Una estrella amarilla
El foco ·
Estamos normalizando las palabras de odio de la ultraderecha, que van calando en las conciencias de jóvenes y adultos, y en los ámbitos mediáticos y políticosSan Blas será la tumba de los 'menas'». Esta consigna se oyó en Madrid, en el barrio de San Blas, este pasado 16 de octubre ... cuando un grupo de neonazis y simpatizantes se dirigió a una casa que previamente había sido señalada como hogar de acogida de menores no acompañados. La Policía no intervino, como viene siendo costumbre, en este tipo de incitaciones al odio y a la violencia contra menores migrantes. Algunos medios de comunicación describieron a este grupo de neonazis como «vecinos preocupados por la violencia de los 'menas'», normalizando de esta forma dos cuestiones preocupantes: una, que la manifestación fuera convocada por un grupo neonazi cuyas consignas eran amenazas directas de muerte contra niños y adolescentes; dos, que «'mena'» se utilice como neologismo para designar a un grupo indefinido, criminalizado y por tanto objeto de odio, borrando así la condición humana y singular de cada persona que conforma ese grupo, también obviando que son niños, niñas y adolescentes sin tutela ni vínculo familiar, sin padres o madres que los protejan, eduquen o socialicen, todos con infancias rotas, traumatizados por experiencias de violencia, desarraigo, pérdidas, abandonos. A la criminalización y deshumanización de estos menores contribuye no sólo cierta caverna mediática, también un partido político con representación en el Congreso de los Diputados, cuyos miembros no tienen ningún reparo en señalar a estos menores públicamente, compartir en sus redes sociales propaganda nazi xenófoba o citar a Hitler en sus discursos.
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No consigo sacudirme esta noticia, tal vez porque estos días he leído el libro de Ruth Klüger 'Seguir viviendo' (Contraseña; traducción de Carmen Gaucer). Ruth Klüger murió este pasado 6 de octubre. Había nacido en 1931 en Austria, en el seno de una familia judía. A partir de 1938, con la ocupación nazi de su país y la aplicación en Austria de las leyes raciales, su vida cambió totalmente. Y más todavía cuando fue deportada en 1942 y pasó los tres últimos años de la guerra en tres campos de concentración diferentes, incluyendo una estancia en Auschwitz-Birkenau. Años de humillaciones, persecución, represión brutal, miedo, hambre, siendo testigo de degradaciones constantes, muertes por inanición y por trabajos forzados. Una niña con el número A-3537 tatuado en el brazo y con el olor de los hornos crematorios pegado a la pituitaria. 'Seguir viviendo' es un testimonio descarnado, sin ningún tipo de sentimentalismo, sobre esos años y sobre las secuelas que dejó en ella la experiencia.
Lo que Ruth Klüger nos cuenta de su infancia en Austria, antes de ser deportada tiene mucho que ver con la consigna «San Blas será la tumba de los 'menas'». Primero fue el señalamiento y la normalización de la violencia contra los judíos, un trabajo de fondo, preparación para lo que vendría después. Siempre nos fijamos en la actitud de los adultos, como los vociferantes neonazis de San Blas, y dejamos escapar cómo el discurso deshumanizador se filtra en todos los niveles, va arraigándose en la conciencia colectiva. Llega un día en que la niña Ruth escucha a los que deberían ser sus compañeros de juegos, sus vecinitos, cantar una canción siniestra: «Abajo, en la calle, correteaban los chiquillos nazis con sus afilados puñalitos y cantaban la canción de la sangre judía que chorrea del cuchillo». Previamente se habían segregado las escuelas, aparcando a los niños judíos al final de la clase. Después, les habían expulsado de sus colegios para reunirlos en colegios sólo para judíos. Sobre Viena, la autora dice: «Conozco mal la ciudad de mis primeros once años. Con la estrella judía no se hacían excursiones, y ya antes de la estrella judía los judíos tenían vedado, prohibido, fuera de su alcance prácticamente todo. Los judíos y los perros no eran bien recibidos en ninguna parte». Los judíos y los perros en la misma categoría. Los niños que cantaban esa canción siniestra ya habían incorporado a su conciencia que niñas como Ruth, la de la estrella amarilla, eran inferiores. Otra anécdota de niñez ahonda más en esta idea. Los judíos tenían prohibido ir al cine, pero Ruth se muere por ver 'Blancanieves'. Su madre la anima a que vaya, con una ligereza que no se entiende muy bien. Ruth va sola, esconde la estrella, pero una niña aria la descubre durante la película. Ruth se queda hasta el final «porque era incapaz de pensar, por puro miedo». A la salida, la niña aria, acompañada de su familia, la espera y la acusa: «A los de tu condición no se les ha perdido nada aquí». Ruth, recordemos, tiene a lo sumo nueve o diez años cuando ocurre este episodio, no reacciona sino con vergüenza, humillada, reconociendo su inferioridad. En el momento que escribe reflexiona así sobre las secuelas que deja este evento: «La deformación retorna a los propios ojos hasta que se le da crédito y una se ve a sí misma contrahecha». El acoso constante al que la comunidad judía está sometida también horada la conciencia de esa niña.
Y es que el discurso de odio no sólo contamina a quien se convertirá en verdugo, también afecta la conciencia de sus víctimas y prepara el camino para cuando llegue el momento de la violencia extrema, el verdugo no sienta remordimiento y la víctima sea más propensa a quebrarse, a no ejercer resistencia. La violencia física contra la víctima es la culminación de una devastación y degradación progresiva. No es casualidad que Klüguer reflexione así sobre sus experiencias antes de llegar a los campos de concentración y exterminio: «En los pocos años que llevaba existiendo como persona consciente me habían ido quitando paso a paso el derecho a la vida».
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Cuando la niña Ruth vuelve a casa después del cine, la madre quita importancia al asunto. Le dice que no haga caso de esas tonterías, que «hay cosas peores». Pero Klüger se da cuenta del error de desestimar esos gestos como si simplemente fueran tonterías de una fanática: «¿No era eso ya algo malo?», se pregunta. «¿Dónde empezaban las cosas peores?». Y es ahí donde nos tenemos que parar a reflexionar sobre el tratamiento que damos a los discursos de odio de la ultraderecha en este país (no sólo sobre los menores), de sus militantes de a pie y de sus representantes políticos. Estamos normalizando sus palabras de odio, que van calando, gota a gota, en las conciencias de jóvenes y adultos, y en los ámbitos mediáticos y políticos. ¿No es esto ya algo malo? ¿Dónde van a empezar, para nosotros, las cosas peores?
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