BEA CRESPO

El rincón oscuro

El foco ·

Aquello que tememos y que supone una amenaza se convierte en nuestra imaginación casi inmediatamente en alguien o algo a quien vencer, de quien huir o a quien someterse

Domingo, 9 de agosto 2020, 00:04

Señalar al enemigo, calificarlo para descalificarlo: vieja cuestión de lo político. Ahora bien, el primer reflejo, cuando todavía no se sabe nombrar eso que se ... empieza a temer, es emplear nombres del pasado». Esta reflexión aparece en el libro 'El miedo: historia y usos políticos de una emoción' (publicado por Clave Intelectual), una breve conversación filosófica y política sobre el miedo entre Patrick Boucheron y Corey Robin. Como ven, los autores equiparan «eso que se empieza a temer», es decir, eso que nos causa una inquietud que posiblemente se convertirá en miedo, con un enemigo. Y es que aquello que tememos y que supone una amenaza, ya sea personal o colectiva, se convierte en nuestra imaginación casi inmediatamente en alguien o algo a quien vencer o de quien huir, si resulta ser demasiado poderoso, o a quien someterse, si la victoria o la huida son imposibles. Para ello, para empezar una guerra real o metafórica contra ese enemigo, para tomar la propia medida frente a él, hay primero que identificarlo y nombrarlo, hacerlo visible y tangible. Hay que articular el relato que dé sentido a su agresión y a mi miedo. El relato que creamos en torno al miedo es siempre subjetivo y la mayoría de las veces es un relato interesado. Yo mato a una araña en la pared porque tengo miedo de que me pique pero ¿qué diría la pobre araña si pudiera expresarse? Diría que una loca la convirtió en pulpa sin ella haber movido una pata. Seguro que pueden aplicar esta lógica a situaciones más serias, como por ejemplo la guerra antiterrorista en Irak y el relato que se creó para justificarla.

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El libro de Patrick Boucheron y Corey Robin reproduce un diálogo que mantuvieron los autores en el marco de una conferencia en 2014. Y, sin embargo, sus reflexiones parecen escritas para los días que estamos viviendo y que nos quedan por vivir. No sé ustedes, pero yo sigo con un grado de inquietud igual o mayor que hace un par de meses, cuando estábamos saliendo del confinamiento. Todavía, como entonces, se me hace difícil identificar claramente algunos de mis miedos. «Empezar a temer», como dicen los autores, intentar materializar en amenazas concretas las sensaciones de inquietud y miedo es parte de mi nueva normalidad. ¿Cómo nombramos lo que todavía no hemos definido? ¿Qué nombre damos a aquello que nos inquieta pero a lo que todavía no hemos visto el rostro? Hay un miedo que tiene nombre: Covid-19, y otro sustantivo asociado: contagio. ¿Pero estas dos palabras lo nombran todo? No, sólo nombran la parte más fácil. Hay otra parte que está en el rincón oscuro de «lo peor está por venir». Soy consciente de que para los familiares de los miles de fallecidos esa parte ya ha llegado, también para las personas haciendo las colas del hambre y para las que piensan que pronto estarán en esa situación. Y me pregunto qué miedos sentirán ellos cuando ya habitan ese rincón oscuro.

También me pregunto qué hace el Estado con mi miedo, con nuestros miedos. Porque el miedo es un sentimiento ventajoso, como bien indican Boucheron y Cobin. En situaciones de crisis (en una guerra, en la guerra global contra el terrorismo o en una situación de pandemia como la que hemos vivido o, mejor dicho, estamos viviendo) los Estados refuerzan su control a través de medidas de seguridad que justifican como necesarias para el bien común. Crean argumentaciones y decisiones políticas encaminadas a construir un relato colectivo que responda al miedo y al mismo tiempo lo mantenga vivo porque es así, con estas medidas, como se genera la obediencia. Obedecemos cuando tememos.

Para ello no necesitamos una pandemia. Llevamos mucho tiempo obedeciendo, pensando que el sistema en el que vivimos es el menos malo o por lo menos el único posible. Y que no podemos pedir mucho más de lo que tenemos. El miedo a perderlo es demasiado grande. De hecho, debemos sentirnos agradecidos si tenemos trabajo, por mucho que este sea precario, por mucho que nuestros recursos para vivir una vida digna no estén garantizados. La incertidumbre y la inquietud que sentimos ante esta nueva crisis a raíz de la pandemia, si bien se han visto aumentadas, no son nuevas. Aquí vuelvo a mi reflexión inicial sobre cómo nombrar lo que tememos. Tal vez empleamos nombres del pasado para nombrar este miedo porque, en realidad, no es nuevo. Sí, llevamos mucho tiempo obedeciendo y también temiendo. Las generaciones nacidas en los años 70 y las anteriores hemos sido testigos de cómo la clase obrera se fue desarticulando como tal, al mismo tiempo que las propias fábricas en las que trabajaba se desmantelaban, arrolladas por el capitalismo global y que todas aquellas certezas que acompañaban al trabajo asalariado desaparecían, cómo se desvanecía también la fuerza de los sindicatos y se desmantelaba, junto a las fábricas, el Estado de bienestar. Es la historia que tal vez a muchos lectores les suene de cerca, si trabajaron (o lo hicieron sus padres) en los diversos cinturones industriales de España, donde se desencadenaron las últimas luchas obreras de este país. Nuestro miedo presente es ya un miedo arrastrado, no sólo desde la crisis de 2008, con la que se instauró oficialmente el precariado en el que vivimos. En realidad, nos deberíamos remontar a los años 90 del siglo pasado, cuando se constató «la muerte de las ideologías», como si el capitalismo feroz y triunfante no fuese una, y no estuviese vivita y coleando. En este relato que desarticuló el poder de la clase obrera también jugó un papel esencial el miedo, pero esa es otra historia.

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¿Qué tiene que ver este pasado no tan lejano con la situación actual de pandemia, 'nueva normalidad', era Covid-19 o como decidamos por fin llamarla? Que tal vez el miedo difuso de hoy, la inquietud de estar entrando en un rincón oscuro donde nos espera un monstruo todavía por nombrar, no es tan nueva como pudiera parecer. Que lo único diferente es que ahora el miedo es mayor ante la certeza de que no tenemos herramientas para combatirlo. ¿A quién vencer, de quién huir? ¿Cómo encarar la lucha cuando no hay horizonte a largo plazo, la esperanza de poder construir un mundo distinto y mejor? ¿Cómo soñar un futuro cuando ni siquiera somos capaces de imaginarlo? Vivir día a día, dar las gracias por un trabajo precario, no saber si en tres, cinco o diez años vas a poder pagar los estudios de tus hijos, o si en cinco o seis años vas a poder siquiera tenerlos. Tal vez mi inquietud se ubica ahí, entre las voces del runrún colectivo que hablan al vacío del rincón oscuro.

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