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Olárizu, siglo IX antes de Cristo

Olárizu, siglo IX antes de Cristo

Gentes de origen transpirenaico eligieron este cerro para crear el gran poblado de Kutzemendi

Domingo, 21 de octubre 2018, 10:51

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1. La recreación

Gente de hierro fundido

Los vestuarios dentro del convento de Betoño, espléndido edificio de la Fundación Vital. En uno se preparan las mujeres convocadas para escenificar la Edad del Hierro. Que ya ha llovido desde entonces y más en este puntito del globo terráqueo. En el otro se disfrazan los hombres, que en el reparto de ropa de la época han salido ganando, según Paquita Sáenz de Urturi. A la arqueóloga, que bastante sabrá del tema sobre el que versa la reunión, no le duelen prendas sobre el desequilibrio estético de ellas y de ellos. Cree que «los trajes de los chicos son mucho más aparentes» y, en cambio, se ve a sí misma y a sus compañeras «muy normalitas». Si a uno le piden que ejerza de juez desde la silla alta del tenis dirá que todo el mundo, al margen del sexo, va muy bien ataviado si se trata de recrear aquella era anterior al advenimiento de Cristo, hace un pilón de años.

A un texto sobre la trastienda y las entretelas le conviene reparar en anécdotas y detalles. Por ejemplo, anotar un par de anacronismos. El primero, divertido, retrotrae a los gazapos históricos de las películas que escruta Félix Linares en su rendido tributo al cine. Como los relojes de muñeca que lucían gladiadores a punto de colisionar. Pues he aquí que Karle Olalde, representante de Bizikleteroak, sale de la habitación donde acaba de vestirse con aquella ropa de siglos y milenios atrás pegada su oreja al móvil de última generación. O las fotos de teléfono que saca la futbolista del Aurrera Uxue Mendía a la atleta Elena Loyo, bronce días después en el campeonato de Europa de maratón.

Vídeo. Carlos Blázquez y Urtxi Lezamiz

'Pintu' es uno de esos tipos que de no figurar en cualquier época, aquella o esta, habría que engendrar. Mientras se cambia y casi a calzón quitado deja perlas ligadas a la pasión que le lleva a presidir Músicos sin Fronteras. Aboga por «salirse del pentagrama» y cuenta que un amigo de toda la vida aconsejaba a los pobres «que estuvieran siempre moviéndose». Lo dice este hombre que se apunta a cualquier bombardeo cívico y esparce optimismo a su paso. El que una vez ya en las faldas de Olárizu se tomó tan a pecho su papel con el saco al hombro que parecía una imagen inerte del Belén de La Florida, tan metido en harina de su propio costal.

¿Hay alguien en la sala capaz de callar a 'Txaflas'? No, señoría. El encuentro se desarrolla al día siguiente de que Maradona deparara una más de sus hiperbólicos cantos desafinados con aquella peineta a la hinchada rival tras un gol agónico de Argentina. Usa Íñigo Salinero el dedo como el guiñol actual de quien reinó sobre el mundo del fútbol. El cómico se refiere a aquel casi suicidio de Diego asomado su corpachón a la barandilla y recuerda que portaba al pecho «el escapulario de Higuita».

'Txaflas' no calla

Vestidas ellas y ataviados ellos llega el momento de subir al autobús donde aguarda un señor conductor de primera para llevar a la comitiva férrea hasta la Casa de la Dehesa. ¿Qué hacen los rascacielos de Salburua en una escenografía antiquísima? Segundo anacronismo. Con la cruz de Olárizu oculta por la bruma de una tarde muy vitoriana (desplome térmico, verdor, lluvia…) se compone una postal que combina el rigor histórico y el carácter lúdico. Un grupo sentado sobre la hierba con nueces y manzanas a sus pies, el que fuera integrante de la escolanía Samaniego Gotzon Etxebarria con materia prima para el fuego detrás de los omoplatos, Rocío López –presidenta de la Sociedad Fotográfica Alavesa– sosteniendo un cesto con la jugadora de bádminton Dina Abouzeid, que sustituye allá las zapatillas deportivas por las abarcas de la Edad del Hierro. De las que se despoja Ruth Linaza, descalza la tiradora de soga sobre el césped húmedo.

