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Apóstol del comunismo. Vladímir Mayakovski con su amante, Lilia Brik.

Una literatura de la paradoja y la sumisión

Las Letras soviéticas se movieron en los años veinte y treinta entre el yo creativo y el colectivismo

IÑAKI EZKERRA

Sábado, 4 de noviembre 2017

La historia de los escritores rusos y la Revolución de Octubre es la de un amor que se prometía eterno y que adquirió todas las modalidades de la desdicha: los celos y los recelos, la censura y la autocensura, el maltrato y el asesinato. El caso de Mayakovski ejemplifica perfectamente aquel idilio generacional que acabó del peor modo. Se convirtió en el apóstol nacional y en el vendedor internacional del ideal revolucionario hasta que se pegó un tiro en el corazón a los 37 años, en un momento en el que el marco de libertad creativa se había estrechado, caído Trotski, hasta un extremo que resultaba asfixiante incluso para el autor de la ‘Marcha a la izquierda’: «Firmes/ en el cuello del mundo/ ¡los dedos del proletariado!/ ¡Hacia adelante el pecho bravío!/ ¡El cielo tapicen con banderas!/ ¿Quién camina a la derecha?/ ¡Izquierda!/ ¡Izquierda!/ ¡Izquierda!»

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Mayakovski fue la víctima de sí mismo y del ideario que predicó. El hombre que daba ‘Órdenes a los ejércitos del arte’ («que el tambor cubra el sonido del piano»); el poeta que miraba con severo reojo a los colegas del oficio que se desviaban de la fila «a la derecha», terminó siendo acusado de «individualista» por quienes estaban más a la izquierda que él. Esa sangrante clase de paradojas ilustran el absurdo que encierra todo dogmatismo policial en la cultura y de ellas está lleno el arte soviético. No deja de ser paradójico tampoco que el credo futurista de Mayakovski coincidiera con el de Marinetti, o, dicho de otro modo, que un mismo movimiento poético uniera al vate oficial del comunismo con el que sería el vate oficial del fascismo. Y es que ambos poetas muestran el mismo culto a la máquina, a la acción, al fuego, a la guerra; el mismo sueño de destruir las bibliotecas y los museos para partir de cero.

Libros para conocer la Revolución

  • Díez días que estremecieron al mundo De John Reed.

  • Esclavos de la libertad: los archivos literarios del KGB de Vitali Shentalinski.

  • Rusia en revolución de Lionel Kochan

  • Historia de la Rusia soviética de E. H. Carr

  • Historia de la revolución rusa L. Trotski

  • La revolución rusa de Christopher Hill

  • Anarquismo y revolución en Rusia 1917-1921 de Carlos Taibo.

  • La revolución rusa. La fábrica de una nueva sociedad de María Teresa Largo Alonso

  • La revolución rusa contada para escépticos de Juan Eslava Galán

  • El icono y el hacha de James H. Billington

  • La literatura rusa de Piotr Kropotkin

  • Anna Ajmátova de Elaine Feinstein

  • Vestidas para un baile en la nieve de Monika Zgustova

  • El baile de Natacha de Orlando Figes

  • Antología poética de Marina Ivanovna Tsvetaeva

  • Réquiem de Ana Ajmátova

  • Caballería roja de Isaak Bábel

  • Catálogo de la exposición 'La caballería roja. Creación y poder en la Rusia soviética de 1917 a 1945' de Rosa Ferré

Si Marinetti halla «más hermoso un automóvil de carreras que la Victoria de Samotracia», Mayakovski arremete contra el «gastado frac de Pushkin» y contra todo el legado de la Edad de Oro de las letras rusas. Si el ‘Manifiesto futurista’ italiano se publica en 1909, el texto homólogo ruso, que llevaría el título de ‘Una bofetada al gusto del público’ y las firmas del popio Mayakovski junto a las de Aleksei Kruchenykh, Velimir Jlébnikov y David Burliuk, se da a conocer solo tres años después.

Mayakovski fue el apóstol de un ideal revolucionario y se convirtió en víctima de sí mismo y el ideario que predicó

Pero las paradojas van aún más lejos y se dan incluso en los dos autores con respecto a sus propias ideologías. Si la poesía iconoclasta de Marinetti entra en contradicción con las fasces de la Roma imperial que desenterró Mussolini, Mayakovski va a resultar asimismo demasiado elitista y pequeñoburgués para la mentalidad estalinista que impondría el realismo socialista como única escuela literaria a través de la Revolución Cultural de 1928. En realidad, los prejuicios contra el futurismo ya estaban latentes en la misma Rusia del 17 y en la de los años 20; en las rivalidades y afanes de control del Proletkult, que veía ese movimiento como demasiado moderno, elitista, formal e intelectual para unas masas obreras habituadas a un lirismo tradicional y convencional que también podía ser tachado –otra paradoja– como el gran insulto de aquel tiempo de utopía y de sospecha.

