Un crucero pijo hacia la Antártida (Capítulo III - Parte 1)

Un cielo cerrado y oscuro

Javier Sagastiberri

Domingo, 4 de agosto 2024, 00:15

Partimos de Ushuaia el domingo 14 de enero y nos advierten por megafonía: si queremos contemplar el legendario cabo de Hornos tendremos que madrugar.

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Son las seis y media de la mañana. Me asomo a la proa de la cubierta número cuatro. El día amanece nublado, pero la mar está tranquila y no sopla nada de viento. A las siete navegamos cerca de un acantilado. En su cima se levanta un edificio con una torre que imagino que será un faro. Nos anuncian que estamos doblando el cabo de Hornos. La isla donde se sitúa el cabo no tiene nada de particular. Es un paisaje desolado, como el que puede contemplarse en el oeste de Irlanda. No se ve un solo árbol desde la embarcación.

La mar sigue en calma, pero soy consciente de que no siempre es así. En esta mar han naufragado cientos de embarcaciones y todavía, en el siglo XXI, doblar el cabo puede convertirse en una experiencia aterradora. Supongo que, de todas formas, hoy nos hemos ganado el derecho a llevar un aro en el lóbulo de la oreja izquierda. No pienso hacerlo. Creo que se debe un respeto a los marinos auténticos.

El buque se adentra en el Pasaje Drake, donde se confunden las aguas de los océanos Atlántico y Pacífico. Restan dos días para llegar al fin al continente austral.

Desde Sudamérica la distancia hasta la Antártida es sólo de unos mil kilómetros. Desde Nueva Zelanda es de más del doble y al cabo de Nueva Esperanza lo separan casi cuatro mil kilómetros del continente blanco.

Por ello, los primeros viajes para intentar desembarcar en la Antártida se realizaron desde Sudamérica y desde aquí parten también los cruceros para turistas.

Navegamos por el llamado mar de Bellinghausen, que está considerado uno de los más desolados y tempestuosos, aunque nosotros lo navegamos con una tranquilidad relativa.

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Empezamos a atisbar plataformas de hielo de forma redondeada, islas de una resplandeciente blancura matizada de tonos azulados cuando el sol se muestra entre las nubes, lo que ocurre en contadas ocasiones, porque lo que predomina es un cielo cerrado y oscuro. Las plataformas nos muestran paredes de hielo de más de dos metros por encima del agua. En algunas de estas islas observo túneles ojivales que horadan el hielo y que no parece que conduzcan a ninguna parte.

Aprovechamos este par de días de navegación en mar abierto para ponernos al día sobre nuestro destino, hasta hace un siglo calificado de «Terra Incognita». Nos acompañan tres expertos para ilustrarnos. Uno es australiano y los otros dos neozelandeses. Compruebo que en estas islas no sólo hay verdadera devoción por el rugby, sino también por los viajes a la Antártida.

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Graeme Ayres es guía profesional y nos va a ilustrar sobre las expediciones de la denominada «Edad Heroica» de la exploración antártica. Ed Butler y Adrian Corvino son científicos y nos informarán sobre la fauna, la flora y la geología de estas tierras. Aunque las conferencias son en inglés, van acompañadas de múltiples fotografías mostradas en una gran pantalla, por lo que no me cuesta mucho seguir las explicaciones de estos sabios.

Por ellos me entero de que no se pudo comprobar la existencia del continente austral tantas veces postulado, incluso por autores de la Antigüedad, hasta el siglo XIX. Y hasta principios del XX no tuvo lugar el desembarco humano en sus costas. En ese momento se desató la locura por conocerlo en su integridad y por alcanzar el Polo Sur.

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Es el continente más frío de todos y también el más ventoso. En invierno se han registrado temperaturas cercanas a los 90 grados centígrados bajo cero y las rachas de viento superan en ciertos momentos los 200 kilómetros por hora. Es también el más alto y, sorprendentemente, el más seco. Es una tierra tan árida como el desierto de Atacama, por lo que nieva en contadas ocasiones.

A pesar de ello, el grosor de la capa de hielo supera los tres kilómetros y en algunos puntos llega a los cinco. Por ello es también la mayor reserva de agua dulce del planeta, más o menos el 60 por cien del total.

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Aunque hay animales, puede decirse que es un continente inhabitable: casi todos sus pobladores viven en el mar y hasta el siglo XX no han existido asentamientos humanos.

Por ello me impresionó tanto un documental sobre el pingüino emperador que pude ver la primera noche que navegamos por el pasaje Drake, en la televisión de mi dormitorio. Me fue recomendado por Beate, mi compañero de mesa, y mereció la pena. Me resultó apasionante. El actor Morgan Freeman narra el extremo y penoso viaje que repiten cada año estos animales para la propagación de su especie. Antes del invierno miles de pingüinos abandonan el mar para internarse en el interior del continente e iniciar un cortejo que lleva a la fecundación de un único huevo. Y es en ese momento cuando empieza la sorprendente aventura de estos animales. Primero la hembra y luego el macho soportan estoicamente todo el invierno antártico sin moverse, a la intemperie sólo suavizada por el calor de los cuerpos de sus semejantes, con la única misión de proteger con su propio calor el huevo que contiene a la única cría de cada pareja. Pasan meses sin probar alimento, consumiendo las grasas acumuladas en sus campañas de caza y soportando temperaturas de 50 grados centígrados bajo cero con vientos huracanados. Muchos fracasan, pero una parte importante de ellos consigue sacar adelante a su cría. Es un puro milagro que lo consiga uno solo de ellos y más milagroso me parece todavía pensar que una especie animal haya sido capaz de organizarse y triunfar en la disciplina más dura que se me ocurre imaginar para propagar la especie.

A su lado, las hazañas de los exploradores humanos parecen casi infantiles, aunque tampoco hay que menospreciarlas y menos por gente como nosotros, simples pasajeros de un crucero de lujo.

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