Pero permitan que la ternura se detenga en la hermosa escena pastoril que protagonizan Tito, exportero albiazul, y Elena Loyo, cándida ella con la tinaja entre las manos. Mantienen una charla prolongada y serena, mirándose a los ojos dulces… Stop, que me pongo moñas. Ya en el autocar de vuelta, la bloguera Edurne Alba que fideliza a 100.000 seguidores charla sobre vacaciones con Inma Espizua, la estilista que tiene al voluntariado hecho un pincel. Alfonso Subero y Daniel Fernández, presidente del Banco de Alimentos, conversan sobre la recuperación nutricional de los deportistas. El mago Asier Kidam, tan silencioso él, se diría propenso a desaparecer. El músico Kepa Beloki no tiene a bien deleitarnos a base de cuerda y antes de que el ecologista Andrés Illana monte en su coche a la hora del agur se da uno cuenta de que 'Txaflas' no ha callado en toda la tarde.

Participan

  • Ruth Linaza y Garbiñe López (medallas de oro en el campeonato mundial de soka tira), Paquita Sáenz de Urturi (arqueóloga), Elena Loyo (atleta, bronce por equipos en el campeonato de Europa), Esther García de Garayo, Joseba Piérola y Gotzon Etxebarria (antiguos miembros de la escolanía Samaniego), Edurne Alba (publicista e instagramer Rebel Attitude), Yolanda Pozo y Uxue Mendia (jugadoras del Aurrera femenino), Rocío López (presidenta de la Sociedad Fotográfica Alavesa), Dina Abouzeid (jugadora y entrenadora de bádminton), Jesús Mari Alegría 'Pintu' (presidente de Músicos sin Fronteras), Andrés Illana (Ekologistak Martxan Araba), Alfonso, 'Tito', Subero (exjugador del Alavés), Daniel Fernández (presidente del Banco de Alimentos de Álava), Karle Olalde (presidente de Bizikleteroak), Iñigo Salinero 'Txaflas' (actor), Irutxe Bujanda (educadora), Ander López de Abechuco (presidente de Cruz Roja Vitoria y escritor), Asier Kidam (mago) y Kepa Beloki (músico).

2. La historia

Kutzemendi: Vigilando desde las alturas

ARMANDO LLANOS

Director del Instituto Alavés de Arqueología

Si pudiésemos volver atrás en el tiempo 2.800 años, desde la altura del monte de Kutzemendi veríamos a nuestros pies una serie de leves columnas de humo que se elevaban desde las casas de pequeños poblados que se asentaban a nuestros pies. Así se localizaban en lo que hoy son Atxa, Salvatierrabide, Zabalgana o Arkaia. Entre todos ellos destacaba este monte por su presencia en alto, con una posición dominante. ¿Pero quien vivía en ellos? Se trataba de unas gentes de origen transpirenaico, que llegaron a nuestro territorio en distintos momentos de la Edad del Hierro. A estas se sumarían algo más tarde otros grupos, esta vez de procedencia peninsular, asentándose en él definitivamente. Entre todos ellos crearon este gran poblado de Kutzemendi. Pero conozcamos algo más de él.

Después de permanecer en el más absoluto olvido durante unos miles de años, su descubrimiento en 1926 como yacimiento arqueológico fue fruto de las prospecciones de José Miguel de Barandiaran. Los resultados de las primeras intervenciones son de ese mismo año, llevándose a cabo otras excavaciones arqueológicas en 1950, por Gratiniano Nieto, Domingo Fernández Medrano y Basilio Osaba, y en 2000, por Idoia Filloy y Eliseo Gil. Gracias a estos trabajos disponemos de algunos datos que nos hablan de este poblado y de sus gentes.

Se extendía sobre toda la parte alta del monte, en una gran extensión, algo así como lo que hoy ocupan más de diez campos de fútbol.

