El otro día me pasó una cosa muy graciosa, verás. Yo estaba desanimado. No sé muy bien por qué. Un poco por todo, supongo. Así ... que pensé en comprar jamón. Cien gramos. Como mal menor, claro. Para ver si me venía arriba. En fin, la señora que estaba delante de mí en la carnicería debía de estar igual porque también quería jamón. Bastante, de hecho: pidió un cuarto de kilo. Con cierta jactancia, tal vez. Pensé: qué fiera. Entonces me echó una miradita traviesa, como si me hubiera leído el pensamiento, y me dijo: «Este jamón es mano de santo contra la tristeza de la vida». «Fenomenal, justo lo que necesitaba», le contesté. Al final, pagó y se fue. Le cobraron 15 euros. Me pareció algo caro. No obstante, fui audaz y pedí lo mismo que ella: un cuarto de kilo, venga. Si pasa un poco, no importa, le dije a la carnicera. A veces, soy así. Expansivo de un modo fantasioso. Aunque no siempre, claro. Sin embargo, al ir a pagar, me dijo que le debía 59 euros. «¿Cómo dice?» Puse cara de tonto, obvio. Alegué que había pedido lo mismo que la señora anterior y que a ella le había cobrado solo 15 euros. Y entonces la risueña carnicera, mofletuda al estilo sonrosado, me contestó, con mucha amabilidad, eso sí, que a la señora se le aplicaba la tarifa del 'último refugio', creo. Y que a mí se me aplicaba otra tarifa distinta que yo me imagino que será la vieja tarifa del 'te vamos a dar mucho por el riau y te va a sentar cañón'. O alguna otra peor, si la hubiere. Cosa que no descarto. Bueno, ahora en serio: no era el jamón, era el gas, claro. Ya lo sabías. Y no se llama tarifa del 'último refugio' (que tampoco está mal), es algo así. Pero ya me entiendes, ¿no?
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