Trenes rigurosamente literarios
Novela negra y mucho más. ·
El ferrocarril fue un paso pionero en la globalización. Y la literatura fue tan receptiva a ese acortamiento de distancias como a la comunicación que abrió entre los paísesFue Álvaro Pombo quien inventó el verbo 'trenear' para referirse a la felicidad de viajar en ferrocarril recorriendo los pasillos, asomándose al paisaje por todas las ventanillas, visitando los distintos vagones, curioseando por los compartimentos, por la cafetería… Doy por hecho que se refería a los viejos trenes porque la alta velocidad ha acabado con esos placeres. En los AVE o los Alvia no hay intimidad para mantener una charla con personas desconocidas. Son naves que carecen de privacidad y de misterio en las que, si te mueves, no pasas desapercibido; en las que no entra el aire exterior y en las que está prohibido fumar, que era uno de los grandes alicientes del viaje en tren clásico. En esas cápsulas herméticas, echarían a patadas al Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle si tuviera la ocurrencia de sacar su pipa y, por muchos fallos que hubiera en su mantenimiento, los sistemas informáticos impedirían que se volatilizara un convoy como el de 'El tren desaparecido'.
Asimismo en 'Maigret tiene miedo' al héroe de Georges Simenon, que también fumaba en pipa, le habrían amargado el viaje que hace a Fontenay-le-Comte para visitar a un antiguo compañero de estudios y en el que un pasajero le aborda para informarle de los crímenes que asolan la bella ciudad francesa. Otro tanto le pasaría al Hércules Poirot de Agatha Christie, que, además de tener que renunciar a su inseparable cachimba, habría echado de menos en los veloces vagones de hoy el épico traqueteo, los chirridos y silbatos, la genuina poesía ferroviaria que rodea al 'Asesinato en el Orient Express' y a otras novelas como 'El misterio del Tren Azul' o 'El misterio de la guía de ferrocarriles'. Concluyendo con el género negro, la interesante y comprometida conversación que mantienen los protagonistas que hace coincidir Patricia Highsmith en 'Extraños en un tren' no habría podido tener lugar con tanta oreja indiscreta. El tren de alta velocidad es para ansiosos que quieren llegar cuanto antes a su destino, cuando la gracia del antiguo ferrocarril era la contemplación sin prisas ni angustias. En los AVE y homólogos no hay nada que hacer. No puede haber ni una historia de amor ni un asesinato como es debido. Quizá por esa razón Álvaro Pombo, pese a ser miembro de la RAE, no ha luchado para que incluyan el verbo que se inventó en el diccionario de esa casa.
Del 'noir' al viaje transeuropeo
El tren va muy asociado a la novela negra, pero esta se queda corta para muchas obras que lindan con otros géneros como el de espías o el de viajes. Es el caso de 'La dama desaparece' de la escritora británica Ethel Lina White, en la que una joven adinerada, Iris Carr, conoce en el expreso en que viaja de un país del este de Europa a Trieste a una institutriz inglesa, la señorita Froy, que parece volatilizarse en el trayecto y que no era quien parecía ser, lo que conecta la trama con un caso de espionaje. De otra manera es también eso lo que sucede con 'El tren de Estambul,' de Graham Greene, un thriller que narra una travesía europea en el Orient Express y en el que se mezclan unos cuantos personajes que tienen algo que ocultar: un ladrón y asesino, una corista en busca de oportunidades, un agente comunista que quiere liderar la Revolución en Serbia… Publicada en 1932, la novela tuvo inicialmente otro título en la edición norteamericana -'Orient Express'-, razón por la cual el 'Asesinato en el Orient Express' que Agatha Christie publicó dos años después se tuvo que vender en Estados Unidos como 'Murder in the Calais Coach' para evitar la confusión. La anécdota da una idea bastante ilustrativa del atractivo que tuvo ese ferrocarril de larga distancia como gran incono literario.
En realidad, la novela que hizo del Orient Express todo un género literario fue 'La Madona de los coches cama', que el escritor parisino Maurice Dekobra publicó en 1925 y que nos lleva a la Europa de inicios del siglo XX. Su protagonista es Lady Diana Wynham, una glamorosa y despilfarradora dama de la aristocracia inglesa que sueña con evitar la ruina gracias a los pozos petrolíferos que heredó de su difunto esposo, el embajador británico en San Petersburgo, pero que ahora se hallan en poder de los bolcheviques. Para recuperarlos, envía a un antiguo príncipe, Gérard Séliman, que es su mayordomo, a una arriesgada y rocambolesca misión en el Orient Express donde gozará de bellas noches de amor y también se las verá con taimados espías soviéticos.