Las excavaciones de 1950 se centraron en varios puntos del poblado, poniendo al descubierto los restos de las zapatas de los muros de piedra que correspondían a las viviendas. Sus formas variaban, siendo algunas, las más antiguas, de trazados circulares y otras, las más recientes, de plantas rectangulares. Sobre estos muretes se levantaron las estructuras de madera, cerrándose las paredes con trenzados de ramas recubiertas de barro, o con adobes, y techándose con cubiertas vegetales. Una potente modificación del terreno, aterrazándolo, les permitió establecer sobre ellas las viviendas de una forma ordenada. Este gran esfuerzo constructor se completó con una potente muralla que rodeaba el poblado, protegiéndolo allí donde el terreno presentaba una defensa natural más débil. Tenía un espesor de cuatro metros, consistente en un relleno de tierra, y un forro de mampuestos de piedra con una altura estimada de entre cuatro a cinco metros, rematados con un adarve de madera. Esta imagen, fácilmente visible desde lejos, le otorgaba el carácter de un poblado de prestigio.

Pero conozcamos mejor cómo desarrollaban su vida. Dada la escasa superficie excavada, no fueron muchos los datos obtenidos, pero sí los suficientes, sumados a los ya conocidos en otros poblados de la misma época, para permitir esbozar una visión del desarrollo de la actividad en éste. En su interior aquellas gentes llevaban una vida bien estructurada socialmente, que giraba entre su dedicación al pastoreo y la ganadería, y algo más tarde a la agricultura, asegurándoles su manutención e incluso el ingreso de ciertos recursos económicos. A esto se añade su carácter de artesanos, como buenos fundidores de bronce y forjadores del hierro, además de hábiles ceramistas y trabajadores de otros materiales, como los derivados del hueso o los textiles. De ello dan fe los hallazgos de fíbulas (imperdibles), agujas y anillo, espuela, material de bronce en bruto, pesas de telar, etc.

La presencia de materiales romanos fuera del poblado, en la zona sur, en una altura que dominaba la entrada de este castro, nos sugiere un posible control campamental. A partir de este momento se perdieron los datos sobre la ocupación de este importante núcleo que, posteriormente ya en la Edad Media, aprovechó su estratégica situación para levantar un castillo. Así, este lugar poblado de forma continuada durante cerca de mil años, puede considerarse como el primer núcleo organizado que precedió a la creación de Gasteiz.

3. Relato corto

Cuando la eternidad habita la lluvia

EDUARDO ROJO DÍEZ

El día que Magdalena Corres murió, una fina e infinita lluvia cayó sobre ella –con el malintencionado propósito de desgastar su memoria– mientras deambulaba por un paraje salpicado de pastizales y fincas de cereales anegados, que se asemejaban a arrozales amargos. Pero fue una exhibición atmosférica inútil.

Como cada día de chubascos, la mujer se dispuso a emprender la única misión que, a su pesar, le había asignado la existencia con su mano dura de institutriz. Vestida con un impermeable negro, un gorro de pescador amarillo y unas botas de goma verdes salió de su casona de Mendiola y enfiló el camino que se acerca en un suspiro hasta el parque de Olárizu. Como una Penélope sin andén, la anciana marchaba con un paso torpe pero en ningún modo parsimonioso. Para salir del pueblo, cruzó un arroyo que abría sus fauces al máximo para dar abasto con el agua del cauce, que rugía como un león hambriento. Los gorriones temblaban de desamparo sobre las ramas de unos árboles con hojas incipientes.

Su figura encorvada se confundía con la quietud grisácea del horizonte, lo mismo que —hacia el norte— les ocurría a los montes Gorbea, Anboto, Aratz o Aitzgorri, que se ocultaban tras las cortinas de lluvia que se sucedían por la Llanada alavesa. Ni siquiera la desafiante cruz de hormigón armado del aledaño cerro de Olárizu era visible. A pesar de ello, dirigió su vista cansada al altozano —por costumbre— y recordó los fragmentos de cerámica y una especie de broche herrumbroso que halló de moza, cuando empezó a correrse la voz de que allí existió un castro prehistórico.

Al alcanzar la Casa de la Dehesa de Olárizu, Magdalena tomó un camino ancho y recto de gravilla que nacía en el lateral del edificio. Se detuvo junto a un charco enorme y sacó de debajo de su chubasquero una herramienta, una diminuta y manejable azada de jardinería.

