El vasco que sobrevivió a Hiroshima
75 aniversario ·
El padre Pedro Arrupe, que sería elegido general de los jesuitas, convirtió el noviciado en un hospital para atender a las víctimas de la primera bomba atómicaDe pronto vi un resplandor como el de la bombilla de un fotógrafo. Hubo una vibración tremenda: las cosas saltaron de su sitio y la ... alcoba fue invadida por una violenta tempestad de vidrios rotos, de pedazos de madera y de ladrillos. Un sacerdote que avanzaba por el corredor fue arrastrado por un terrible huracán. Un segundo después surgió un silencio impenetrable». El jesuita vasco Pedro Arrupe narró así el momento de la explosión de la primera bomba atómica lanzada por un avión militar americano sobre Hiroshima, que dejó un saldo inicial de 70.000 muertos y decenas de miles de heridos un 6 de agosto de 1945. Lo hizo diez años después a un joven periodista, Gabriel García Márquez, en una entrevista para el diario 'El Espectador' de Bogotá, en el que el futuro Nobel de Literatura trabajaba. Arrupe había quedado impactado por el horror que vivió y recorrió muchos lugares del mundo para recaudar fondos en favor de la población japonesa y denunciar la barbarie de la guerra.
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El noviciado de la Compañía de Jesús estaba en Nagatsuka, una pequeña localidad ubicada a unos cinco kilómetros de la ciudad bombardeada. Aquel día un avión norteamericano había sobrevolado el cielo, como era habitual desde hacía varias semanas. Luego apareció otro y sonaron algunas sirenas, pero nadie se alarmó. Los novicios, como siempre, habían madrugado y ya habían asistido a misa y desayunado. Arrupe, que era formador, se había retirado unos minutos a su habitación. Primero se produjo el fogonazo de una luz blanca deslumbrante, como una llamarada de magnesio, y luego un tremendo estampido. «Apenas pararon de caer las tejas, pedazos de vidrio y vigas, cesó el fragor, me levanté del suelo y ví frente a mí el reloj colgado aún de la pared, pero parado: parecía como si el péndulo se hubiera quedado clavado. Eran las 8.15. Aquel reloj silencioso e inmóvil ha sido para mí un símbolo», escribió el jesuita en su libro 'Yo viví la bomba atómica' (Mensajero).
La violencia de la onda expansiva fue terrible, pero ninguno de los religiosos sufrió daños graves. Los jesuitas creyeron que había caído una bomba en el jardín. Cogieron sus bicicletas y subieron a una pequeña colina. Comprobaron con espanto que la ciudad estaba arrasada. El bombardero B-29 'Enola Gay' había despegado a las 7.30 de la isla Tinián, en Las Marianas, y cuarenta minutos después vomitó a 'Little Boy', un artefacto equivalente a 16.000 toneladas de trilita que explotó a 600 metros de altura. Se alcanzaron temperaturas de un millón de grados centígrados, en una ola de calor y fuego que fundió todo lo que encontró a su paso, incluida la indefensa y confiada población civil. Hiroshima no era un objetivo militar.
El padre Arrupe conoció antes el infierno que el cielo, en el que tiene ahora un sitio de honor tras abrir el papa Francisco su proceso de beatificación. Aquella no era su guerra, pero las víctimas sí eran su gente. Y se dispuso a paliar su sufrimiento. Después de una fuerte lluvia por condensación, entraron en Hiroshima y caminaron entre un paisaje de ruinas y dolor. Era un paisaje de destrucción y muerte.
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«Mucha más honda que cualquier otra pena era ver a niños agonizantes, abandonados»
terrible recuerdo
«Una visión dantesca»
«Se presentó ante nosotros una visión dantesca. Es imposible imaginarla y mucho más describirla. Muertos y heridos en confusión terrible sin que se tendiese sobre ellos la compasión salvadora de un samaritano. Ninguno de los que vivimos aquellos momentos podremos olvidarlos jamás. Gritos desgarradores que cruzaban el aire como los ecos de un inmenso aullido. Porque aquellas gentes, destrozadas por el esfuerzo de muchas horas pidiendo auxilio, emitían unos sonidos roncos que nada tenían de humano. Mucha más honda que cualquier otra pena era la experimentada al ver a los niños deshechos, agonizantes, abandonados y sintiendo sobre sí todo el peso de su propia impotencia».
Arrupe cita a un niño que tenía un cristal clavado en la pupila del ojo izquierdo y a otro que tenía clavada en las intercostales, como si fuera un puñal, una gruesa astilla de madera. El jesuita vasco siempre se ha caracterizado por su temple y audacia. Era un hombre de Dios y un hombre de acción. Era sacerdote, pero antes había estudiado tres años de Medicina, así que enseguida convirtió el noviciado en un hospital de campaña. Les llegaba gente mutilada, con gravísimas quemaduras y con la piel colgando.
