El hijo del desierto que se echó al mar en busca de un futuro mejor
El impulso de salir adelante
Ridouane Chakouch (Merroutcha, 1981) procede del sureste de Marruecos. De familia muy humilde, llegó a empezar la carrera de Derecho, pero las dificultades económicas le impidieron continuar sus estudios y le empujaron a emigrar. En 2001 se coló en un ferry y llegó a Almería, de donde viajó a Barcelona y Bilbao. Trabajó como temporero agrícola y acabó afincándose en Barakaldo, donde creó con un compañero una empresa que llegó a dar empleo a nueve personas. En 2013 fue uno de los fundadores de la asociación Agharas, que difunde la cultura bereber y brinda apoyo a personas inmigrantes. Está casado y tiene tres hijos.
Cuando Ridouane Chakouch cuenta su historia, una sola jornada se lleva buena parte del relato. Es el 23 de junio de 2001, un día decisivo que divide su biografía en dos mitades. Aquella fue la fecha en la que Ridouane se arrojó al mar en el puerto marroquí de Nador, junto a Melilla, y alcanzó la amarra de un ferry que iba a conducirle a la segunda parte de su vida. Pronto se cumplirán veinte años y Ridouane tiene 39, así que aquel momento marca el centro casi exacto de su existencia.
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Antes de aquello, estaba Merroutcha, el pueblo en el que transcurrieron la infancia y la adolescencia de este hombre amazigh o, como solemos decir por aquí, bereber. «Es un sitio chiquitito del sureste de Marruecos, ni siquiera sale en los mapas, y allí vive gente muy pobre -evoca-. El clima es desértico, de un calor tremendo y con mucha escasez de agua: cada familia tenía su pozo, pero estaban secos mucho tiempo. Si el agua se podía beber, era una suerte».
La educación en Merroutcha tenía algo de prueba de resistencia: el colegio quedaba a unos 3 kilómetros; el instituto, a 20; la universidad, a 500. El padre de Ridouane -y de otros cuatro hijos y dos hijas- trabajaba de albañil: «Ganaba muy poco. Para ir al instituto en autobús, yo necesitaba un par de euros a la semana y, a veces, mi padre tenía que pedírselos al vecino. Él solo había podido estudiar tres años, en tiempo de los franceses, y su ilusión era que nosotros nos preparásemos lo mejor posible». Ridouane llegó a la facultad de Derecho, gracias a una beca que repartió con la familia, pero allí se dio cuenta de que continuar resultaba «inviable». Su mirada se volvió entonces hacia el mar. En Nador, muchos jóvenes intentaban cada noche lo que llamaban el 'risky', es decir, nadar hasta un barco, trepar por la amarra y viajar como polizones.
En 2001. «Sabías que en Europa ibas a tener posibilidades»
El viaje
«Los veía y me decía: 'A lo mejor es lo mío'. En realidad no sabíamos lo que nos íbamos a encontrar, pero sí lo que nos empujaba. Sabías que en Europa ibas a tener posibilidades, ibas a estar mejor», recuerda. ¿Y cómo es que un hijo del desierto había aprendido a nadar? «En mi pueblo, una o dos veces al año bajaba agua por el río, un agua muy turbia, y nos echábamos a nadar. A 15 kilómetros había un embalse y de pequeños nos escapábamos andando para bañarnos. El agua allí es la vida: cuando llovía, un par de veces al año, salíamos a la calle a hacer fiesta».
El 'risky' rara vez sale bien a la primera: «Lo intentas todas las noches. Metes la ropa dentro de varias bolsas de plástico y echas a nadar hacia los barcos. Tienes que evitar a los gendarmes, que te pegan con ganas. Yo logré subir al barco dos veces y las dos me pillaron. Recibí bastante». Pero llegó el 23 de junio de 2001, una noche de muchísimo frío. «Yo creo que los gendarmes pensaron que nadie se iba a echar al mar con tan mal tiempo», comenta Ridouane, que consiguió colarse en un ferry y ocultarse bajo un montón de chatarra. Aquel viaje hasta Almería se quedó minuciosamente grabado en su memoria, con momentos de vivacidad deslumbrante: «Me quedé dormido un rato y soñé que ya había llegado», recuerda. «Cuando el barco se paró, me escondí detrás de unos tubos, enfrente de un balcón que daba al exterior. Allí había un tío alto y rubio y pensé: '¡Así serán los europeos!'», se ríe. Y un tercer flash: «Salté al mar por el balcón. Un ferry es muy alto y estuve unos segundos volando: me dio tiempo a pensar, se me pasó toda mi vida por la cabeza».