ILUSTRACIÓN Alexandre Fernández

Antes de iniciar su tarea, Magdalena observó un instante el reflejo de su arrugada cara en la lámina de agua del suelo… Y volvió a ver cómo aquel malhadado día su padre la azotó en su piel joven y tersa y cómo su hermano la vejó con insultos repletos de iniquidad…

Ese parque del Anillo Verde que rodea a la ciudad, habitualmente concurrido, estaba desierto esa mañana debido al mal tiempo y la anciana no se había topado con nadie. Sin testigos que la tomaran por una loca, excavó una regata desde el borde del charco hasta el terraplén, rasgando el montículo de la cuneta, con la intención de evacuar la persistente lluvia. Enseguida un hilo de agua comenzó a circular alegre. Igual que décadas atrás, llovía sin conocimiento y sintió frío en los huesos, en la médula de los huesos…

Magdalena se contempló de nuevo en aquel espejo líquido y rememoró cómo aquella infausta jornada su padre cogió la escopeta de caza del armario y salió de estampida montado en la yegua, con su hermano adolescente subido en la grupa.

El mismo día de su muerte, Magdalena Corres holló por última vez el camino de vuelta desde Olárizu hasta Mendiola. Accedió al pueblo por la salceda —ni se fijó en el cementerio donde estaban enterrados su padre y su hermano—, atravesó el arroyo embravecido y entró silenciosa en su casa de piedra. Advirtió que había gente arremolinada en su habitación. Distinguió a sus dos sobrinos —iban con traje, eran dos prestigiosos abogados—. Ninguno sabía nada de su vida, pero lloraban por ella. Ignoraban que había vivido muerta desde que su abuelo —un propietario de tierras fértiles y con aspiraciones políticas— y su padre asesinaron y enterraron al novio de la tía a la que ahora velaban.

Magdalena, en la doliente reverberación de la luz en el agua del charco, se había imaginado de nuevo corriendo sin aliento detrás de su padre y de su hermano en aquella mañana lejana y también lluviosa, empapada de terror, tratando de evitar lo inevitable…

Y es que bajo ese charco del camino que nace contiguo a la Casa de la Dehesa, cubierto por un metro de piedras y tierra, estoy yo… ¿Que cómo me llamo? ¡Qué más da!, desde hoy ya no existo para nadie. Solo soy el hijo del pastor que moraba en esa hacienda, en cuya dehesa pastaba el ganado que abastecía a las carnicerías de Vitoria. Únicamente soy otro republicano anónimo enterrado en una zanja. No tendré el reconocimiento de los que fusilaron y sepultaron en el puerto de Azazeta, a los que han dedicado una estela, ni el recuerdo que concedieron a los sacerdotes alaveses ejecutados y cuyos nombres languidecen en el pedestal de la cruz del cerro. Mi memoria no será recuperada por institución o asociación alguna. Mis verdugos nunca se arrepintieron. Ya nadie sabe que estoy aquí abajo y quien lo pudo desvelar, Magdalena, no se atrevió. Ella colocaba flores por mi cumpleaños sobre mi tumba de sal, próxima al jardín botánico, y achicaba protectora el agua del charco que se formaba en el cuenco dejado por mi alma vacía. Pero jamás delató a su padre y a su hermano, que respiraron libres y fallecieron de viejos.

Magdalena se destocó, se descalzó, se quitó el impermeable y se quedó con la saya mojada marcándole las articulaciones con artrosis y las carnes enjutas. Se acostó sobre su cama, como si nada hubiera sucedido, y se puso las manos sobre el pecho. En uno de los puños apretaba la fíbula de hierro que descubrimos juntos en una terraza de la ladera sur del cerro pelado. Ese objeto del castro de Kutzemendi le proporcionaba paz, la ataba a las raíces milenarias de sus antepasados y a la patria de sus recuerdos. Una sonrisa asomó en sus labios lívidos y Magdalena cerró los ojos satisfecha de poder reencontrarse conmigo en la humedad tibia de la eternidad…

En la calle sonó un claxon. Los pájaros volaron sobresaltados. El coche fúnebre acababa de llegar con el ataúd vacío.

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