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AFP

Colombia y sus problemas

La ola de violencia que ha incendiado el país tiene su origen en un profundo malestar social por la pobreza y la gestión del covid

Viernes, 14 de mayo 2021, 01:01

Las dantescas imágenes de los medios internacionales muestran la gravedad de lo que ocurre en Colombia. Pero esas mismas imágenes son incapaces de explicar en ... su totalidad lo que está pasando ni cuáles son las razones del incendio. Un reciente informe de Colegio de México señalaba que Estados Unidos, Brasil, México y Colombia fueron los cuatro peores países a la hora de enfrentar la pandemia.

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Es por eso que la última ola afectó brutalmente a Bogotá y otras ciudades del país y se cebó en los grupos más vulnerables, comenzando por los jóvenes. El resultado fue el aumento de la fatiga social y el hartazgo ante las limitaciones a los movimientos y las privaciones, aunque ni los problemas de Colombia ni las movilizaciones comenzaron con el covid-19.

Desde esta perspectiva, el virus solo acható la curva del malestar tras las manifestaciones iniciadas a fines de 2019, pero no lo eliminó totalmente. Sus causas siguen latentes y esperan nuevas oportunidades para mutar y regresar con bríos reforzados. Como en el resto de América Latina, el descontento popular se vincula a la desafección con la democracia y a un arraigado sentimiento antielitista y antiestablishment.

Tras las protestas de septiembre de 2020, desencadenadas por la muerte de un estudiante, hoy golpea inclemente la tercera ola. La chispa que encendió la ira popular fue el proyecto de reforma tributaria, o Ley de Solidaridad Sostenible, que teóricamente debía facilitar la reconstrucción pospandemia poniendo a disposición del Gobierno recursos financieros adicionales. Pero, más allá de la necesidad de la reforma o de si ésta gravaba más duramente a los sectores medios y de menos recursos, el momento elegido para presentarla fue poco afortunado.

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Faltó, como en otras iniciativas presidenciales, pedagogía política. Sin embargo, a finales de abril, antes de presentarse la reforma, la opinión desfavorable de Iván Duque, lastrada por la mala gestión de la pandemia, era del 65% (74% entre los jóvenes de 18 a 25 años). A esto se agrega que la postura de su mentor Álvaro Uribe, contraria al proceso de paz y proclive a ejercer la mano dura contra el crimen organizado y cualquier forma de protesta popular, solo aumenta las dificultades para encontrar una solución pacífica.

Las próximas citas electorales -legislativas en marzo de 2022 y presidenciales en mayo- se han erigido en un obstáculo ante los intentos de frenar la violencia. Los principales actores políticos están condicionando sus respuestas de condena o aprobación de las movilizaciones al rédito electoral que puedan obtener. Esto es así aunque las principales fuerzas políticas todavía no han definido sus candidaturas, caso del uribismo y del centro-izquierda. El único que hoy lo tiene claro es Gustavo Petro, de Colombia Humana, partidario de continuar y profundizar las movilizaciones, en línea con su discurso radical.

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Ante la gravedad del incendio, Duque ha convocado una mesa de negociación. Incluso está dispuesto a dialogar con el comité del paro. Pero la tarea no será sencilla. Para comenzar, y más allá del bizantinismo de sus posiciones, las partes implicadas no se ponen de acuerdo en si tienen que dialogar o negociar. Tampoco se olvide la espontaneidad de la protesta, la ausencia de un claro liderazgo y la falta de representatividad de quienes dicen conducirla. Todo se complica si atendemos a las contradicciones entre los que impulsan y participan de las protestas. Por ejemplo, entre las reivindicaciones de los jóvenes y la de los sindicatos que agrupan a los trabajadores formales hay una larga distancia.

Por otra parte, la violencia en manos de unos y otros se utiliza como arma arrojadiza contra el enemigo, ya no adversario, político. De un lado, los excesos policiales, que incluso el Gobierno ha terminado por reconocer. Del otro, la violencia indiscriminada, pero minoritaria, de grupos próximos al ELN, de disidencias de las FARC e incluso de narcotraficantes. Su objetivo: sembrar el caos y, en la medida de lo posible, condicionar el resultado de las próximas elecciones. Incluso, el expresidente Pastrana y el ecuatoriano Lenín Moreno creyeron ver la larga mano de Venezuela y Cuba en la gestación del alzamiento popular.

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De nuevo las teorías conspirativas. Pero, si nos centramos en ellas, no podremos ver el peso que tiene la desesperación de los sectores sociales que en los últimos años se habían incorporado a las clases medias en la extensión y la intensidad de las protestas. La fragilidad de su nueva situación se convierte en frustración e impotencia ante unos logros que se les esfuman entre los dedos de las manos. Uno de los efectos más notorios de la pandemia fue el aumento de la pobreza y de la extrema pobreza, a la vez que se extendía la informalidad.

Ya le gustaría a Nicolás Maduro poder incendiar Colombia como algunos denuncian que lo está haciendo. Y si bien entre los pirómanos hay venezolanos, algunos próximos a los servicios chavistas, sería excesivo asignarle al 'hijo de Chávez' la total responsabilidad de lo que ocurre.

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