Tras dos décadas frustrantes, el ejército de EE UU arría velas en Afganistán. Se confirma así lo que muchos 'ingenuos' advertían: la 'solución' no es ... militar. Para los talibanes, que controlan ya la práctica totalidad del país incluida la capital Kabul, que los estadounidenses y la OTAN (España incluida) abandonen el país con el rabo entre las piernas representa una importante victoria que capitalizarán ahora como hicieron antes con los soviéticos. Las cifras son estas: 3,5 millones de desplazados, más de 45.000 soldados muertos entre fuerzas internacionales y locales a los que habría que sumar cerca de 50.000 civiles afganos, los costes económicos para Washington han superado los 2,26 billones de dólares…
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Pekín sigue de cerca la nueva situación creada, con extrema preocupación respecto a la seguridad del triángulo Afganistán-Pakistán-Xinjiang. ¿Cometerá China los mismos errores y sufrirá el mismo destino? A finales de julio, el ministro de Exteriores, Wang Yi, se reunió en Tianjin con el mulá Abdul Ghani Baradar, jefe político de los talibanes afganos, culminando una serie de movimientos tácticos recientes destinados a delimitar el campo de juego, establecer reglas y fijar garantías.
La inquietud por el retorno al poder de los talibanes tiene para China dos vectores principales. De una parte, la seguridad del corredor paquistaní de la Ruta de la Seda. De otra, la expansión de la inestabilidad afgana a Xinjiang, su talón de Aquiles en el oeste del país. La permeabilidad territorial en esta zona facilita la activación de una inestabilidad que puede afectar a sus planes económicos y estratégicos ante la ineficacia del ejército y la policía paquistaníes, pero también con potencial para enredar a otros países de Asia Central.
Es por tanto previsible que China se implique activamente en un esfuerzo de seguridad con estos países para conjurar el riesgo islamista. ¿Hasta dónde? Difícil preverlo, pero a priori se descarta la instalación de cualquier base militar fuera de su territorio. La apuesta habitual de China se centra en el desarrollo, el talismán llamado a poner sordina a otras tensiones.
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Lo que parece claro es que tiene difícil sacar provecho sin más de la retirada estadounidense. Si años atrás clamaba por la salida de las tropas de la OTAN, quizá hoy preferiría lo contrario. En la práctica, en los últimos años, la presencia de EE UU se había instituido como una paradójica protección de facto para sus inversiones. Aunque los talibanes parecen haber prometido no interferir ni en sus asuntos ni en sus inversiones, el temor, a la vista de la trayectoria conocida, está bien justificado. Una vez en el poder, el empeño talibán en la represión de la inestabilidad asociada a la multitud de grupos que circundan el universo terrorista de la zona está en cuestión, afectando inevitablemente a los planes de sus compañías, la mayoría estatales, con fuertes intereses en la explotación de recursos minerales y energéticos.
Por activa y por pasiva, los talibanes han asegurado que corresponderán a la vocación china de implicarse en el desarrollo económico y social preservando la seguridad de sus proyectos y descartando cualquier intervención solapada en Xinjiang. Hay quien confía en su palabra y quien no. China tiene dos hipotecas que no disimula. Primero, el que los talibanes ganen la guerra no significa que después sean capaces de establecer garantías sólidas, efectivas y estructuradas en beneficio de los intereses chinos. Segundo, dado su extremismo ideológico, lo más probable es que acaben volviendo a las andadas, con lo que el riesgo de contagio a Xinjiang sería especialmente alto. Recuérdese que el Movimiento Islámico del Turkestán Oriental, considerado una organización terrorista por casi todo el mundo menos, curiosamente, por EE UU, podría devenir en oportuno instrumento de desestabilización bajo el amparo de todos aquellos, cada vez más al parecer, interesados en agitar el avispero uigur.
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Sin muchas alternativas, por el momento, Pekín se apunta al pragmatismo y explora sus posibilidades. Tiende puentes al abrigo del estímulo de políticas de desarrollo que pretende inclusivas y con el foco puesto en las comunidades musulmanas. A cambio, demandaría una política resuelta de combate a aquellos grupos con capacidad para afectar la seguridad de la zona.
China, por tanto, procurará, de entrada, no crearse más enemigos de los estrictamente necesarios. Sus inversiones en el corredor económico paquistaní son importantes y claves para el aliento de la Ruta de la Seda terrestre. Pero sus intereses nacionales van incluso más allá. Por eso su principal reto radica en estabilizar la zona implementando una compleja diplomacia cuyo imperativo crucial es no enemistarse con los talibanes y evitar que estos la tomen con China con la excusa de la situación en Xinjiang. Este es el escenario que más beneficiaría los intereses estratégicos de EE UU. China, y Rusia, confían en una tutela a distancia que evite la dramática reiteración de un nuevo episodio en esta guerra interminable.
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