Sobre la trascendencia cultural que tuvo el nacimiento del ferrocarril en el viejo continente hay dos ensayos más que recomendables. Uno es 'Orient-Express: El tren de Europa' del escritor español Mauricio Wiesenthal, que presenta una bella prosa literaria, y el otro es 'Los europeos', del historiador inglés Orlando Figes, que se remonta al 13 de junio de 1846, fecha en que partieron de París los primeros trenes a Bruselas difuminando las fronteras internacionales. No por casualidad, sino conscientes de ese gran paso, entre sus viajeros estaban Alexandre Dumas, Victor Hugo y Jean-Auguste-Dominique Ingres.
El viaje transcontinental
Y de la literatura sobre el Orient Express, que inauguró Maurice Dekobra, trotamundos carismático, amigo de Chaplin y amante de Rita Hayworth, pasamos a lo que podemos llamar narrativa del viaje transcontinental, que tiene quizá su primer puntal en 'Aventura en el Transasiático' de Julio Verne.
Publicado por entregas en 1892, nueve años después de la inauguración del Orient Express e inspirado en este, narra el trayecto con destino a Pekín de un periodista francés, Claudio Bombarnac, que trata de buscar un héroe para su reportaje y se topa con todos los matices de la condición humana.
Julio Verne ya había mostrado su interés literario por el ferrocarril en 'Miguel Strogoff', novela que describe los antiguos trenes rusos que precedieron a la construcción de la legendaria línea del Transiberiano que vio la luz en 1876; exactamente un año después de que León Tolstoi iniciara por entregas la publicación de 'Anna Karenina', otro memorable homenaje a los ferrocarriles de la Rusia imperial del último cuarto del siglo XIX. Como se sabe, el tren juega un papel definitivo en esa novela. Lo juega en el primer encuentro de la heroína con el conde Vronski, en el que el accidente de un trabajador en las vías anuncia un mal presagio, y lo juega en el desenlace trágico en que ella perece arrollada por un tren de carga.
Sobre el Transiberiano, que se empezó a construir en 1991 bajo la orden del zar Alejandro III, escribirían el francés Mathias Énard su novela 'El alcohol y la nostalgia' en 2012, centrada en la guerra civil de la URSS, y el inglés Christian Wolmar su 'Billete al fin del mundo' en 2007.
El tren como fetiche literario
El ferrocarril fue un paso pionero en ese fenómeno que hoy denominamos globalización. Y, si la literatura fue sensible a los convoyes transcontinentales, también lo fue a las distancias más modestas que daban igualmente fe de la universalización de ese medio de transporte. El tren gana, así, un puesto en la literatura como puro fetiche narrativo. Ya su mera invocación convoca a la magia en cualquier punto del Globo: en el Sudán francés que recorre 'El tren de medianoche' de Denyse Woods; en la América que cruza 'El viejo expreso de la Patagonia' de Paul Theroux; en la Francia del Segundo Imperio de la que levanta acta novelesca 'La bestia humana' de Émile Zola; en la Alemania por la que transita el turbio hombre de negocios que retrata Christopher Isherwood en 'El señor Norris cambia de tren'; en el Japón que describe Seicho Matsumoto en 'El expreso de Tokio'; en el México de 'El tren pasa primero' de Elena Poniatowska; en el Portugal de 'Tren nocturno a Lisboa' de Pascal Mercier; en la Checoslovaquia rural que pinta Bohumil Hrabal con amor y humor en 'Trenes rigurosamente vigilados'; en la España de 1935 que retrató Eduardo Zamacois en 'Memorias de un vagón de ferrocarril'…
Y el tren está también presente en la poesía. Lo está en la festiva y cantarina composición que le dedica el Machado de 'Campos de Castilla': «Yo, para todo viaje/ -siempre sobre la madera/ de mi vagón de tercera-,/ voy ligero de equipaje». Como agorero contrapunto igualmente rimado, podemos citar 'El tren expreso' de Ramón de Campoamor, un poema de largo aliento en que el dolor queda saboteado por el ripio tragicómico: «Habiéndome robado el albedrío/ un amor tan infausto como mío,/ ya recobrada la quietud y el seso,/ volvía de París en tren expreso…».