilados que de playas, aunque por supuesto las hay: Calheta, de arena artificial dorada; Machico, con playa de callaos y arena artificial; Portinho, Enseada y Ponta Jardim, las mejores para el surf; la negra Lagoa de Porto da Cruz; la rocosa Fajã dos Padres, a los pies de un enorme acantilado y cerca de otro, Cabo Girāo, uno de los más altos de Europa con 580 metros... (Porto Santo es más playera, por si apetece escapada en barco o avión). Con el mar tienen que ver actividades estrella como el avistamiento de ballenas en catamarán, las piscinas naturales de Porto Moniz o el buceo en la Reserva Natural de Garajau.
Cumplido el paseo, cada cual busca restaurante según posibilidades. Ganar kilos es sencillo, ejemplo claro de lo que espera es el típico 'bolo do caco', pan nacido a principios de la colonización, untado en mantequilla de ajo. Hay opciones para todos los gustos y carteras, especialmente en Funchal. Desde los apegados a la tradición como el Já Fui Jaquet, donde pedir pez espada y lapas a la plancha, o el Challet Vicente, cuya espetada de carne provoca dudas sobre si será posible acabarla cuando la sirven ensartada en toda su verticalidad. Hasta locales de cocina más elaborada como Il Vivaldi, el inspirador Design Centre Nini Andrade, o el Theo's y el Kampo del chef Julio Pereira, con sabores sorprendentes (prueba en el segundo el Cornet de atún y la Bola de Berlín). Si buscas regalo elige, por duradero, el pastel de miel, cuya receta se remonta a tiempos en que mandó la caña de azúcar. Saldrá a tu encuentro allá donde vayas, pero puedes adquirirlo en el Mercado dos Lavradores, entre vendedoras vestidas con traje típico.
Para bajar lo servido, imprescindible recorrer el casco antiguo de la capital, la calle San María y colindantes, en cuyas puertas se salpican obras pintadas por artistas locales que alegran el colorido laberinto. Admirar el magnífico techo mudéjar de la Sé, la catedral, mayor obra de esta clase en Portugal. Conocer el Museu de Arte Sacra, antiguo palacio del XVI con piezas salvadas de unos piratas poco inclinados a asuntos religiosos, obras flamencas e iconos ortodoxos, la cruz procesional ofrecida por Manuel I a la catedral, una poco común Virgen con el pecho descubierto y representaciones de San Sebastián, muy presente debido a las epidemias de peste. Subir a Monte Palace en teleférico, jardín tropical donde sentirse un hada dentro del bosque encantado, para bajar después en los 'carrinhos de cesto' cuya madera y mimbre deslizan por empinadas travesías los diestros 'carreiros' desde el siglo XIX, antaño para transportar personal y mercancías, ahora como atracción turística (no barata) hasta Livramento cubriendo 2 kilómetros en 10 minutos.
Anochece en la isla de Madeira. El sol se esconde arrullado por un Atlántico en cuyas aguas adora reflejarse la luna, rendida ante el canto de sirenas. Sabe que los cristales que titilan en el fondo son solo un espejismo, una ilusión para retener a quien los contempla, pero no le importa. También ella esconde un truco, su pálida presencia es capaz de modelar mareas y atrapar a cualquier criatura marina, incluso a las cantoras de cuerpo femenino y cola de pez.