Debate ético

Lo que vuelve problemático y conflictivo el hecho artístico en ese período único comprendido entre 1917 y 1930 es –más allá del control ideológico que el poder trata de ejercer– el debate ético que subyace entre individualismo y colectivismo. Por un lado, la literatura rusa goza de una excelente salud. Todavía está viva la llamada ‘Edad de Plata’ y eclosiona un abanico de vanguardias análogo al de la Europa de los ‘ismos’. Por otro lado, ese espíritu dinámico queda mediatizado por el debate que impone la época entre el yo creativo y la colectividad así como constreñido por la desmoralización nacional que conlleva la escasez material y la sombra de dos guerras: la ruso-japonesa, que se perdió en 1905, y la civil entre los ejércitos rojo y blanco, que no se ganará hasta 1923. De este modo, los ‘ismos’ nacen en un tenso diálogo con el socialismo que a veces es sumisión y a veces réplica. Junto al futurismo surge el egofuturismo, el dadaísmo de Igor Serveryanin o Boris Zemenkov. Y, junto a éste, el constructivismo de signo proletarista que propugnan Iliá Selvinski o Vladímir Lugovskói. Surge el imaginismo de Vadim Shershenévich, que antepone la metáfora al símbolo, y enfrente el simbolismo de carácter hermético y evasivo de Aleksandr Blok o Andréi Bely, autor de ‘Petersburgo’, novela que ha sido comparada con ‘Ulises’ de Joyce. O la poesía de Borís Pasternak, que concilia la tradición con la vanguardia y que asomaría en la última parte de su novela ‘El doctor Zhivago’. Surgen el filosófico Platónov de ‘Chevengur’, el Gorki que publica ‘La madre’ en 1907 como una obra pionera del realismo socialista y el Bulgákov que quema en 1930 la primera versión de su aclamada novela ‘El maestro y Margarita’, en la que late una diatriba contra la burocracia literaria. Y surge Serguéi Esenin, el último poeta del campo, que, aquejado de una melancolía propia del Romanticismo, se suicidó en 1925 con solo 30 años. Lo anunció en un famoso poema: «Y en una noche verde, bajo la ventana,/ con la manga de mi camisa me ahorcaré».

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Final trágico: Marina Tsvetaeva se suicidió en 1941 / Asesinado: Ósip Mandelshtam. / Poeta: Anna Ajmátova.

El acmeísmo

Sin duda, es el acmeísmo la más genuina y fecunda coriente de la poesía rusa en aquellos años y Anna Ajmátova su gran representante. Su poemario más representativo, ‘Réquiem’, es la antítesis ética y estética del futurismo. Sus versos buscan un diálogo intimista, claro y directo con lo cotidiano de una modernidad que está en las antípodas de la gesticulación oracular de Mayakovski, pero que participa más honestamente que este (una paradoja más) de la búsqueda de esa auténtica humanidad que proclama la Nueva Era. En ellos no hay histriónicas y rancias invocaciones a los camaradas sino un bajo tono sincero y realista que es el de nuestro tiempo: «Estamos tan intoxicados uno del otro/ que de improviso podríamos naufragar. / Este paraíso incomparable/ podría convertirse en terrible afección./ Todo se ha aproximado al crimen…»

En el acmeísmo militaron Ósip Mandelshtam, Serguéi Gorodetski y Nikolái Gumiliov, que sería fusilado por los bolcheviques en 1921. Era este el primer marido de Ajmátova y su ejecución fue para ella el anuncio de una existencia llena de persecuciones y deportaciones propias o de sus seres más queridos. Marina Tsvetáyeva, otra autora valiosíosima perseguida igualmente por el estalinismo y con una biografía muy similar, la homenajeó con un bello poema: «Nos empujamos y un sordo ah/de mil bocas te jura fidelidad, Anna/Ajmátova. Tu nombre, hondo suspiro,/cae en un hondo abismo que carece de nombre».

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Un engaño para una ausencia

Cuando le llegó el telegrama que anunciaba la muerte de Lenin, el lunes 21 de enero de 1924, Trotski estaba en la estación de Tiflis con su esposa. Se dirigía a un sanatorio de reposo en Suchum. Nada más conocer la noticia, llamó al Kremlin. «El entierro tendrá lugar el sábado; de todas maneras usted no había de llegar a tiempo, y le aconsejamos que continúe viaje para ponerse en cura», escribe en su autobiografía que le contestaron. Pero el funeral fue el domingo, y para ese día sí habría podido llegar. Los millones de rusos que soportaron en la calle temperaturas de hasta 30º bajo cero para rendir homenaje a Lenin vieron que el jefe del Ejército Rojo no asistió al funeral del gran líder. No pocos historiadores sostienen que mintieron a Trotski justo para buscar esa imagen de su ausencia. El tiempo de su defenestración había llegado.

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