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En 2005. «Lo cambia todo. ¡Hay tantas barreras como para subir al barco! A partir de ahí pude visitar a mi familia y en Marruecos conocí a Hajar, mi mujer»
El permiso de residencia
Tenía 19 años, estaba solo y no hablaba ni una palabra de español. «En ese momento sientes una descarga de adrenalina, porque ya has llegado, pero en realidad es un principio, hay que sobrevivir». Primero recogió tomate en el mar de plástico almeriense, pero sabía que lo prudente era alejarse más de Marruecos y del riesgo de ser 'devuelto'. «Todos me hablaban de Barcelona y Bilbao. Yo me imaginaba que quedaban seguidos, Bilbao un poco más al norte de Barcelona, donde está Girona». Llegó a la ciudad condal y pasó una semana en la calle, sin encontrar la manera de trabajar. «Cuando reuní el dinero para el autobús, me vine a Bilbao. Me enamoró desde el principio, lo vi todo verde y me impactó», explica. Pero, antes de afincarse aquí de manera definitiva, aún le tocó dar unas cuantas vueltas: pasó unos meses en un centro de menores (aunque él ya no lo era), vendimió y recogió patatas en La Rioja («toda aquella tierra por delante: trabajábamos con una familia gitana que nos sacaba kilómetros de ventaja, pero luego aprendimos»), bajó a Gandía para buscar en vano un curro en la naranja y acabó un año entero en la huerta de Murcia, hasta que decidió volverse «a lo verde».
A partir de ahí su vida se estabilizó gracias a un par de ayudas. Primero, los cuatro meses que pasó en un albergue de monjas, en el barrio bilbaíno de San Francisco. «Allí empecé a estudiar castellano. Había una monja, sor Teresa, que le ponía muchísimo interés: hace un par de años la busqué para agradecérselo y la encontré, retirada ya». Después, la asociación baracaldesa Goiztiri, a través de la que acabó creando una empresa de inserción laboral que fabricaba piezas de caucho para una empresa de Vitoria. «Le pusimos todo el empeño del mundo, ¡llegamos a ser nueve personas!». Ridouane acabó trabajando trece años para esa misma compañía y Barakaldo se convirtió en su segundo pueblo, el escenario de esta mitad de su vida. Él suele recordar cómo, cuando llegó, miraba fascinado a la juventud que se divertía en los bares de Juan de Garay: «Los veía despreocupados, alegres, y quería eso para mí».
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Aiur, en 2015. «Significa 'luna' en bereber, pero también es un nombre en euskera. Tener a tu primer hijo en brazos es un momento inolvidable». En 2016 nació Lina y en 2020, Ahmed
El primer hijo
En esta última etapa, su vida ha dado otro giro, menos brusco que aquella peripecia en el puerto de Nador pero igual de determinante. Los ojos nunca le funcionaron del todo bien, pero hace unos años le diagnosticaron retinosis pigmentaria, una enfermedad degenerativa que le va envolviendo en sombras: hoy Ridouane lleva la chapita de 'tengo baja visión' y ha instalado en el móvil una 'app' que le permite mostrar a los demás cómo ve el mundo, reducido a dos pequeños focos rodeados de oscuridad. Tuvo que dejar el trabajo («al final, solo podía hacer las tareas porque las tenía programadas en la cabeza») y fundó la asociación Agharas, que nació con el objetivo de difundir la cultura amazigh pero se ha convertido en algo más ambicioso, con medio centenar de voluntarios que brindan acogida y formación a personas inmigrantes. «En los últimos tiempos hay cosas que asustan, discursos de odio, y en la asociación hemos generado algo muy bonito. No puedo ayudarme a mí mismo, pero sí a la gente que está pasando por lo que yo pasé: ahora ves a chavales que han venido andando desde Turquía, ¡se han tirado seis meses cruzando Europa!».
«La identidad de Euskadi es cambiante»
Cuando se le pregunta por el futuro, Ridouane piensa antes en lo general que en lo particular. «Europa es un continente que envejece y las personas migradas son necesarias. El futuro es intercultural, diverso. La identidad de Euskadi es cambiante y eso hay que verlo desde el punto de vista enriquecedor: surgen identidades nuevas que sienten esto como suyo, ¡ahí están los hermanos Williams en el Athletic! Y hay que preguntarse una cosa: ¿en qué momento se deja de ser persona migrada?».
¿Y qué hay de él? ¿Cómo ve su propio porvenir, ahora que la enfermedad de los ojos ha impuesto un giro en sus planes? «Yo lo veo con optimismo. Podría volverme al desierto, pero he pasado aquí la mitad de mi vida, tengo aquí mis círculos y creo que tiene más sentido que continúe aquí. Hay que seguir luchando, porque los derechos no se regalan ni se heredan».
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