El legado de Arrupe

Bajo su liderazgo, la Compañía de Jesús arriesgó al volcarse con los más pobres, lo que tensó sus relaciones con la jerarquía

Viernes, 5 de febrero 2021, 00:02

Hoy se cumplen treinta años del fallecimiento de Pedro Arrupe, quien fue superior general de la Compañía de Jesús entre 1965 y 1983. Si Ignacio ... de Loyola es el vasco más universal, Arrupe fue uno de los vascos con más eco internacional de las últimas décadas del siglo XX. Llegó a ser portada de la revista 'Time' en 1973. Inteligente, dotado de grandes cualidades humanas y de gran capacidad de liderazgo, gobernó la Compañía de Jesús en uno de los momentos, a la vez, más creativos y críticos de su historia.

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Arrupe nunca fue un ingenuo. Era consciente de todos los problemas que podía implicar el redireccionar rápidamente la misión de la Compañía de Jesús para reubicarla en contextos en donde iba a parecer casi irreconocible. Merecía la pena correr el riesgo de equivocarse a la hora de volcarse en el trabajo directo con los más pobres, más aún cuando la Compañía de Jesús había errado tantas veces en el momento de optar por atender preferentemente a las clases más pudientes pensando que éstas podían liderar cambios sociales.

Es verdad que la Compañía de Jesús, a lo largo de sus más de cuatro siglos de historia, había ido redefiniendo, una y otra vez, sus focos y prioridades. Sin embargo, nunca se había reposicionado en escenarios tan distintos en un espacio tan breve de tiempo. Por ejemplo, centros de estudios superiores que los jesuitas habían inaugurado en Centroamérica en torno a 1960 con el apoyo de las oligarquías locales, para hacer frente al creciente apogeo del comunismo en los ambientes universitarios, se habían convertido, ya en 1970, en polos de diálogo entre el cristianismo y el marxismo en el marco de la floreciente teología de la liberación.

Ante las contrariedades creadas, Arrupe, con el apoyo del experto mundial en marxismo Jean-Yves Calvez, el jesuita cuyos artículos en 'Le Monde' se estudiaban hasta en el Kremlin, se vio obligado a redactar en 1981 una carta a fin de establecer límites al empleo del análisis crítico de la realidad inspirado en el pensamiento del filósofo alemán. Como resultado hubo quienes, en efecto, ante la llamada de atención de Arrupe, pusieron freno al empleo de la dialéctica marxista, pero hubo también otros que hicieron oídos sordos y continuaron insistiendo en ella.

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La prensa mundial aireaba con cierta exageración, mientras tanto, la participación de jesuitas en movimientos guerrilleros, la colaboración de la Compañía de Jesús con el sandinismo o el distanciamiento de algunas sus figuras intelectualmente más notables respecto a la doctrina oficial de la Iglesia en todo tipo de áreas, desde la teología dogmática hasta la bioética. Esto tensó las relaciones entre la Compañía de Jesús y parte de la jerarquía eclesial. Los tres papas con los que Arrupe coincidió, en sus tiempos de prepósito general, manifestaron -con mayor o menor intensidad- su preocupación por el rumbo que la orden de san Ignacio iba adquiriendo.

El Papa Francisco vivió y sufrió en primera persona esta zozobra cuando, designado por Arrupe, estuvo al mando de la provincia jesuita de Argentina y Uruguay entre 1973 y 1979. La relación entre ambos siempre fue buena. En aquel entonces, Jorge Mario Bergoglio era el provincial jesuita más joven. Sin ser la que más, aquella provincia atravesó fuertes divisiones. Bergoglio tuvo que hacer piruetas para mantener el equilibrio entre quienes defendían líneas más conservadoras y entre aquellos otros que avanzaban hacia radicalismos, en connivencia a veces con movimientos revolucionarios. Bergoglio, no obstante, parece que en aquellos primeros años estuvo más en sintonía con los primeros que con los segundos.

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Algunos jesuitas veteranos, beneméritos, bien formados y de recia espiritualidad se sintieron desplazados en la nueva coyuntura. Esta nueva Compañía de Jesús se parecía cada vez menos a aquella otra en la que habían ingresado y a la que habían dedicado casi toda su vida. Varios comenzaron a promover, con bastante éxito, vocaciones sacerdotales lejos de los noviciados de la Compañía de Jesús. Hubo obispos que les incitaron a abandonar la orden y a crear otra Compañía de Jesús de «observancia tradicional». Los jesuitas eran la única de las grandes órdenes religiosas que no había conocido una escisión en su seno. Sin embargo, Pablo VI paralizó, casi en el último minuto, este proceso.

El compromiso por la justicia social no formaba parte simplemente del discernimiento intelectual de Arrupe, sino también de su experiencia vital más honda. Estando de misionero en Japón organizó un hospital de campaña apenas unas horas después de caer sobre Hiroshima la primera bomba nuclear. Una experiencia personal que le tuvo que marcar hondamente y, por extensión, años después al conjunto de la Compañía de Jesús. Por todo ello somos aún interpelados.

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