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«Tenían unos sufrimientos espantosos, dolores terribles que hacían retorcerse sus cuerpos como serpientes, y, sin embargo, no se oía un solo quejido: todos sufrían en silencio. Nadie gritaba ni lloraba. En esto es donde el pueblo japonés se manifiesta muy superior a los occidentales: en el control absoluto del dolor y el estoicismo, tanto más admirable cuanto más espantosa es la hecatombe», escribió Arrupe. Su padecimiento era indescriptible. No sabían lo que les había caído encima porque se trataba de una nueva arma de guerra, de destrucción masiva, desarrollada de manera secreta en un paraje idílico de Nuevo México. Pero sí sufrían en su propia carne las consecuencias de aquel artefacto infernal, que se venía fraguando desde 1939.
Para entonces, Arrupe hacía varios meses que había desembarcado en Yokohama. Llegó en el otoño de 1938, con 30 años y una maleta llena de ilusiones y fervor misionero. La religiosidad la había mamado en el seno de una familia muy católica. Cuando se preparaba para su ordenación sacerdotal estalló la Guerra Civil en España. Para esas fecha, ya soñaba con ser misionero en Japón.
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Arrupe siempre llevaba ese país en el alma, pese a los contratiempos que tuvo que superar. Incluso fue acusado de espía (porque era extranjero y había vivido dos años en Estados Unidos) y permaneció algo más de un mes encarcelado cuando Japón entró en la Segunda Guerra Mundial. Eran tiempos de exacerbación nacionalista y el Gobierno nipón estaba inmerso en una locura bélica tras haber invadido China (por segunda vez) en 1937. El joven jesuita vasco recaló en distintos destinos y fue aprendiendo la lengua nativa para adentrarse en su cultura, en su espiritualidad y en su filosofía de vida. Hasta que se estableció en el noviciado de Nagatsuka, a las afueras de Hiroshima.
Envalentonado en su guerra imperialista, el 7 de diciembre de 1941 Japón atacó la flota de Pearl Harbor y Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial. El Pacífico estaba en llamas, pero Arrupe siguió en su puesto. Mientras él formaba a futuros jesuitas, el presidente Roosevelt ya había puesto en marcha lo que luego se conocería como el 'plan Manhattan', una iniciativa secreta para crear armamento nuclear, que tras su muerte impulsaría Henry Truman. Se desarrolló en Nuevo México, al norte de Santa Fe, en las antiguas instalaciones de un internado infantil llamado 'Los Álamos', y en el proyecto llegaron a trabajar hasta ocho premios Nobel. El director científico fue Robert Oppenheimer y en su círculo más cercano se encontraba el físico Robert Serber, un seguidor del novelista Dashiell Hammett.
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«Tenían unos sufrimientosespantosos y, sin embargo, no se oía un solo quejido: todos sufrían en silencio»
Demostración de coraje
La huella de 'El halcón maltés'
Hijo de una familia judía, Serber había devorado el libro 'El halcón maltés', que luego llevó a las pantallas John Huston (1941). Los historiadores le adjudican la paternidad de los nombres de las bombas atómicas que acababan de nacer, tomados de los personajes de ficción creados por Hammett, inspiradas en sus formas de diseño. A la primera la bautizaron como 'Little Boy' y a la segunda como 'Fat Man'. La primera fue cargada en la panza del bombardero 'Enola Gay' y la segunda en las tripas del avión 'Bockscar'. La primera fue arrojada sobre Hiroshima y la segunda sobre Nagasaki.
Aquello no era ficción. La masacre marcó al padre Arrupe y su visión del mundo. Incluso testificó ante una comisión internacional de la prensa norteamericana. Para él fue una tremenda experiencia y así lo escribió: «La explosión de la bomba atómica puede considerarse un suceso por encima de la Historia. No es un recuerdo, es una experiencia perpetua que no cesa con el tic tac del reloj».
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La clave
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1938 fue el año en que el jesuita Pedro Arrupe desembarcó en el puerto japonés de Yokohama.
Un médico bilbaíno fascinado por la cultura del Sol Naciente
El jesuita Pedro Arrupe nació en la calle Pelota del Casco Viejo de Bilbao. Estudió con los escolapios y con la Congregación de San Estanislao de Kostka (los famosos 'luises') y luego se trasladó a Madrid a estudiar Medicina y Cirugía, donde tuvo como profesor al doctor Juan Negrín, el último presidente de la II República española, y como compañero a Severo Ochoa, futuro premio Nobel. Su contacto con las barriadas míseras de la periferia madrileña le empujaron a cambiar de carril en su vida y en enero de 1927 entró en la Compañía de Jesús. En el monasterio de Oña le pilló la proclamación de la República y la disolución de la Compañía, por lo que se tuvo que exiliar a Bélgica y Holanda.
Arrupe estudió dos años en Estados Unidos y el 30 de septiembre de 1938 se embarcó en Seattle rumbo al país del Sol Naciente, donde el navarro san Francisco Javier había llegado 400 años antes.
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